Aunque la historia de la
humanidad y la experiencia personal de muchos de nosotros parecen confirmar lo
contrario, en mi opinión -como ya adelanté hace varias semanas-, el tiempo es
un factor más importante que el espacio para el logro de nuestro bienestar
humano. La cantidad, la calidad y el ritmo del tiempo determinan, en gran
medida, el nivel de felicidad posible y el grado de satisfacción personal.
Pero, ¿cómo -me pregunta Juan- podemos ganar tiempo? Opino que la mejor manera
de gastar el tiempo es comprando tiempo.
El Estado, las empresas y los
clientes adquieren nuestro tiempo a cambio de dinero con el que la mayoría
compramos independencia, espacios y objetos; pero no siempre ni todos
advertimos que el mayor bien que podemos adquirir es el tiempo -el tiempo libre
para dedicarlo a nosotros mismos o para donarlo a los demás, para pensar, para
conversar, para escribir, para descansar, para disfrutar o para soñar-. El
tiempo libre vale más que, por ejemplo, un campito en Chiclana, un nuevo
automóvil o un televisor panorámico.
Es cierto que las estadísticas
nos dicen que las mujeres están ocupando progresivamente mayores espacios
públicos -laborales, políticos, culturales, artísticos y sindicales-, pero
también es verdad que, en la mayoría de los casos, por el hecho de que, además,
se encargan de las labores domésticas, del cuidado en exclusiva de los niños y
de la atención a los enfermos y a los ancianos, el tiempo -su tiempo- se está reduciendo
de forma peligrosa.
La solución de este problema
grave radica en el nuevo reparto de las tareas y en la redistribución de las
funciones domésticas. Mientras que los hombres no adquiramos plena conciencia
de que el cuidado y el mantenimiento de los espacios domésticos y de las tareas
familiares han de ser repartidos, el solo hecho de la irrupción femenina en el
mercado laboral -aunque abra una vía de integración social y de liberación
personal, aunque suponga un avance cualitativo- no garantiza por sí solo la
igualdad real con los hombres. No hay dudas de que, para favorecer un mayor
equilibrio entre las ocupaciones de los hombres y de las mujeres, se tendrá que
avanzar considerablemente en la regulación de los horarios de trabajo e,
incluso, en la redefinición de la productividad, pero, posiblemente, el escollo
más difícil de sortear es el de la mentalidad de la mayoría de los hombres y,
también, el del pensamiento de muchas mujeres sobre sus respectivos y
tradicionales papeles en la familia y en la sociedad. Es necesario que, ante el
actual panorama de “parejas biactivas”, se produzca un efectivo reparto de
tareas y una nueva conciliación de deberes entre cada uno de los miembros de la
unidad familiar.
Como afirma María Dolores Ramos
Palomo, Catedrática de Historia Contemporánea de la Universidad de Málaga: “una
persona que no es dueña de su tiempo, difícilmente puede ser dueña de su vida”.
Me permito recomendarles el libro titulado “El tiempo de las mujeres”, cuya
autora, Dominique Méda, dirige en la actualidad el gabinete de investigación
del Ministerio de Trabajo francés. La editorial Narcea ha publicado una cuidada
traducción.
José Antonio Hernández
Guerrero
Catedrático de Teoría
de la Literatura
Universidad de Cádiz
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