Sufrimos, pero, si creemos y esperamos,
resucitaremos
Me
atrevo a proponer que, siendo conscientes de que, a veces vivimos situaciones
límites, debemos seguir trabajando para descubrir y abrir puertas a la
esperanza de una vida más humana. Recuerdo cómo tras atravesar sendas
angustiosos y tras luchar contra enemigos implacables de nuestra salud física y
mental, hemos aprendido lecciones que nos han hecho más fuertes. Sin caer en
ingenuos optimismos, podemos encontrar fórmulas eficaces para evitar que la
desolación pesimista nos contagie y tiña nuestra existencia con los colores
lúgubres de los que carecen de esperanza.
Si
luchamos, encontraremos acicates en los que agarrarnos y claves que nos ayuden
a interpretar los signos de esperanza que lucen en medio de este oscuro
paisaje. Si las sombras y los nubarrones nos sirven para resaltar las luces y
para aprovechar mejor los días soleados, la correcta interpretación estos
dolores y de los errores que hemos cometido nos puede ayudar para que
descubramos el germen vital que late en el fondo de nuestra existencia humana
individual y colectiva.
Permíteme
que te confiese que, para hacer este pronóstico, no me apoyo en ideologías, en
teorías filosóficas ni siquiera en consideraciones psicológicas sino,
simplemente, en la observación de la Naturaleza, sí, en el funcionamiento del
Universo. Los marineros saben que, tras la tempestad, llega la calma; los
labradores conocen que al invierno le sigue la primavera y el verano; los psicólogos
nos explican que la esperanza es la receta imprescindible para evitar la
depresión, los fieles de las diferentes creencias se consuelan con la vida
futura y los cristianos fundamentan sus vidas en su fe en la resurrección de
Jesús de Nazaret. Pero yo me conformo con recordarte esa frase que tanto te
repetía mi madre: “Siempre que hemos sufrido algún contratiempo, han surgido
insospechados beneficios”.
Si
pretendemos evitar el desánimo, junto a los malos tragos deberíamos situar los
datos positivos y tener en cuenta, por ejemplo, nuestra capacidad para mejorar
las situaciones y para aprender, sobre todo, de los errores. Reconociendo el
declive que el individualismo contemporáneo ha introducido en las relaciones
humanas, este deseo de mejorar nos permitirá compartir el sentido positivo de
la vida, generar unos vínculos más estrechos entre los hombres y recuperar el
diálogo con los diferentes y el reconocimiento del mundo que nos rodea. Sólo
así mantendremos la posibilidad del amor y los gestos supremos de la vida. Si
pretendemos que nuestras vidas no sean escenas sueltas -hojas tenues, inciertas
y livianas, arrastradas por el furioso y sin sentido viento del tiempo-,
deberíamos buscar ese vínculo, ese hilo conductor, que las re-hilvane y que
proporcione unidad, armonía y sentido a nuestros deseos y a nuestros temores, a
nuestras luchas y a nuestras derrotas. Fíjate, por ejemplo, cómo, gracias a
aquella pandemia, hablamos más con los vecinos, hemos recuperado amigos y,
sobre todo, damos mayor importancia al cuidado de la salud, al valor de la
familia, a la amistad, al silencio, a la lectura, a la conversación, a la
sobriedad, al cariño o a la generosidad.
Es
posible que sea verdad aquel viejo adagio que dice que “de grandes males,
grandes bienes”. Esta aparente contradicción entre la existencia del mal, la
bondad y la capacidad de supervivencia del ser humano, plantea la urgencia de
recuperar esos valores que habíamos menospreciado. Quizás incluso podamos
recobrar la “capacidad de sorpresa” y esas ganas de soñar y de ilusionarnos que
habíamos perdido por el pragmatismo de la cultura utilitarista dominante. Estoy
convencido de que las situaciones límites que estamos viviendo pueden
conducirnos a un replanteamiento del sentido de la vida.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
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