Mis
recuerdos del Convento se han ido diluyendo con el tiempo. Estuve poco tiempo
allí, pero recuerdo que fui muy feliz, aunque no me gustaba la leche en polvo,
que intercambiaba con mi hermano Manolo por media pastilla de su chocolate.
Apenas me quedan las correrías por
el patio, mi habilidad para jugar al trompo y, sobre todo, para ganarle alguno
que otro a Juanito Caballero, nuestro “Maestro”, (un jugador enterraba un
trompo en la tierra y con la cuerda, tomándola como eje, trazaba una
circunferencia. Tirábamos a desenterrarlo y sacarlo del círculo. El que lo
sacaba, para él, y el trompo que se quedaba dentro del círculo, para el que
había enterrado el suyo). Recuerdo como aprendí a jugar al ajedrez (en una
festividad de Reyes me regalaron un ajedrez, con el tablero de cartón, supongo
que porque era el juguete más barato, no por intelectual. Cada mañana, en el
recreo, en una de las aulas del patio, la de frente a la puerta de entrada, se
jugaba al ajedrez por los alumnos más pacíficos, o más aplicados, que ya no
recuerdo tanto, y yo observaba como se movían las fichas. Cada día aprendía el
movimiento de una y, luego, se la enseñaba a mi padre. Llegamos a jugar
medianamente). Y recuerdo a Don Fernando, lo recuerdo muy a menudo. Aún sigue
en mi memoria, después de tantos años.
Un día alguien llamó a la puerta de
nuestra aula. D. Fernando dijo eso de: “¡Pase!”, y entró una jovencita,
rechonchita, que se presentó como una nueva maestra. Todos a una nos
levantamos. La muchacha estaba un poco azorada y, después de indicarnos que nos
sentáramos, tendió la mano a D. Fernando. Éste, muy cortésmente, rechazó la
mano de la joven, so pretexto de tenerla manchada de tiza, lo cual, dicho sea
de paso, era verdad. Ella insistió en estrechar la mano del Sr. Director. Don
Fernando sacó un pañuelo de su bolsillo y se limpió pulcramente. Luego estrechó
la mano de aquella joven. Intercambiaron unas palabras, quedaron para unos
pocos minutos después, cuando fuese la hora del recreo, en su despacho y,
después de nueva levantada de todos los alumnos, salió la que, pocos años más
tarde se convertiría en la esposa del Director.
Don Fernando empezó, entonces, una
clase de urbanidad con una sencilla pregunta: “¿Habéis visto lo que ha
ocurrido?” A nadie se le pasó por la cabeza decir nada, no adivinábamos el
pensamiento del profesor. “Ella me ha saludado, dándome la mano, y yo me he
disculpado. Sólo se la he estrechado cuando ha insistido. Tenéis que aprender
esto: cuando se saluda a una mujer es ésta la que siempre lleva la iniciativa.
Sólo estrecháis su mano si os la ofrece. Le dais un beso si ella es la que os
da un beso. Y si solamente os saluda de palabra, vosotros sonreís y devolvéis
el saludo de palabra. Recordarlo siempre: cuando se saluda a una mujer es ésta
la que, siempre, lleva la iniciativa, la que decide, siempre, como ha de ser
ese saludo, haced lo que ella haga”.
Ni que decir tiene que recuerdo a
Don Fernando diariamente, cada vez que saludo a una señora o, y sobre todo,
cada vez que veo como saludan a las señoras. Pocos conocen ya las que se
denominaban antes “Reglas de Urbanidad”. Algo tan simple como el saludo también
tiene sus fórmulas, desconocidas para muchos. Y, lo que es peor, desconocidas
por casi todas las mujeres.
Y algún otro día relataré el
intercambio con mi hermano Manolo de la leche en polvo por chocolate, que
alguna anécdota curiosa originó.
Francisco
Jiménez Vargas-Machuca
Marbella,
8 de julio de 2004
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