La
muerte, un tema permanente desde Platón durante toda la historia de la
Filosofía, constituye también un asunto literario, sobre todo, desde que los
poetas barrocos Calderón y Quevedo, con sus potentes imágenes, pusieron de
manifiesto el carácter efímero y frágil de la vida y la naturaleza caduca de
los bienes terrenos. Carlos Murciano afirma que “dar la espalda a la muerte es
morir más”. El filósofo vienés, Ludwig Wittgenstein, en un par de anotaciones
de su Diario Secreto, tras confesar
que siente cierta fascinación por la muerte, se lamenta de que, en la vida
presente, no existe lugar para pensar en ella. Es posible que esta valoración
–junto a motivaciones morales- le impulsara para que, a pesar de haber sido
declarado inútil por problemas de salud, se alistara como voluntario en el
ejército austriaco en la Primera Guerra Mundial.
Nosotros,
sin necesidad de recurrir a elucubraciones filosóficas, sabemos que nuestra
existencia humana -ese entramado de recuerdos, de episodios y de deseos- es una
ineludible convivencia con las muertes de los que nos han dejado la dolorosa
huella de su ausencia y con el anticipo –más o menos consciente- de nuestra
propia muerte.
Por
mucho nos hagamos los despistados, la muerte es nuestro acompañante más fiel
desde el instante del nacimiento. Hemos de reconocer, además, que, de la misma
manera que los sufrimientos que acarrea pueden ser agravados por una inadecuada
preparación, también, pueden ser suavizados por una oportuna preparación y por
una correcta ayuda: igual que la zigzagueante ruta de la vida, el trance de la muerte puede ser
bueno, malo y horroroso.
Es
sorprendente, sin embargo, la coincidencia con la que, en la actualidad, desde
sus respectivas perspectivas determinadas por sus diferentes intereses, los
reclamos sociales y las propuestas culturales están logrando que,
autoengañados, nos olvidemos totalmente de este ineludible y “vital” episodio.
El hecho cierto es que los pensadores, los periodistas, los educadores, los
médicos y hasta algunos sacerdotes consideran este asunto como tabú. Por poco que
reflexionemos, podemos advertir cómo progresivamente el valor de la muerte está
perdiendo vigencia en su relación con las actividades diarias: no tenemos en
cuenta que es un componente esencial de la vida e, incluso, un factor que puede
ayudar para que, aunque no prolonguemos nuestro tiempo, sí intensifiquemos la
conciencia de nuestra existencia.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
0 comentarios:
Publicar un comentario