Fe en la
vida después de la vida
Domingo
5º de Cuaresma. Ciclo A
(La
escena tiene lugar al otro lado del Jordán, donde Jesús ha huido con sus
discípulos para que no lo apedreen en Jerusalén por blasfemo. El grupo está
sentado a la orilla del río. Caras serias. Unos preocupados, otros irritados.
La aparición de un muchacho que llega corriendo y sudoroso los pone alerta. Se
dirige directamente a Jesús.)
― Te
traigo un recado de Marta y María. Me han dicho que te diga: «Señor, tu amigo
está enfermo».
(Ninguno de los discípulos pregunta de qué amigo se trata.
Saben que es Lázaro, el de Betania, el hermano de María y Marta. Jesús mira al
mensajero, luego afirma.)
― Esta
enfermedad no acabará en la muerte, servirá para la gloria de Dios, para que el
Hijo de Dios sea glorificado por ella.
(No entienden muy bien qué quiere decir, pero prefieren no
preguntar. Jesús permanece sentado junto a la orilla, como si la noticia no le
hubiera afectado. Pedro le comenta a Juan: “Seguro que mañana salimos para
Betania”. Pero al día siguiente Jesús sigue inmóvil y no dice nada. Pasa otro
día, igual silencio. Al tercero, en cuanto comienza a clarear, despierta a los
discípulos.)
― Vamos
otra vez a Judea.
(Las caras reflejan sueño, temor y preocupación)
―
Maestro, hace poco intentaban apedrearte los judíos. ¿Vas a volver allí?
― ¿No
tiene el día doce horas? Si uno camina de día, no tropieza, porque ve la luz de
este mundo; pero si camina de noche, tropieza, porque le falta la luz.
(Advierte que no han entendido nada y añade:)
―
Lázaro, nuestro amigo, está dormido; voy a despertarlo.
―
Señor, si duerme, se salvará.
(Ha sido Pedro quien ha hablado en nombre de todos. Jesús
los mira con gesto de cansancio).
― No me
refiero al sueño natural, me refiero al sueño de la muerte. Lázaro ha muerto, y
me alegro por vosotros de que no hayamos estado allí, para que creáis. ¡Vamos a
su casa!
(Se miran con miedo, indecisos. Tomás anima a los demás.)
― Vamos
también nosotros y muramos con él.
(Las escenas siguientes tienen lugar en Betania, pueblecito
a unos tres kilómetros de Jerusalén. La cámara comienza enfocando la casa de la
familia, donde se han reunidos numerosos judíos para dar el pésame. Una
muchacha se acerca a Marta y le dice algo al oído. Se levanta de prisa y sale
de la casa. La cámara la sigue hasta las afueras del pueblo, donde encuentra a
Jesús. No se postra ante él. Le habla con una mezcla de reproche y confianza.)
―
Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé
que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.
― Tu
hermano resucitará.
― Sé
que resucitará en la resurrección del último día.
― Yo
soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y
el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?
― Sí,
Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir
al mundo.
― Llama
a María. Dile que venga.
(Marta entra en el pueblo, se dirige a la casa y habla en
voz baja a María.)
― El
Maestro está ahí y te llama.
(María se levanta y sale a toda prisa. Los visitantes la
siguen pensando que va al sepulcro a llorar. Cuando llega adonde está Jesús se
echa a sus pies y le dice llorando).
―
Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano.
(Jesús, viéndola llorar a ella y a los judíos que la
acompañan, se estremece y
pregunta muy conmovido.)
―
¿Dónde lo habéis enterrado?
―
Señor, ven a verlo.
(Jesús se echa a llorar. Algunos de los presentes comentan:
«¡Cómo lo quería!» Uno se les queda mirando irónicamente y dice: «Y uno que le
ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?»
Jesús, si ha oído algo, no se da por enterado. Solloza de nuevo. Finalmente
llegan al sepulcro, una cavidad cubierta con una losa.)
(Jesús) ― Quitad la losa.
(Marta) ― Señor, ya huele mal, lleva cuatro días
muerto.
(Jesús) ― ¿No te he dicho que si crees verás la
gloria de Dios?
(Se acercan unos hombres y hacen rodar la losa dejando
visible la entrada del sepulcro.)
(Jesús, levantando los ojos al cielo) ― Padre,
te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero
lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.
(Echa una mirada en torno a los presentes. Luego, mirando a
la tumba, grita)
―
Lázaro, ven afuera.
(La cámara permanece fija en la entrada de la tumba, por la
que aparece poco a poco Lázaro. Un sudario le cubre la cara y lleva los pies y
las manos atados con vendas. Estupor y miedo entre la gente. Jesús, en cambio,
sereno, casi indiferente, da una breve orden.)
―
Desatadlo y dejadlo andar.
(Voz en off)
Muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.
