Estoy sorprendido por las interesantes preguntas que
me han formulado y por las sugerentes cuestiones que los lectores me han
apuntado al hilo de las ideas vertidas en el artículo sobre el bienestar. Como
es natural, muchas de las opiniones no coinciden con mis planteamientos, de la
misma manera que las experiencias en las que aquéllas se apoyan son diferentes
e, incluso, opuestas a las mías. No caeré en la pretensión -errónea e inútil-
de defender con argumentos una convicción basada, como ya indiqué, en mi
experiencia personal sólo válida para mí y para aquellos que la hayan vivido de
manera análoga.
Aprovecho, sin embargo, la oportunidad para aclarar
algunas confusiones que en varios
comentarios sobre los obstáculos al bienestar se repiten en los mails que he recibido. Hemos de
reconocer, en primer lugar, que el malestar causado por las enfermedades, por los
dolores y por los sufrimientos -realidades humanas estrechamente relacionadas
entre sí- nos son manifestaciones idénticas.
El malestar generado por las enfermedades, que son
afecciones comunes a todos los seres vivientes -a las plantas, a los animales y
a los humanos- son unos avisos que, amenazadores, nos anuncian la muerte; son
las advertencias que, insistentes, nos recuerdan que somos débiles frente a la
fuerza agresora de la naturaleza, y son unos síntomas que, claramente, nos
revelan que llevamos encerrados en el interior de nuestras entrañas los enemigos
de nuestra propia supervivencia. Los dolores los padecemos todos y sólo los seres
animados –no las plantas- constituyen llamadas de atención de mal
funcionamiento de las piezas de nuestro complejo organismo; son las alertas que
se encienden para comunicar el fallo de algún órgano; son las señales que nos comunican
que algún mecanismo corporal está estropeado.
Los sufrimientos, en el sentido estricto, son
propiedades peculiares de los seres humanos; son ambivalentes prerrogativas que
nos distinguen de los demás vivientes; son las resonancias negativas, los ecos
profundos –racionales e irracionales- de los dolores físicos, de las agresiones
psicológicas o de los ataques morales: los dolores atacan el cuerpo y los
sufrimientos hieren el alma. El sufrimiento
es una operación de la mente que interpreta el dolor y mide sus dimensiones; es
una reacción de la conciencia a los estímulos desagradables; es una respuesta
humana en la que interviene de manera directa la inteligencia, la imaginación
y, sobre todo, la emotividad. Pero el sufrimiento es, además, una de las vías
más seguras y más directas para penetrar en el fondo secreto de las realidades
humanas, una clave segura para conocer el sentido profundo de los sucesos.
Baudelaire, con vigor, entusiasmo y hondura, nos dice que la verdad reside en
el sufrimiento, en el dolor que es la nobleza más ilustre: la única
aristocracia de este mundo, que completa y humaniza turbadoramente la visión de
las cosas.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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