Ya están ahí las Navidades. Cada año,
como una paradoja ineludible, nos muestra, después del puente de la
Constitución y de la Inmaculada, sus distintas caras. Hay una Navidad que no
hay que describirla, porque ya se encargan los grandes almacenes de anunciarla,
las luces de las calles de cegarla con su luminosidad, los adornos de las casas
de ornamentarla con sus bolas y galas, las comidas extraordinarias y la vuelta de
los ausentes a la casa paterna para imbuirla de cariño. Es la Navidad obligada
que nadie quiere evadir, siquiera sea para no perder las señas cristianas de
identidad. Generalmente, viene cargada de regalos, de generosidad, de sonidos y
villancicos. Es la Navidad familiar, la entrañable, la de los recuerdos de los
que se fueron antes que nosotros, la de los camposantos.
Otra cara de la Navidad es la de
la liturgia en las iglesias, la de la Misa de Gallo, la de las innumerables
zambombas y villancicos. Nadie se la quiere perder, ni siquiera los jóvenes,
porque han quedado desde su infancia grabada en el alma. En todas las iglesias
se monta el icono del Nacimiento. Al final de la Misa se muestra la imagen del
Niño recién nacido, se le besa el pie y se cantan alegres armonías religiosas.
Sólo suelen faltar algunos
grupos: uno es el de los encarcelados que son visitados al día siguiente, pero
permanecen en la prisión; el de los servicios
nocturnos en hospitales, gasolineras, orden público, hoteles; el de los trenes,
autobuses, aviones y viajes de larga duración, que llevan la urgencia de llegar a casa. Y otro es la de
los conventos de clausura. Ahí lo celebran de otra manera, con el silencio, la
oración y la contemplación. Pero todos cantan y se llenan de alegría sin
regatear ningún gozo.
Otra cara de la Navidad es la de
los laicos. No les motiva lo religioso, pero quedan contagiados por el ambiente, por la familia, por los amigos,
por la tradición. Se diría que es una necesidad de abandonar lo viejo y renovar
la vida con nuevos motivos y esperanzas.
Hay, sin embargo, otra cara
navideña más humana, más necesaria, más triste: es la de los enfermos sin
remedios, la de los sin-trabajo, los
desesperados, los del túnel oscuro sin luz, la de los atrapados por los
soporíferos, los estupefacientes, los hipnóticos. Esa Navidad también existe,
esa no es de mentira, esa es de verdad, como canta el villancico.
Han preguntado al profesor y teólogo Castillo, “si hay una
batalla entre el mensaje liberador de Jesús -y otros credos éticos y
religiosos- y el proyecto reductor y devastador del neoliberalismo globalizado.
Y ha contestado: ”No estamos ante la batalla entre la religión y el
capitalismo. Todo lo contrario: religión y capitalismo se sustentan mutuamente,
se legitiman y perviven ayudándose entre ambos. La batalla decisiva es la que
se ha desencadenado entre lo humano y lo inhumano, entre felicidad y el
sufrimiento. Ahí, en eso justamente, es en lo que se va a decidir el futuro de
la humanidad. Y el futuro del cristianismo. Lo que nos hace felices es lo que
nos hace verdaderamente humanos.” Para eso vino Cristo.
Juan Leiva
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