Hubo un tiempo atrás, ya pasado, en que las bromas
se sucedían una tras otras, en gentes de clase media. No era de extrañar, pues, que algunas no llegaran a
realizarse, porque el que a veces escogían como algo infeliz o inocentón, le diese a sus adversarios cierta clase de sabiduría,
quedando el “invento” fallido a medio camino entre el desencanto y el
atrevimiento.
Era propio entre varios amiguetes quedar aquella
noche a cazar gambusinos. La víctima ya estaba elegida de antemano entre uno de
los allí presentes. El tiempo era bueno para este menester, no haciendo ni frío
ni calor, ni corría el “levante” ni “poniente”, los dos enemigos de Alcalá.
La palabra gambusino no se encuentra fácilmente en
diccionario alguno. Solo en el Espasa-Calpe he encontrado, que es el nombre que
le dan en Guatemala a cierta clase de pez. Allí, en aquella reunión, entre
cerveza y vino, se aclaraban los términos de la operación, pues se necesitaba
cierta pericia y habilidad. Uno llevaría un saco abierto, otro una linterna, un
tercero sonaría un cencerro y otros acompañantes llevarían palos o se
dedicarían, en el momento oportuno, a dar voces. Este era el esquema general,
solamente que la pieza fundamental, que era el saco, debía llevarlo aquel a
quien entre todos, secretamente, habían elegido previamente como “víctima” para
la “joa” o la broma. Se repartieron cargos y misiones de cada uno, siendo el
saco adjudicado, naturalmente, a quién ya todos los demás sabían, menos él.
Quedaron a una hora justa y en lugar exacto, pues
no convenía que fuese ni muy tarde ni muy temprano, según los entendidos.
Acordaron a las once en punto de la noche todos juntos en el Control (hoy
Polideportivo). Con aire decidido, envalentonados, considerándose como autores
de una gran proeza, se ponen en marcha, carretera adelante, en silencio absoluto y el resultado de la trama
en el interior de cada uno y anticipadamente muertos de risa. Se solía escoger
para tan alta “misión” y destacado “honor” a un maestro recién nombrado en el
pueblo, a un administrador de correos, a un viajante de tejidos, de vinos, de
los que asidua y periódicamente llegaban al pueblo y se quedaban a dormir, etc.
Todo daba a entender, según los prolegómenos, que
la noche iba a ser un éxito absoluto según calculaban los participantes en la
maniobra. El lugar elegido solía ser cercano no más de un par de kilómetros,
por ejemplo, entre el hoy Recinto Ferial y los Corzos, antes la “Palmosa”,
derivación dicen de “paz hermosa”.
Ya están llegando todos, caminando a los dos lados
de la carretera, al lugar escogido como escenario. Se dan las últimas normas,
se repite la estrategia y... manos a la obra. Desplegados en semicírculo como un batallón de fusileros, en el centro iría el del
saco, y, a ambos lados, con separación de 15 a 20 metros el resto de la
“comparsa”. Unos darían grandes voces, otros harían sonar el cencerro, algunos
encenderían las linternas y... los gambusinos entrarían sin esfuerzo alguno en el saco, que, a veces, hasta se
llenaba. Si no había suerte, con la ayuda de la linterna se repetiría la
operación, alejándose todos los demás cada vez en la oscuridad de la noche del
sitio inicial.
Cada vez se oían menos gritos y menos encerrada y se veían menos destellos de
linterna. Pero como nadie veía a nadie, ya que todos los avispados se iban
volviendo al pueblo, menos el infeliz del saco que en la soledad de la noche ni
oía nada, ni escuchaba nada, ni nada de pájaros en su saco. ¿Habría sido una
mala noche, una noche sin suerte?
Llegó a invadirle la sospecha, el miedo, el horror
de haber sido víctima de una negra broma. Pero... no podía ser. Todos eran
amigos suyos, ¿cómo iban a permitirle semejante jugarreta? Sin saber el camino
de regreso, tal vez con frío y con malos presentimientos, se permitió el lujo
de llamar a voces a sus amigos; nadie respondía, salvo el eco de su voz. Y
así una y otra vez. Y ahora, ¿qué hacer?
No había otra solución que intentar volver al pueblo. Pero, por dónde se va? No
se ven luces, ni carretera, ni ruidos de vehículos. Ni otro tipo de orientación.
Pero se puso en camino hacia ninguna parte, hacia donde le condujera el destino
o el instinto. Solo hierba, arbustos, cuesta arriba, cansancio. ¿Cómo me
metería yo en esto? Aquella noche, para
él, solo era comparable a la de Hernán Cortés luchando contra los aztecas en la Noche Triste en la conquista
de México, para hacerse con el
jefe, el gran Moctezuma, con la ayuda de Diego Velázquez, Pánfilo de Narváez, etc, lo venció en la batalla de Otumba. O también el desasosiego interior, la duda, el sufrimiento que nuestro
San Juan de la Cruz sentiría en la Subida al Monte Carmelo o en su otra obra
Noche oscura del alma.
Pensaba en la vergüenza, el ridículo, la mofa de
aquellos que se decían sus amigos ¿Por donde estarían ahora? ¿Que harían? El ya llegaba, afortunadamente al pueblo,
a su lugar de partida. Y allí estaban todos. Y sin saber qué actitud tomar,
¿Seriedad? ¿Desprecio? ¿Rotura? ¿Reprimenda? Nada de eso. Todos se abalanzaron sobre
él, lo abrazaron, lo felicitaron, había ganado precisamente frente a todos
ellos, por su entereza, fortaleza, valentía, etc.
Desde entonces en adelante, todos fueron más
amigos, todos más unidos, con más autenticidad, más sinceros.
Y de gambusinos, nada. Solo el recuerdo de una
noche única, de una situación única, de un pueblo único, en así somos, así
seremos.
José Arjona Atienza
Alcalá 22 de noviembre de 2013
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