Durante años, en mi entorno, hemos entendido
que algunos evangelios parecían injustos. Así cuando incluye la parábola del
dueño de la viña que fue a contratar trabajadores, y les pagaba lo mismo al que
empezó a las ocho de la mañana, que al que empezó a las doce. ¿Y Marta y María?
Una trabajaba mientras otra escuchaba. O aquel en el que el señor de la
hacienda fue a hacer un largo viaje y entregó sus dineros a sus empleados y
luego les pidió cuentas, y a aquel que lo había guardado para poder entregarlo
a su amo cuando se lo reclamara y sin embargo el amo lo despidió por no haber
sabido invertir su dinero. ¿Y si hubiese invertido y los negocios hubieran ido
mal? También lo hubiera condenado por inepto. El amo nos quiere listos, a su
entero servicio y útiles y rentables. Injusticia extrema. Por último, este
domingo pasado que se leyó la parábola del denominado hijo pródigo, -muchos se
han hecho solidarios, a lo largo de los siglos, con ese lamento del hijo bueno
y fiel al que el padre nunca regaló un ternero para que celebrara una fiesta
con los amigos-, tuvimos, a través del sermón del nuevo párroco de Alcalá de
los Gazules, una visión nueva y novedosa.
Nueva, por cuanto, de inicio, ya calificó de
erróneo lo de “hijo pródigo” y entendía que debía retitularse como “de la
misericordia de Dios padre”. Aquella parábola sólo ponía en evidencia el enorme
amor del padre para con sus hijos, incluso para con el que se fue a dilapidar
su fortuna. Y novedosa porque tacha a ambos hijos de hipócritas e interesados.
El pródigo no estaba arrepentido, sencillamente tenía hambre, estaba harto de
comer algarrobas y, aplicando un razonamiento lógico, había llegado a la
conclusión que los obreros de su padre comían mejor que él. ¿Estaba
arrepentido? Estaba hambriento. Mientras tuvo fortuna que dilapidar ni se
acordó del padre ni mostraba arrepentimiento. Y el hijo mayor sólo había estado
con el padre por su propio interés, esperando un día poder hacerse con toda su
fortuna. Y le molestaba que ahora viniese el “pródigo”, al que él no llama
hermano, sino “tu hijo”, a concurrir con él en la herencia del padre.
Lo que pone de manifiesto la parábola,
concluía, es el enorme amor del padre, la misericordia del padre, que al verlo
venir de lejos ya corre a su encuentro para abrazarlo.
Y la palabra misericordia trataba de
incrustarse en mi pensamiento y en mi corazón, pero obstinadamente me decía que
primero tenía que entenderla. Máxime cuando recordé que nuestro actual Papa
Francisco continuamente habla de ella, incluso ha convocado a un año Santo de
la Misericordia, el "Jubileo Extraordinario
de la Misericordia", que comenzó con la apertura de la Puerta Santa en la
Basílica Vaticana durante la Solemnidad de la Inmaculada Concepción el 8 de
diciembre pasado y concluirá el 20 de noviembre de 2016 con la solemnidad de
Cristo Rey del Universo.
Nuestro Diccionario de la Real Academia de la
Lengua, define así misericordia: 1. f.
Virtud que inclina el ánimo a compadecerse de los sufrimientos y miserias
ajenos. ¿Que tengamos pena de las miserias y sufrimientos ajenos es
misericordia? No lo tenía entendido así. Más bien no sería el compadecerse,
sino el actuar con amor ante esos sufrimientos y miserias de nuestros hermanos,
lo que creía misericordia. Además contiene otros significados y, así, en el
cuarto, añade otro cariz a la palabra: 4.
f. Rel. Atributo de Dios, en cuya virtud perdona los pecados y miserias de sus
criaturas. Esta última acepción, a mi juicio, lo simplifica tanto que le
quita magnificencia.
Me aproximé, entonces, a la palabra
inmisericorde, por entenderlo contrario a misericordia. Nuestro Diccionario de
la R.A.E. lo califica como 1.adj. Dicho de una persona: Que no se compadece de
nadie. Compadecer es sentir lástima o pena por la desgracia o el sufrimiento
ajenos. Lástima es enternecimiento y compasión excitados por los males de
alguien. Y pena: Sentimiento grande de tristeza.
Los fariseos mostraron una actitud
inmisericorde hacia otros, por lo que Jesús los reprendió, diciendo: “Vayan, pues, y aprendan lo que esto significa:
‘Quiero misericordia, y no sacrificio’”. (Mt 9:10-13; 12:1-7) Él colocó la
misericordia entre los asuntos de más peso de la Ley. (Mt 23:23.)
Hasta aquí solo he sacado en claro que
misericordia pudiera significar que nos compadezcamos de los males y
sufrimientos ajenos, que tengamos pena de ellos. ¿Y nada más? Me parece que
cualquier persona, cuando estamos ante el televisor y vemos una tragedia en el
mar, en las guerras, en hospitales de niños bombardeados, personas muertas bajo
los escombros de edificios destruidos por movimientos de tierra o por tsunamis,
sienten pena, tristeza, compasión por el mal del que estamos siendo sólo
testigos ni siquiera presenciales. ¿Somos misericordiosos, entonces? Mi
respuesta sigue siendo que no debe ser sólo eso.
Acudí a los Libros Sagrados para encontrar más
luz. Y así, de acuerdo al Nuevo Diccionario Ilustrado de la Biblia, editado por
Thomas Nelson, la misericordia es el
aspecto compasivo del amor hacia el ser que está en desgracia o que por su
condición espiritual no merece ningún favor. La buena noticia es que la Biblia
destaca la misericordia de Dios como una disposición suya que beneficia al
hombre pecador y claramente estipula que tenemos salvación por su misericordia.
