Confieso que la palabra no es mía. Creo que la
leí hace ya más de dos años en el periódico francés L'Express en un
reportaje sobre la nueva sociedad francesa titulado “El triunfo de la mediocracia”.
Se refería, como podrán suponer, a esa amplia masa de adictos televidentes que,
pasivamente, alimentan su débil imaginación y llenan su vacío pensamiento con
los productos más insustanciales que les proporciona la ya no tan pequeña
pantalla.
Pero hemos de tener claro que esta “mediocracia”
no está integrada sólo por ciudadanos de una determinada edad, de escaso nivel
cultural o pertenecientes a un sector social o económico, sino que su malla se
extiende por todos los ámbitos de la vida de nuestras ciudades y por todos los
barrios de nuestros pueblos. Se caracteriza por padecer una pereza intelectual
y por carecer del sentido crítico. Es esa comunidad que se reúne pasiva y
plácidamente ante el televisor para, por ejemplo, “consentir” -reírse o llorar-
con las efímeras sensaciones y con los cambiantes sentimientos de los “actores”
de Acacias 38, del Gran
Hermano o de aquella Isla de los famosos.
¿Para qué complicarnos la vida -dicen algunos-
escuchando los problemas internacionales de la guerra, los azotes del hambre,
los golpes del terrorismo, las agresiones a la ecología, o informándonos sobre
literatura, sobre arte, sobre historia o sobre los trastornos étnicos? La
mediocracia, producto de la mediocridad cultural, se contenta con ese caldo
tibio, ni caliente ni frío, y se complace con el movimiento suave de las olas
de la banalidad.
Si muchos televidentes tienen bastante con la
desbordante oferta futbolística, otros se conforman con las repetidas historias
de amor o de desamor, y con el frívolo cotilleo de las infidelidades
conyugales. Su defecto no es la trivialidad sino, por el contrario, la
trivialidad es su máxima golosina. En las tramas y subtramas de los personajes nada
ocurre que no sea superficial y gracias a ello la satisfacción resbala y se
reparte por los hogares. El pase de un argumento a otro opera, ante el
espectador, como los hipnóticos pases de moda, donde el tránsito sin
consecuencias se prolonga sin concluir jamás. Pasan las cosas una tras otra sin
que pase nada profundo ni interesante.
La tecnología
punta no suelen tener en cuenta la producción de tanta basura que sustituye las
cosas buenas para aumentar los niveles de saturación -más que de satisfacción-
sólo de una parte de la población y para incrementar y extender la miseria en
otra parte más amplia.
Otra de
las razones más repetidas es la necesidad de mantener la paz haciendo la
guerra. Cambiando el nombre de guerra por el de “intervención humanitaria”, nos
pintan el sueño de una guerra que acabe con la guerra, el mito de Armagedón -la
batalla final entre los poderes del bien y del mal, la visión del león que
reposa junto al cordero. En mi opinión, sin embargo, la única fórmula para
acabar con la guerra es trabajar para disminuir las sangrantes desigualdades,
las flagrantes injusticias y, sobre todo, luchar contra uno mismo y pelear
contra los nuestros para eliminar el ansia de dominio, la voluntad de acumular
poder, la codicia de riqueza, los deseos de grandeza, el odio a los otros, y,
sobre todo, ser constantes en la afanosa tarea de sembrar el respeto mutuo.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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