Disfrutar es una de las aspiraciones universales más
ansiadas y, al mismo, más difíciles de satisfacer. Depende, en gran medida, de
que las situaciones en las que nos encontremos sean favorables y, sobre todo,
de que nuestras propias disposiciones personales sean las adecuadas. Por eso,
en estos primeros días del verano os deseo
que aprovechéis esas condiciones ambientales que ayudan a lograr la felicidad
como, por ejemplo, el ocio, la salud, el descanso, la diversión, el paseo, la
lectura, el juego y la paz.
De manera más o menos consciente la aspiración al disfrute
forma parte de todos los demás objetivos personales o solidarios que nos
proponemos. Es posible que los prejuicios contra el disfrute sensorial y, sobre
todo, contra el goce sensual estén determinados por aquella interpretación
errónea de la ascética cristiana ampliamente predicada durante los tres últimos
siglos –y mucho más en la Edad Media- o, quizás, por una reacción generalizada ante
la ubicua y agresiva publicidad consumista actual, pero el hecho cierto es que,
en algunos ambientes –sobre todo religiosos-, existe una seria resistencia a
valorar positivamente el disfrute de los sentidos. Quizás por eso, cuando nos
referimos a la sensibilidad, solemos definirla como una facultad despojada de
sus sustanciales dimensiones corporales.
A veces, cuando reflexionamos sobre el bienestar humano,
nos olvidamos de que las resonancias corporales son esenciales e inevitables en
los diferentes ámbitos estéticos e, incluso, morales. No siempre caemos en la
cuenta de que, por muy íntimo que sea el disfrute y por muy espiritual que sea
el goce, siempre están compuestos de un significante material y de significado
mental, de una forma corporal y de un fondo conceptual, emotivo e imaginario:
hasta las melodías más sublimes y los cuadros más nobles están ejecutados con
sonidos y con colores que impresionan nuestros oídos y nuestra vista. Por eso,
si pretendemos pasar lo mejor posible la vida, a pesar de sus inevitables
amarguras, deberíamos esforzarnos para educar nuestros sentidos –todos los
sentidos- con el fin de disfrutar más con las cosas sintiéndolas, palpándolas, saboreándolas
y degustándolas.
Hemos de partir del supuesto de que la belleza y el bienestar
residen, todavía más que en las cosas y en los episodios, en nosotros mismos,
en nuestra manera de contemplarlas y de digerirlas. Permitidme –queridos
amigos- que os haga una confidencia: los días que salgo a la calle dispuesto a
ver cosas bonitas, las encuentro por todos los lados: incluso en algunas
personas menos favorecidas descubro diversos detalles que me hacen disfrutar.
Cuando, por el contrario, me encuentro en esos días en los que experimento
cierto desánimo, tengo la impresión de que la bruma difumina los perfiles de
los transeúntes y se oscurece el horizonte del paisaje: me parece que todo es un
poco más feo, más triste y más desangelado.
Estas consideraciones adquieren relevancia –como es sabido-
cuando nos referimos, por ejemplo, a las manifestaciones amorosas o a las
expresiones estéticas. Tanto cuando amamos como cuando creamos obras bellas, lo
hacemos con el cuerpo y con el espíritu: con la vista, con el oído, con el
olfato, con el gusto y con el tacto, y, también, con la imaginación, con la
esperanza, con el temor y con el amor. ¡Que disfrutéis amigos!
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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