Cinco facetas de Jesús
El relato de la resurrección de Lázaro es otro ejemplo magnífico de narración, con un final tan seco como inesperado, y distintas facetas de la persona de Jesús.
¿Un mal amigo?
El relato comienza hablando de Lázaro de Betania y de sus dos hermanas. No es un simple conocido de Jesús. Es alguien a quien Jesús «ama», como le recuerdan las hermanas. Sin embargo, su reacción ante la noticia no tiene la empatía de un amigo, sino la reacción, aparentemente fría, de un teólogo: «Esta enfermedad no provocará la muerte, sino la gloria de Dios, la gloria del hijo de Dios». La misma reacción que antes de curar al ciego de nacimiento: «Este no ha nacido ciego por culpa suya o de sus padres, sino para que se manifieste la obra de Dios en él». El evangelista añade de inmediato que no se trata de frialdad. «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro». Pero no acude de inmediato a curarlo. Permanece donde está.
Un amigo decidido y arriesgado.
Al cabo de cuatro días decide subir a Jerusalén. Una decisión arriesgada, porque poco antes han intentado apedrearlo. La objeción de los discípulos no le hace cambiar: debe ir despertar a Lázaro. Expresión desconcertante, que le obliga a decir claramente: Lázaro ha muerto. Jesús piensa en resucitarlo, pero Tomás está convencido de lo contrario: no va a resucitar a nadie, sino que va a morir. Pero habla en nombre de todos: «Vamos también nosotros y muramos con él».
Jesús y Marta: el teólogo
Cuando
llegan a Betania, Jesús no se dirige directamente a la casa, permanece en las
afueras del pueblo. ¿Una más de sus rareza? No. Será allí, lejos de la multitud
que ha acudido a dar el pésame, donde podrá entrevistarse a solas con Marta y
transmitirle el mensaje fundamental para todos nosotros, y la reacción que
debemos tener ante sus palabras. Marta debe de ser la hermana mayor, porque es
a ella a quien dan la noticia de la llegada de Jesús.
Marta
comienza con un suave reproche («Si
hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano»), pero
añade de inmediato la certeza de que cualquier cosa que pida a Dios, Dios se la
concederá. ¿En qué piensa Marta? ¿Qué pedirá Jesús a Dios y este le concederá?
¿Qué su hermano vuelva a la vida, como el hijo de la viuda de Sarepta que
resucitó Elías, o como el niño de la sunamita que revivió Eliseo?
La
respuesta de Jesús («Tu
hermano resucitará») no
parece satisfacerla. Aunque la idea de la resurrección no estaba muy extendida
entre los judíos, Marta forma parte del grupo que cree en la resurrección al
final de la historia, como profetizó Daniel. Pero eso no le sirve de consuelo
en este momento. Ella no quiere oír hablar de resurrección futura sino de vida
presente.
Y
eso es lo que le comunica Jesús en el momento clave del relato: «Yo soy la resurrección y la vida.
Quien cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y todo el que vive y cree en mí
no morirá para siempre». Jesús
es resurrección futura y vida presente para los que creen en él. Los que hayan
muerto, vivirán. Los que viven, no morirán para siempre. Algo rebuscado, muy
típico del cuarto evangelio, pero que deja claro una cosa: quien ha creído o
cree en Jesús tiene la vida futura y la presente aseguradas. Todo depende de la
fe. Por eso, termina preguntando a Marta: «¿Crees eso?».
Su respuesta sorprende porque no tiene nada que ver con la pregunta: «Sí, Señor. Yo he creído que tú eres el Mesías, el hijo de Dios que ha venido al mundo». Esta falta de conexión entre pregunta y respuesta esconde un importante mensaje para nosotros. La idea de la resurrección y de la inmortalidad puede provocar dudas incluso en un buen cristiano. Quizá no se atreva a afirmarla con certeza plena. Pero puede confesar, como Marta: «Yo he creído que tú eres el Mesías, el hijo de Dios que ha venido al mundo».
Jesús y María: el amigo profundamente humano
Esta
escena representa un fuerte contraste con la anterior. El encuentro de Jesús y
María no será a solas. Ella acudirá acompañada de todos los que han ido a darle
el pésame, y serán testigos de la reacción de Jesús. María dirige a Jesús el
mismo suave reproche de Marta («Si
hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano»). Pero
no añade ninguna petición, ni Jesús le enseña nada. El evangelista se centra en
sus sentimientos. Dice que Jesús, al ver llorar a María y a los presentes, «se estremeció» (evnebrimh,sato), «se conmovió» (evta,raxen) y «lloró» (evda,krusen).
Sorprende esta atención a los sentimientos de Jesús, porque los evangelios
suelen ser muy sobrios en este sentido.
