Aunque parezca un simple juego literario, todos sabemos que es posible
andar por la vida sin vivir. Todos conocemos a seres humanos que transitan por
nuestras calles como si fueran muertos vivientes o vivos murientes. Las almas
en pena no son creaciones de poetas o alucinaciones de amargas pesadillas, sino
individuos reales que ensombrecen el horizonte, enfrían el ambiente y apenan el
ánimo del vecindario. ¿Os habéis fijado cómo algunos, afligidos, disfrutan
contando penas, narrando miserias y lamentado desgracias? ¡Por favor! No tratéis
de consolarlos porque se sentirían ofendidos. El dolor, el sufrimiento y la
angustia constituyen para ellos el ecosistema que, paradójicamente, los
sostiene y los alimenta. Sin amarguras o sin tormentos, perderían los
alicientes que los mantienen vivos-muertos y se difuminarían los estímulos que
dan sentido a sus muertes-vidas.
Otros mortales, por el contrario, son todo juventud y vida, e, incluso,
cuando fallecen, se despiden de nosotros sin haber llegado a envejecer. Todos
conocemos a seres privilegiados que, tras prolongadas y dolorosas enfermedades,
no son capaces de frenar su dinamismo juvenil; y no faltan quienes, postrados
en el lecho, soportan durante larguísimos años agudos padecimientos sin que se
les apague el entusiasmo vital. Mueren llenos aún de ganas de vivir y de hacer
cosas: de seguir aprendiendo, de ser útiles a los demás. Se despiden de todos
nosotros mostrando sus anhelos de que sigamos contando con ellos, con su tiempo
y con sus experiencias que ofrecen sin esperar nada a cambio.
En mi opinión, el
deporte, además de ser una estimulante terapia que fortalece el cuerpo y
rejuvenece el espíritu, constituye una expresiva metáfora de la vida porque
sirve para explicar el talante con el que debemos asumir los dolores. Hemos de
ser como los deportistas que están perfectamente entrenados para perder y para
ganar; hemos de sentirnos empujados por una voluntad de hierro; hemos de seguir
corriendo con entusiasmo y con un afán constante de superación; hemos de ser
esforzados y, en ocasiones, intrépidos, sin darnos nunca por vencidos.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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