jueves, 27 de abril de 2017

EL MISTERIO HUMANO

             
De vez en cuando suelo recoger y contemplar detenidamente en la palma de mi mano un puñado de esa tierra oscura que pisamos y de la que estamos hechos. Me llama la atención, sobre todo, que el terrón más pequeño de ese barro sea bastante más complica­do que todas las fórmulas algebraicas y más complejo que todas las tesis filosófi­cas. ¿Te has fijado cómo las ciencias -la Química, la Física, la Fisiolo­gía- no son capaces de explicar plenamente el interior de las cosas, y cómo ni siquiera la Psicología nos da cuenta de la intimidad profunda del hombre o de la mujer? Como tú repites -querida Carmita- “todos nuestros comportamientos rutinarios encierran alguna zona de misterio e, incluso, nuestras verdades evidentes ocultan siempre algunos secretos indescifrables”.

Si la ciencia es insuficiente para descifrar todos los secretos de la naturaleza, mucho menos es capaz de interpretar las razones de los comportamientos humanos. Aunque es psicológicamente explicable y éticamente comprensible que realicemos un permanente esfuerzo por racionalizar nuestros comportamientos, hemos de reconocer también que, en muchos casos, ese intento nos resulta completamente inútil.

Todos tenemos experiencia de la ineficacia de los razonamientos lógicos para explicar el fondo de nuestras decisiones y todos tenemos pruebas de lo difícil que es lograr que los demás se pongan en nuestra situación. Por eso opino que pretender que los demás -los padres o los hijos, los alumnos o los profesores, el marido o la mujer- nos entiendan racionalmen­te es un objetivo insuficiente e inútil; deberíamos intentar que, además, nos comprendan y, para ello, es necesario que nos acerquemos mutuamente y que apliquemos el calor de las sensaciones espontáneas y de los sentimientos profundos. Pienso que no nos deberíamos preocupar demasiado por razonar y por justifica­r nuestros comporta­mientos.

Algunas veces, las gentes sencillas, las que no son intelectuales, ni científicos, ni políticos, ni artistas: las que carecen de los conocimientos especializados de la Psicología o de Neurología, saben ver mejor por dentro porque poseen una perspectiva más inmediata y, sobre todo, más vital. Con sus miradas directas descubren que no existen esas contradicciones que, de manera permanente, los avinagrados críticos denuncian. El empleo del recurso fácil al sarcasmo, para zaherir permanentemente de manera inmisericorde a los que no son de nuestra cuerda, revela, más que el talento literario, el talante psicológico y la dimensión moral del autor amargado.

Como todos sabemos, las reflexiones son, frecuentemente, "raciona­liza­cio­nes", meras justifica­ciones de conductas -quizás- injustifi­ca­bles o explica­cio­nes inútiles de palpables contradic­ciones. Aunque es cierto que la mente es nuestra más eficaz arma de protección -y, por eso, siempre­ que pensamos, tratamos de defendernos- en mi opinión, nos debería ocupar  también en indagar, comprender y explicar esas raíces profundas de nuestros comporta­mientos cuya coherencia es tan real como oscura. Hay que ver lo fácil que es la crítica y lo difícil que es la comprensión.



José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura

Universidad de Cádiz

AUREA MEDIOCRITAS


                                                     
Tras leer detenidamente algunos comentarios que he recibido, he llegado a la conclusión de que, en el artículo anterior titulado “La mediocracia”,  no me expliqué con suficiente claridad.  Por eso me permito insistir en que mi crítica a la entrega pasiva a la televisión -al imperio de la “mediocracia”- pretendió ser, justamente, una defensa de una manera sencilla y natural de vivir la vida humana. La denuncia de “esa amplia masa de adictos televidentes que alimentan su débil imaginación y llenan su vacío pensamiento con los productos más insustanciales que les proporciona la ya no tan pequeña pantalla” quiso ser una reivindicación de algunos valores muy nuestros que, en estos días, están en peligro. Me refiero a esos comportamientos orientados en el sentido inverso al camino que nos traza la publicidad: hacia ese mundo masificado, mecanicista, agresor de la naturaleza y lleno de tensiones bélicas; hacia esas metas opuestas a nuestra cultura del sur, a nuestra manera meridional de entender la vida.

Tiene razón el filósofo Alfonso Guerrero cuando afirma que no podemos descalificar la mediocridad de una manera absoluta; que no podemos menospreciar la aspiración a una existencia serena, apacible y tranquila, ni desestimar el deseo de una vida alejada de la convulsión febril, de los conflictos paroxísticos; que no podemos censurar el proyecto de una vida sobria, dedicada al ocio fecundo, alejada de las inextinguibles ambiciones, retirada de la agitación nerviosa y apartada de la luchas feroces por el poder. 

Yo también apuesto por esa mediocridad calificada de dorada -"aurea mediocritas"- que, desde que la proclamó Horacio, ha sido celebrada por los poetas y ha constituido, para muchos, una fuente de bienestar íntimo y de felicidad honda.

Aunque a veces los critiquemos, en el fondo anhelamos seguir el ejemplo de tantos paisanos nuestros que prefieren ganar menos dinero y disfrutar tranquilamente del tiempo. Probablemente sin saberlo, están imitando a Horacio cuando rehusó el cargo de secretario de Augusto para permanecer en el campo y defender allí su tranquilidad y su ocio sin molestar a nadie en provecho del cultivo de sus letras y de su filosofía, para dedicarse a sus poemas, (“Dichoso aquel que de pleitos alejado…”), a esos versos que sirvieron de inspiración a Garcilaso en la “Flor de Gnido” y a Fray Luis de León en su “Oda a la vida retirada” que comienza con estas palabras: “Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruido / y sigue la escondida / senda por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido”.

¿Qué nos importa que quien acaricia el anhelo de paz o que quien valora el goce de la soledad en el retiro de la naturaleza, el disfrute de la serenidad (epicúrea y estoica) y su amor a la dorada medianía, no haya bebido directamente en la fuente clásica de Horacio? Creo que deberíamos hacer una relectura de los vicios morales y reinterpretarlos desde la perspectiva del bienestar físico y mental. Si fuéramos menos ambiciosos, probablemente se nos reduciría el riesgo de padecer un infarto y nos bajaría el nivel de estrés y de colesterol.


José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura

Universidad de Cádiz

lunes, 24 de abril de 2017

FOTOS DE SAN JORGE 2017 - LUNES 24 DE ABRIL DE 2017












































FOTOS DE SAN JORGE 2017 - DOMINGO 23 DE ABRIL DE 2017






























































































El tiempo que hará...