El Papa Francisco lo
acaba de formular de manera clara, aguda y precisa: “Si queremos celebrar la
verdadera Navidad, contemplemos este signo: la sencillez frágil de un niño
recién nacido, la dulzura al verlo recostado, la ternura de los pañales que lo
cubren. Allí está Dios”. Y es que, efectivamente, las formas poseen mayor
fuerza persuasiva que los argumentos racionales por muy cartesianos que éstos sean.
Este principio explicado durante más de veintiséis siglos en los tratados de
comunicación solemos olvidarlo los profesionales de la enseñanza, los
periodistas y, sobre todo, los líderes políticos. Nuestras maneras de
transmitir los mensajes ponen de manifiesto que, sobre todo, con la expresión
del rostro, con los gestos de las manos y con los movimientos de los brazos
decimos mucho más que con nuestras palabras, No tenemos en cuenta que, por
ejemplo, cuando calificamos a alguien de “gordo”, de “bonito”, de “abuelo”, de “parienta”
o, incluso, de “hijo puta”, estas palabras pueden sonar a piropos o a injurias,
dependiendo del tono con el que las pronunciemos.
El lenguaje corporal
-el más sincero y directo- es la clave con la que, de manera inconsciente,
interpretamos los significados de las palabras. Por muy buenos discursos que preparemos,
si en la “pronunciación” empleamos un tono irritado, si dirigimos a los oyentes
unas miradas violentas y si hacemos muecas crispadas, las palabras suaves y las
razones convincentes producirán el mismo efecto que, por ejemplo, el impacto de
unas piedras que nos golpean en lo más íntimo de nuestra sensibilidad.
Es una pena que no
caigamos en la cuenta de que, a veces, nuestros discursos suenan como ladridos
de perros asilvestrados que pretenden asustar o, por el contrario, transmiten
la impresión de que somos gatos acobardados que temen ser capturados e,
incluso, parecemos unos lobos que, disfrazados de oveja, pretendemos seducir.
Es cierto que cada uno tiene su voz peculiar, pero también es verdad que, igual
que nos ocurre con la imagen corporal, si aplicamos los cuidados adecuados, podremos
mejorarla y sacarle un asombroso partido. No podemos olvidar que la voz, igual
que la piel, exige que la aseemos, la tonifiquemos y la mimemos, pero sin
olvidar que, como ocurre con la piel, la voz es -más que una envoltura- un
cristal transparente que descubre el fondo íntimo de nuestras conciencias donde
palpitan las emociones, las esperanzas y los temores.
Los
profesionales de la comunicación oral hemos de esforzarnos para lograr que la
tesitura de nuestra voz sea la adecuada y para que el tono corresponda a las
características de nuestras respectivas laringes; pero insisto en que, sobre
todo, hemos de acomodar la modulación de nuestras voces a nuestra personalidad
y, de manera más concreta, a los mensajes que, en un momento determinado,
pretendemos transmitir. En consecuencia, deberíamos estar vigilantes para que el
estrés, las sobrecargas emocionales, los conflictos profesionales o las crisis personales
no nos traicionen; mucho me temo, sin embargo, que, aunque tratemos de
controlarnos, no podremos evitar que se trasluzcan la acidez del odio
reconcentrado, la acritud del resentimiento -quizás, durante mucho tiempo
alimentado-, el veneno de un rencor rancio inútilmente disimulado, la punzada
aguda del orgullo, el frío de la soledad vacía, el temblor del miedo o la
blandura de la hipocresía.
Las
emociones y las pasiones se reflejan de manera directa por la mirada, pero hemos de tener muy presente que
hablamos con todos nuestros sentidos -con los cinco sentidos- y escuchamos,
también, con los sentidos –con los cinco sentidos- y con todas las facultades,
con la memoria, con el entendimiento y con la voluntad; con la mente y con el
corazón. Para pensar, para amar y para hablar necesitamos ver, oír, oler, gustar
y tocar. Escuchar es abrirnos de par en par; es poner en tensión todas nuestras
facultades y poner en funcionamiento todos nuestros sentidos.
La
indignación, efectivamente, en vez de reforzar los argumentos racionales
disminuye el vigor de las razones y, en resumen, quita la razón.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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