Me suele
suceder, cuando he acompañado a veces alguna procesión, sobre todo en Semana
Santa, que se invade mi espíritu de una sensación extraña entre lo triste, lo
patético y lo romántico. No es que pertenezca personalmente a ninguno de estos
prototipos, en todo caso habría que achacarlo a la circunstancia. Ya se sabe
aquello del filósofo “yo soy yo y mi circunstancia”. Lo cierto es que entre la
nocturnidad, el silencio, la tristeza y la lentitud con la que discurre dicha
procesión, debajo del capirote o sin él, hay tiempo más que de sobra para ver,
pensar, meditar y reflexionar en más de un asunto trascendente.
Debe
estar constantemente siempre ocupada tu mente, aunque como decía D. Antonio
Machado, para ser feliz te basta con tener buena salud y la mente vacía. Así
que iba deslizándome por las distintas calles del pueblo, cuando mi cerebro, que nunca
para, se iba invadiendo de ideas grises, casi negras ¿Que sucedía pues? Veía y
me iba fijando en casas, fachadas, puertas, ventanas y balcones a los que
conocía de sobra, por haber conocido tiempos atrás a sus moradores. Y al
instante surge todo un mundo de visiones, sentimientos, emociones, etc.
En esa
casa, en aquel piso, en esta vivienda las habían ocupado antes, o mucho antes, tal
persona, tal hombre, tal mujer, tal joven y ahora ya no están. Con la de veces
que había hablado con ellos, con los buenos ratos que habíamos pasado y
cervezas que habíamos tomado, con los viajes que habíamos hecho; por su
condición, por su inteligencia, por su dinamismo, simpatía, gracia o belleza.
Todos ellos ya se fueron, “sic transit gloria mundi”. Y repito, me invade, al
menos, la pena.
Con la
gente de un pasado mi pensamiento ha cambiado. Máxime cuando lo focos del lento
paso, veo una imagen yacente o la de un Cristo claveteado. Un Cristo muerto en
la Cruz, un Cristo del Santo Entierro. Y, por asociación de ideas, asocio
aquellas de hace dos mil años con estas otras de hace solo dos años o dos
docenas.
Y la
mente que muele cual incansable molino ese “trigo” que trueca en harina de
ideas, sigue lenta y tranquila su camino arrastrando su pena algo cansina.
También por asociación de pensamiento, éste se traslada vertiginoso al Día de
los Difuntos, al día en que hoy estamos y vivimos. Otros, ya no. Aquellos que
recordé y reconocí durante el lento recorrido procesional de Semana Santa.
Recuerdo
hacia unos, sentimiento para otros, cariño para algunos. Y en este fúnebre día,
a pesar mío, acudo por la tarde al Cementerio. Y recorriendo sus reducidos y
angostas calles, veo casi lo mismo que meses atrás vi acompañando la
procesión por las calles del pueblo. Solo que en vez de casas, viviendas y
pisos veo nichos, solamente nichos y algún mausoleo. Da lo mismo. Son las
residencias de los que ya se fueron. Eso no quita que, al continuar paseando
por aquel pequeño camposanto y al fijarme en algunos de aquellos nichos, sea
presa espontánea e inconsciente de un extraño sentir. Y, sin premeditación
alguna y ninguna aversión, oigo como dentro de mí algo que me dice: aquí yace
la incomprensión, allí el pedante, al volver la esquina yace la alegría, al
lado la lealtad, y veo el candor, y la frustración, y la caridad, la inocencia,
la gracia, la belleza... nichos, gentes, vidas, y siento pena por ellos y por
mí. Porque aquellas lápidas de negro o blanco mármol había leído: Luís, Pedro, María,
Juanito, Elena, Andrés, Margarita, Antonio, Isabel, etc. Esos que tú habías
tratado o no, con los que tú habías hablado o no, a los que habías querido o
no, a los que tú habías visto deambular por la Alameda, caminar por la calle
Real, pasear por la Playa ... ahora solo lo hacen en tu mente, pero ¡qué
diferencia! Antes vivos ahora no, y pensaban, y se reían y lloraban, ahora no.
Entonces, ¿son ellos lo que están ahí dentro o no? Su espíritu, desde luego no,
ni su alma, ni sus sentidos. Entonces qué es lo que allí dentro queda? Polvo,
cenizas. Son las personas que conocí en vida.
Con
estos pensamientos me viene a la mente una estrofa que escuché hace ya mucho
tiempo: ¿Yo para que nací? Para salvarme. Dejar de ver a Dios y condenarme
triste cosa será, pero posible. ¿Posible? y duermo, y río, y quiero holgarme ¿Posible y tengo amor a lo visible? ¿Y amo la
vida y amo su encanto? Loco debo de ser pues no soy santo. Y salgo fuera
buscando la puerta.
Ya en la
explanada, el “levante” me trae unas bocanadas de aire fresco procedente de “La
Coracha” que llenan y purifican mis pulmones. Me noto renovar mi interior que
me atrapa el espíritu y me siento aliviado. Ya en la salida, emprendo la cuesta
arriba y me dirijo a la vida recordando la letra de un himno, en el desfile de
la Festividad del día 12 de octubre que cantaban con aire legionario, en la
Ofrenda a los Caídos.
“La
muerte no es final,
no
temas, pues, tu partida
a la
vida celestial,
ya
alcanzaron la vida,
ya
alcanzaron la luz
y han
dejado ya su cruz”.
Cuando
la tarde declina
y la
noche se oscurece,
el
cementerio y los pinos
el
viento fresco adormece.
José Arjona Atienza
Alcalá, 29 de octubre
de 2013
0 comentarios:
Publicar un comentario