Admito que la ansiedad
que me producen los pregones que anuncian
a bombo y platillo los fastos conmemorativos de episodios importantes esté
provocada por mi fragilidad psicológica. Pero sostengo que, en gran medida, esa
inquietud también se debe a la serena constatación del abismo que suele mediar
entre el horizonte de expectativas que esos anuncios nos abren y el pobre panorama
que contemplamos tras su celebración. Reconozco que el recuerdo de los sucesos
del ayer rescata valores dignos de ser cultivados y que el homenaje a
personajes nobles exalta virtudes que estimulan nuestras conductas ciudadanas
actuales, pero también tengo en cuenta la frecuencia y la intensidad con la que
se aprovechan estos “eventos” como simples proclamas propagandísticas.
Aunque, efectivamente,
una de las funciones de los agentes políticos, sociales y religiosos es
proponer planes atractivos y elaborar proyectos halagüeños que nos generen
expectativas de progreso, nos estimulen ilusiones de crecimiento y nos
mantengan esperanzas de una vida más confortable, hemos de reconocer también
que es frecuente que los líderes carismáticos, empujados por su afán de
entusiasmar, inflen en exceso el globo de los delirios y que, en consecuencia,
se les escape al cielo de la fantasía o, incluso, les explote en las propias
manos. Todos conocemos el disgusto profundo que generan las promesas
incumplidas y el dolor intenso que nos causan los desengaños. El porrazo que
sufrimos por la frustración de las expectativas, cuando se descubre su vaciedad
o su inconsistencia, es notablemente más agudo que la atonía de una vida sin
planes utópicos.
Si es mala la apatía en
la que caemos cuando carecemos de metas estimulantes, peor es el golpe que
genera la frustración, ese sentimiento de fracaso, de desencanto íntimo, de
profunda desilusión, de intensa tristeza por no alcanzar un objetivo, por
comprobar que los resultados no corresponden a las promesas. Pero, a mi juicio,
todavía más descorazonador nos resulta comprobar que esos proyectos en los que
habíamos cifrado todas nuestras esperanzas, cuando se hacen realidad, ni sacian
los deseos ni resuelven nuestros problemas. El valor de las efemérides estriba
en la capacidad de mejorar el presente: el recuerdo de los grandes episodios
nos estimulan para que luchando por conseguir nuevas metas reviviéndolos de una
manera nueva, mejoremos los niveles culturales, económicos y sociales. Recordar
es una manera de actualizar y de revivir los hechos.
Los ciudadanos
esperamos, una vez más, que la celebración de los diferentes centenarios que
celebramos este año 2017 deje de ser un motivo de discusiones entre los
principales partidos políticos y entre las instituciones presididas por ellos.
El consenso es el único camino para lograr que, mediante una programación
ambiciosa se reúnan todas las fuerzas y se orienten a la solución de los graves
problemas endémicos de esta zona; la convocatoria integradora de un proyecto
global se ha de dirigir a todas las instituciones públicas y a las empresas
privadas Hemos de convencernos de que para resolver los problemas económicos,
sociales y culturales, es necesario que, de manera coordinada, colaboremos todos.
La celebración de estos
Centenarios ha de servir, al menos, para proporcionar “visibilidad” a nuestros
recursos, para consolidar, a partir de ellos, una imagen de marca y una
denominación de origen, para que, en última instancia, Cádiz encuentre su sitio
en los circuitos nacionales. Sólo de esta manera se favorecerá la afluencia de
turismo cultural y será exportable a nuevas franjas del mercado.
José
Antonio Hernández Guerrero
Catedrático
de Teoría de la Literatura
Universidad
de Cádiz
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