De vez en cuando suelo recoger y
contemplar detenidamente en la palma de mi mano un puñado de esa tierra oscura
que pisamos y de la que estamos hechos. Me llama la atención, sobre todo, que
el terrón más pequeño de ese barro sea bastante más complicado que todas las
fórmulas algebraicas y más complejo que todas las tesis filosóficas. ¿Te has
fijado cómo las ciencias -la Química, la Física, la Fisiología o la Biología-
no son capaces de explicar plenamente el interior de las cosas, y cómo ni
siquiera la Psicología nos da cuenta de la intimidad profunda del hombre o de
la mujer? Y es que incluso nuestros comportamientos rutinarios encierran alguna
zona de misterio e, incluso, nuestras verdades evidentes ocultan siempre
algunos secretos indescifrables.
Si la ciencia es insuficiente para
descifrar todos los secretos de la naturaleza, mucho menos es capaz de
interpretar las razones de los comportamientos humanos. Aunque es
psicológicamente explicable y éticamente comprensible que realicemos un
permanente esfuerzo por racionalizar nuestros comportamientos, hemos de
reconocer también que, en muchos casos, esos intentos nos resultan
completamente inútiles.
Todos tenemos experiencias de la
ineficacia de los razonamientos lógicos para explicar el fondo de nuestras
decisiones y todos tenemos pruebas de lo difícil que es lograr que los demás se
pongan en nuestra situación. Por eso opino que pretender que los demás -los
padres o los hijos, los alumnos o los profesores, el marido o la mujer, los
escritores o los lectores- nos entiendan racionalmente es un objetivo
insuficiente e inútil; deberíamos intentar que, además, nos comprendan y, para
ello, es necesario que nos acerquemos mutuamente y que –con confianza, con
generosidad, con humildad y con amor- apliquemos el calor de los sentimientos.
Pienso que no nos deberíamos preocupar demasiado por razonar y por justificar
nuestros comportamientos y sí por abrirnos sin temor a los demás.
José Antonio Hernández Guerrero
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