Con independencia
de la edad que tengamos -querida amiga, querido amigo-, una reflexión sobre el
tiempo –el mayor capital y el más difícil de administrar- siempre es oportuna. Es
probable que –tú igual que yo-, alguna vez, hayas experimentado la paradoja de
que, cuanto más escaso es, más te cunde, y de que, por el contrario, cuando es más
abundante, te resulta insuficiente para desarrollar los planes que, ilusionado,
habías realizado.
En estos momentos
se me ocurre que, en vez de imaginar esos ambiciosos proyectos que nos dibuja
la publicidad, deberíamos elaborar una breve lista con aquellos pequeños
placeres de la vida, con esos goces que no cuestan dinero y que, a pesar de
estar al alcance de la mano, apenas les prestamos atención. Son esas sencillas
actividades que más nos gratifican como, por ejemplo, leer tranquilamente un
libro que, como si lo leyéramos con todo el cuerpo, nos hace sentir, soñar, pensar
y, sobre todo, nos ayuda a estar con nosotros mismos.
En estos tiempos en
los que las modernas tecnologías de la comunicación han tejido esa tupida red
universal en la que de manera interrumpida todos nos comunicamos con todos -las
páginas webs, los móviles, los chats, los foros y los blogs- es un lujo
suntuoso disfrutar durante un rato de nosotros mismos, recrearnos recortando
trozos de nuestro pasado y dibujando esbozos de nuestro porvenir.
Es posible que, en
la actualidad, los dos –tú y yo- estemos excesivamente influidos por una creciente
concepción económica según la cual el tiempo es, por un lado, una herramienta
de uso y lucro, como una mercancía, como una banda ancha de intercambio de
comunicaciones productivas, como una mera posibilidad de remar hacia la plusvalía.
Me refiero a ese tiempo enajenado que nos convierte en unos sujetos que no
somos dueños sino empleados de nuestros días. Pero, en mi opinión, es peor
todavía que, cuando se nos queda vacío, lo consideremos como una seria amenaza
para nuestro equilibrio psicológico. Algunos llegan a temer los días libres,
porque, según dicen, se ahogan en el tiempo o languidecen entre las horas
muertas; por eso, quizás, son tantos los que acuden a los espectáculos ruidosos
y multitudinarios.
Estoy convencido de
que, para disfrutar verdaderamente de la compañía y de las palabras de los
demás, es indispensable que, previamente, hayamos aprendido a sentir el placer
de estar solos y el goce de escuchar el silencio. Será entonces cuando
estaremos en condiciones de comunicar esas experiencias que, sin necesidad de
invertir dinero, nos resultan esencialmente útiles: esos caprichos, esos gustos
y esos episodios que cumplen plenamente con su función cuando se comparten con
algún otro que, al comprendernos, incrementa el valor de nuestras cosas.
Creo que deberíamos
aprender algunas fórmulas eficaces para atesorar
cada momento que vivimos y, sobre todo, para compartirlo con alguien
especial: se trata de vivir una vida simple, en paz, con mayor tranquilidad,
sin estrés y sin ansiedad. Estoy de acuerdo con Carlos Fresneda quien, en su
libro La vida simple, partiendo de una máxima de Epicteto -“La vida
feliz será imposible mientras no simplifiquemos nuestros hábitos y moderemos
nuestros deseos”-, nos aconseja que pasemos de los excesos de la sociedad de consumo
a la búsqueda de nuevos estilos de vida. Creo que ésta es la mejor fórmula para
ganarle tiempo al tiempo.
José
Antonio Hernández Guerrero
Catedrático
de Teoría de la Literatura
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