Generalmente se explica como reacción a las tendencias gnósticas que comenzaban a difundirse en la Iglesia antigua, según las cuales Jesús era exclusivamente Dios y no tenía sentimientos humanos. Por eso el cuarto evangelio insiste en que Jesús, con poder absoluto sobre la muerte, es al mismo tiempo auténtico hombre que sufre con el dolor humano. Jesús, al llorar por Lázaro, llora por todos los que no podrá resucitar en esta vida. Al mismo tiempo, les ofrece el consuelo de participar en la vida futura.
Jesús y Lázaro: la gloria del enviado de Dios
Cuando
llegan al sepulcro, Marta demuestra que, a pesar de lo que ha dicho, no cree
que su hermano vaya a resucitar. Han pasado ya cuatro días, más vale no abrir
la tumba. Jesús le insiste: «¿No te he
dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?».
Cuando
se compara este relato con las resurrecciones de la hija de Jairo o del hijo de
la viuda de Naín se advierte una interesante diferencia. En esos dos casos,
Jesús no reza; no necesita dirigirse al Padre para impetrar su ayuda, como
hicieron Elías y Eliseo. En cambio, el cuarto evangelio introduce de forma
solemne una oración de Jesús: «Padre, te
doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que siempre me escuchas. Pero lo
digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado». Esta oración no pretende
disminuir el poder de Jesús. Se inserta en la línea del cuarto evangelio, que
subraya la estrecha relación de Jesús con el Padre y la idea de que ha sido
enviado por él. De hecho, el milagro se produce con una orden tajante suya («¡Lázaro, sal fuera!»).
El relato termina de forma sorprendente. No se cuenta la reacción de las hermanas, el asombro de la gente, la admiración de los discípulos. No vemos a Lázaro liberado de sus vendas, agradeciendo a Jesús su vuelta a la vida. Como si todo fuera un sueño y, al final, solo nos quedara la certeza de que Lázaro resucitó, de que todos resucitaremos un día, aunque ahora no tengamos la alegría de ver y abrazar a los seres queridos.
Nota sobre la fe en la resurrección
La
idea de resucitar a otra vida no estaba muy extendida entre los judíos. En
algunos salmos y textos proféticos se afirma claramente que, después de la
muerte, el individuo baja al Abismo (sheol), donde sobrevive como una
sombra, sin relación con Dios ni gozo de ningún tipo. Será en el siglo II a.C.,
con motivo de las persecuciones religiosas llevadas a cabo por el rey sirio
Antíoco IV Epífanes, cuando comience a difundirse la esperanza de una
recompensa futura, maravillosa, para quienes han dado su vida por la fe. En
esta línea se orientan los fariseos, con la oposición radical de los saduceos
(sacerdotes de clase alta). El pueblo, como los discípulos, cuando oyen hablar
de la resurrección no entiende nada, y se pregunta qué es eso de resucitar de
entre los muertos.
Los
cristianos compartirán con los fariseos la certeza de la resurrección. Pero no
todos. En la comunidad de Corinto, aunque parezca raro (y san Pablo se admiraba
de ello) algunos la negaban. Por eso no extraña que el evangelio de Juan
insista en este tema. Aunque lo típico de él no es la simple afirmación de una
vida futura, sino el que esa vida la conseguimos gracias a la fe en Jesús. «Yo soy la resurrección y la vida:
el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí,
no morirá para siempre.»
Pero el tema de la vida en el cuarto evangelio requiere una aclaración. La «vida eterna» no se refiere solo a la vida después de la muerte. Es algo que ya se da ahora, en toda su plenitud. Porque, como dice Jesús en su discurso de despedida, «en esto consiste la vida eterna: en conocerte a ti, único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesús, el Mesías» (Juan 17,3).
Primera lectura
Culmina la síntesis de la Historia de la salvación, recordada por las primeras lecturas durante los domingos de Cuaresma. En este caso existe estrecha relación entre la promesa de Dios de abrir los sepulcros del pueblo y volver a darle la vida, y Jesús mandando abrir el sepulcro de Lázaro y dándole de nuevo la vida. Ambos relatos terminan con un acto de fe en Dios (Ezequiel) y en Jesús (Juan). Pero conviene recordar que el texto de Ezequiel no se refiere a una resurrección física. El pueblo, desterrado en Babilonia, se considera muerto. Babilonia es su sepulcro, y de esa tumba lo va a sacar Dios para hacer que viva de nuevo en la tierra de Israel.
Reflexión final
Nos
queda poco para celebrar la Semana Santa. Recordar el sufrimiento y la muerte
de Jesús es relativamente fácil. Aceptar que resucitó, y que en él tenemos la
resurrección y la vida, es más difícil, un regalo que debemos pedir a Dios.
Padre José Luis Sicre Díaz,
S.J,
Doctor en Sagrada Escritura
por el
Pontificio Instituto Bíblico
de Roma
0 comentarios:
Publicar un comentario