El
flamenco y el carnaval en el Congreso de la Lengua Española
Desde que el humanista italiano Graziadio
Isaia Ascoli (1829-1907), uno de los fundadores de la
lingüística moderna, impulsó el aprendizaje de las lenguas vivas y la creación
de los diccionarios de las lenguas habladas, frente a aquel espíritu elitista
de quienes se apropiaban de la primacía cultural, ha seguido aumentando el
interés por el conocimiento de las hablas populares y por el estudio de sus
diversidades geográficas. El estudio de las hablas del pueblo prescindiendo de
la preocupación por la corrección y por los procedimientos retóricos, ha
propiciado el conocimiento y el reconocimiento del habla de cada día, de esas
maneras de comunicarnos en las diferentes actividades humanas que están
sometidas a una modelación activa de cada uno de nosotros, los hablantes.
Manuel Alvar (1923 – 2001) filólogo,
dialectólogo, catedrático y director de la Real Academia de Lengua, en su obra La lengua como libertad (1982) nos explica
cómo la lengua “es la experiencia repetida por millones de hombres que en la
lengua han ido depositando su saber, su emoción o su visión de las cosas”, y, además
de reconocer que es el molde que nos limita, es también “el cofre donde
generaciones y generaciones guardaron sus experiencias para que nosotros
pudiéramos disponer de ellas en cualquier momento”.
Ya avanzado el siglo XIX, la
Dialectología propició que el estudio del lenguaje hablado se antepusiera a los
análisis de los textos escritos. Entonces se resucitó el interés por conocer
las etimologías –recordemos que está palabra de origen griego éthimos significa “verdad”- y facilitó
el acercamiento a las hablas del pueblo, con el fin de encontrar una “pureza”
más amplia que el de las hablas científicas, técnicas y literarias. La difusión
la cultura entre todas las clases sociales facilitó la creación de instituciones
que favorecieron la participación de todos los ciudadanos en la vida social y
cultural de los países.
Esta es una de las razones, a mi juico
importante, por las que el Flamenco y el Carnaval, manifestaciones
antropológicas que resultan de un conglomerado secular de herencias de productos
procedentes de diversas épocas y de variados lugares, se conjugan en el crisol
de la encrucijada de esta tierra, de este mar y de este cielo, de este rincón
occidental de nuestra Baja Andalucía.
Ésta es la razón por la que K.
Vossler, en su obra Filosofía del
lenguaje (1943), afirma que “la
más pequeña gota idiomática es, en resumidas cuentas, tan buena como el agua de
Hipocreme –el manantial mitológico consagrado a las Musas- es inmenso océano de
un Goethe o de un Shakespeare.
José Antonio Hernández
Guerrero
Catedrático de Teoría
de la Literatura
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