(Efesios 2:1-5).
¿Y qué debe ser para nosotros los hombres la
misericordia? Su etimología no deja lugar a dudas, del latín misere (miseria,
necesidad), cor, cordis (corazón) e ia (hacia los demás); debemos tener un
corazón solidario con aquellos que tienen necesidad: Cuando des de tu pan al hambriento y sacies el alma indigente, brillará
tu luz en la oscuridad, y tus tinieblas serán cual mediodía (Isaias 58).
Empezamos a encontrar un poco de luz. La misericordia nos exige actuar en un
sentido determinado de ayuda al hermano que padece miserias, que sufre, que
está necesitado. Que nos impulsa a ayudarles o aliviarles; en determinadas
ocasiones, es la virtud que impulsa a ser benévolo en el juicio o castigo. Bendito sea el Dios y Padre de nuestro
Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual
nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros
consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación
con que nosotros somos consolados por Dios. (2 Cor 1:3-4). Es claro que, de acuerdo al versículo 4, la
misericordia no es exclusiva de Dios. Nosotros también podemos mostrarla a
aquellos que están en problemas. En su ministerio público Jesús mostró
misericordia para con los enfermos, los necesitados y los desprovistos de
atención espiritual: Recorría Jesús todas
las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el
evangelio del reino, y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo.
(Mat 9:35).
Y así nos lo refirió el evangelista: (Mateo
25:31-46), Venid, benditos de mi Padre,
heredad el reino preparado para vosotros desde la fundación del mundo. Porque
tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui
forastero, y me recogisteis; estuve desnudo, y me cubristeis; enfermo, y me
visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a mí. Entonces los justos le responderán
diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te sustentamos, o sediento, y te
dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos forastero, y te recogimos, o desnudo, y te
cubrimos? ¿O cuándo te vimos enfermo, o en la cárcel, y vinimos a ti? Y
respondiendo el Rey, les dirá: De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a
uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis.
Dios no ve ni se da por enterado a
manifestaciones religiosas externas. Es la gran tragedia del pueblo cristiano.
Por eso es necesario hacer ver que es preciso acompañar estas formalidades
religiosas externas de disposiciones morales internas, las cuales, en
definitiva, te incitaran a ejercitar la misericordia como un hacer hacia el
hermano que sufre, como un comportamiento de comunión entre manifestación y
creencia. Jesús dijo: “Felices son los
misericordiosos, puesto que a ellos se les mostrará misericordia”. (Mt 5:7.)
Tradicionalmente, la religión cristiana ha
enseñado la necesidad, imitando la misericordia divina, de llevar a cabo esta
actitud tanto espiritual como materialmente. Por ello, el Catecismo refiere esa
imitación cuando define las obras de misericordia como aquellas acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro
prójimo en sus necesidades corporales y espirituales (cf Is 58, 6-7: Hb 13,
3). Acordaos de los presos, como si
estuvierais presos juntamente con ellos; y de los maltratados, como si vosotros
estuvierais en su mismo cuerpo (Hebreros 13.3).
Y nuestro catecismo también distingue entre
las que denomina obras de misericordia espirituales (Instruir, aconsejar, corregir, consolar, confortar, rogar a Dios por
los vivos y los difuntos, son obras de misericordia espirituales, como también
lo son perdonar y sufrir con paciencia), de las obras de misericordia corporales
(dar de comer al hambriento, dar de beber
al sediento, dar techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los
enfermos y a los presos, enterrar a los muertos (Mt 25, 31-46). Entre estas
obras, la limosna hecha a los pobres (Tb 4,5-11; Si 17, 22) es uno de los
principales testimonios de la caridad fraterna: es también una práctica de
justicia que agrada a Dios (Mt 6, 2-4). Por resumirlo de una manera sencilla y simple,
la misericordia es la disposición a compadecerse de los trabajos y miserias
ajenas. Se manifiesta en amabilidad, asistencia al necesitado, especialmente en
el perdón y la reconciliación. Es más que un sentimiento de simpatía, es una
práctica. Es una manifestación del amor hecho celebración.
Y en el Supremo Juicio, Dios sólo nos hará una
pregunta: ¿Cuánto amaste a tus hermanos? ¿Cuánto fuiste misericordioso con ellos?
¿Cuánto los perdonaste? Entonces Pedro se
acercó y le dijo: -Señor, ¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano las
ofensas que me haga? ¿Cuántas veces pecará mi hermano contra mí y yo le
perdonaré? ¿Hasta siete veces? Jesús le dijo: -No te digo hasta siete, sino
hasta setenta veces siete. (Mateo 18:21)
Termino con unas bellísimas palabra del Papa
Francisco “Qué hermosa es esta realidad
de fe para nuestra vida: la misericordia de Dios. Un amor tan grande, tan
profundo el que Dios nos tiene, un amor que no decae, que siempre aferra
nuestra mano y nos sostiene, nos levanta, nos guía”
"El
estilo de Dios no es impaciente como nosotros, que frecuentemente queremos todo
y enseguida, también con las personas. Dios es paciente con nosotros porque nos
ama, y quien ama comprende, espera, da confianza, no abandona, no corta los
puentes, sabe perdonar”. Él nunca se
cansa de perdonar, pero nosotros a veces nos cansamos de pedir perdón"
“Qué
hermosa es esta mirada de Jesús –cuánta ternura –. Hermanos y hermanas, no
perdamos nunca la confianza en la paciente misericordia de Dios”.
“Dios
nos espera siempre, aun cuando nos hayamos alejado. Él no está nunca lejos, y
si volvemos a Él, está preparado para abrazarnos”.
Francisco
Jiménez Vargas-Machuca
Marbella
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