Confieso que, a pesar de conocer el delicado estado de salud y que,
aunque sabía que la edad era ya muy avanzada, la noticia del fallecimiento de don
Enrique Villegas me ha impresionado hondamente. A partir de ahora -en unos
momentos en los que, a veces, alardeamos de mal gusto, de ordinariez y de
vulgaridad- echaremos de menos el lenitivo reconfortante de sus composiciones
–sorprendentes, lúcidas y valientes- de este maestro de la “copla carnavalesca”.
Y es que don Enrique, uno de los críticos
más agudos de nuestro Carnaval, estaba dotado de una singular habilidad para
explicar de manera clara y para transmitir de forma sencilla sus comentarios
sobre muchos de los episodios de muestra vida gaditana: era un certero observador
de la cotidianidad que, con
su gracia clásica y con su sencillez encantadora, arrancaba nuestros
mejores sentimientos de benevolencia. Era un artista que, con su ingenio, azotaba
las injusticias y, con su finura intelectual, redimía a la comparsa de su
mediocridad.
Don Enrique -maestro del humor, artista dotado de exquisita sensibilidad
y de inaudita riqueza de registros- era un autor que ilustraba los episodios cotidianos
mediante pintorescas anécdotas. Poseía un extraordinario sentido de la realidad
unido a una desbocada imaginación. Su coplas estaban impulsadas por la explicita
finalidad de descifrar, de comprender y de captar el sentido de nuestras
actitudes contradictorias y el significado de nuestros comportamientos más
característicos. Pero hemos de tener en cuenta que la sonrisa y los sentimientos que nos
provocaban sus letras no eran unas incitaciones frívolas para que olvidáramos
los problemas sino que, por el contrario, constituían unas invitaciones amables
para que sintonizáramos con su desacuerdo con una realidad dolorosa o injusta: no
eran reacciones blandas de aceptación pasiva y desesperanzada, sino la
expresión, delicada y comprometida, de solidaridad. Esa sonrisa y esas emociones podían
–deberían- ser dos maneras diferentes y complementarias de abordar, de entender
y de vivir los sucesos, de acercarnos para comprenderlos y para vivirlos desde
el fondo de nuestras entrañas, desde nuestras fibras más íntimas. Don Enrique
era un sabio que estaba dotado de un exquisito paladar para distinguir los
gustos, los sabores y los olores de las gentes sencillas, y para descubrir la
vanidad, la hinchazón y la desnudez de los personajes importantes. Que descanse
en paz.
José Antonio Hernández Guerrero
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