viernes, 13 de octubre de 2017

FRUSTACIÓN

Admito que la ansiedad que me producen los pregones que anuncian a bombo y platillo los fastos conmemorativos de episodios importantes esté provocada por mi fragilidad psicológica. Pero sostengo que, en gran medida, esa inquietud también se debe a la serena constatación del abismo que suele mediar entre el horizonte de expectativas que esos anuncios nos abren y el pobre panorama que contemplamos tras su celebración. Reconozco que el recuerdo de los sucesos del ayer rescata valores dignos de ser cultivados y que el homenaje a personajes nobles exalta virtudes que estimulan nuestras conductas ciudadanas actuales, pero también tengo en cuenta la frecuencia y la intensidad con la que se aprovechan estos “eventos” como simples proclamas propagandísticas.

Aunque, efectivamente, una de las funciones de los agentes políticos, sociales y religiosos es proponer planes atractivos y elaborar proyectos halagüeños que nos generen expectativas de progreso, nos estimulen ilusiones de crecimiento y nos mantengan esperanzas de una vida más confortable, hemos de reconocer también que es frecuente que los líderes carismáticos, empujados por su afán de entusiasmar, inflen en exceso el globo de los delirios y que, en consecuencia, se les escape al cielo de la fantasía o, incluso, les explote en las propias manos. Todos conocemos el disgusto profundo que generan las promesas incumplidas y el dolor intenso que nos causan los desengaños. El porrazo que sufrimos por la frustración de las expectativas, cuando se descubre su vaciedad o su inconsistencia, es notablemente más agudo que la atonía de una vida sin planes utópicos.
  
Si es mala la apatía en la que caemos cuando carecemos de metas estimulantes, peor es el golpe que genera la frustración, ese sentimiento de fracaso, de desencanto íntimo, de profunda desilusión, de intensa tristeza por no alcanzar un objetivo, por comprobar que los resultados no corresponden a las promesas. Pero, a mi juicio, todavía más descorazonador nos resulta comprobar que esos proyectos en los que habíamos cifrado todas nuestras esperanzas, cuando se hacen realidad, ni sacian los deseos ni resuelven nuestros problemas. El valor de las efemérides estriba en la capacidad de mejorar el presente: el recuerdo de los grandes episodios nos estimulan para que luchando por conseguir nuevas metas reviviéndolos de una manera nueva, mejoremos los niveles culturales, económicos y sociales. Recordar es una manera de actualizar y de revivir los hechos.

Los ciudadanos esperamos, una vez más, que la celebración de los diferentes centenarios que celebramos este año 2017 deje de ser un motivo de discusiones entre los principales partidos políticos y entre las instituciones presididas por ellos. El consenso es el único camino para lograr que, mediante una programación ambiciosa se reúnan todas las fuerzas y se orienten a la solución de los graves problemas endémicos de esta zona; la convocatoria integradora de un proyecto global se ha de dirigir a todas las instituciones públicas y a las empresas privadas Hemos de convencernos de que para resolver los problemas económicos, sociales y culturales, es necesario que, de manera coordinada, colaboremos todos.

La celebración de estos Centenarios ha de servir, al menos, para proporcionar “visibilidad” a nuestros recursos, para consolidar, a partir de ellos, una imagen de marca y una denominación de origen, para que, en última instancia, Cádiz encuentre su sitio en los circuitos nacionales. Sólo de esta manera se favorecerá la afluencia de turismo cultural y será exportable a nuevas franjas del mercado.


José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura

Universidad de Cádiz

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