Domingo dentro de la Octava
de Navidad
Suele decirse que la familia está en crisis. Los matrimonios por la Iglesia, y también los civiles, disminuyen de forma notable; los divorcios y las separaciones crecen. En la fiesta de la Sagrada Familia esperamos que las lecturas nos animen a vivir nuestra vida familiar. Y así ocurre con las dos primeras, mientras que el evangelio nos depara una sorpresa.
Hijos adultos y padres ancianos (Eclesiástico 3,3-7.14-17a)
Curiosamente, la primera lectura no se dirige a los padres, sino a los hijos. Pero no se trata de hijos pequeños, sino de personas adultas, casadas, que conviven con sus padres ancianos (cosa frecuente en el siglo II a.C.). El texto de Jesús ben Sira (autor del libro del Eclesiástico) da por supuesto que esos hijos tienen suficientes recursos económicos y, al mismo tiempo, vivencia religiosa. Son personas que rezan y piden perdón a Dios por sus pecados. Pero, según ben Sira, el éxito a todos los niveles, humano y religioso, dependerá de cómo trate a sus padres ancianos. En una época en la que no existía la Seguridad Social, «honrar padre y madre» implicaba también la ayuda económica a los progenitores. Pero no se trata solo de eso. La actitud de respeto y cariño hacia el padre y la madre es lo único que garantiza que la oración sea escuchada y que los pecados «se deshagan como la escarcha bajo el calor».
El Señor honra más al
padre que a los hijos
y afirma el derecho de
la madre sobre ellos.
Quien honra a su padre
expía sus pecados,
y quien respeta a su
madre es como quien acumula tesoros;
Quien honra a su padre
se alegrará de sus hijos,
y cuando rece, será
escuchado.
Quien respeta a su padre
tendrá larga vida,
y quien honra a su madre
obedece al Señor.
Hijo, cuida de tu padre
en su vejez,
y durante su vida no le
causes tristeza.
Aunque pierda el juicio,
sé indulgente con él
y no lo desprecies aun
estando tú en pleno vigor.
Porque la compasión
hacia el padre no será olvidada
y te servirá para reparar tus pecados.
Maridos, mujeres, hijos y padres (Colosenses 3,12-21)
El texto de la carta a los Colosenses comienza con una
serie de consejos válidos para toda la comunidad cristiana, entre los que
destacan el amor mutuo y el agradecimiento a Dios. Pero ha sido elegido para
esta fiesta por los breves consejos finales a las mujeres, los maridos, los
hijos y los padres.
El que resulta más problemático en la cultura actual es el que se dirige a las mujeres: «vivid bajo la autoridad de vuestros maridos». Pero en la situación del imperio romano durante el siglo I, cuando sobre todo las mujeres de clase alta presumían de independencia y organizaban su vida al margen del marido, no es raro que el autor de la carta pida a la esposa cristiana un comportamiento distinto. El consejo a los maridos, amar a sus mujeres y no ser ásperos con ellas sigue siendo válido en una época donde abunda la violencia de género. Los consejos finales a padres e hijos sugieren el ideal de las relaciones entre ambos: un hijo que obedece con gusto, un padre que no se impone a gritos e insultos.
Hermanos: como
elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad,
humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando
alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo
mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el vínculo de la unidad
perfecta. Que la paz de Cristo reine en vuestro corazón: a ella habéis sido
convocados en un solo cuerpo. Sed también agradecidos.
La palabra de Cristo
habite entre vosotros en toda su riqueza; enseñaos unos a otros con toda
sabiduría; exhortaos mutuamente.
Cantad a Dios, dando
gracias de corazón, con salmos, himnos y cantos inspirados. Y todo lo que de
palabra o de obra realicéis, sea todo en nombre de Jesús, dando gracias a Dios
Padre por medio de él.
Mujeres, sed sumisas a
vuestros maridos, como conviene en el Señor.
Maridos, amad a
vuestras mujeres y no seáis ásperos con ellas.
Hijos, obedeced a
vuestros padres en todo, que eso agrada al Señor.
Padres, no exasperéis a vuestros hijos, no sea que pierdan el ánimo.
Un evangelio atípico (Lucas 2,22-40)
Si san Lucas hubiera sabido que, siglos más tarde, iban a
instituir la Fiesta de la Sagrada Familia, probablemente habría alargado la
frase final de su evangelio de hoy: «El niño iba creciendo y robusteciéndose, y
se llenaba de sabiduría; y la gracia de Dios lo acompañaba». Pero no habría
escrito la típica escena en la que san José trabaja con el serrucho y María
cose sentada mientras el niño ayuda a su padre. A Lucas no le gustan las
escenas románticas que se limitan a dejar buen sabor de boca.
Como no escribió esa hipotética escena, la liturgia ha
tenido que elegir un evangelio bastante extraño. Porque, en la fiesta de la
Sagrada Familia, los personajes principales son dos desconocidos: Simeón y Ana.
A José ni siquiera se lo menciona por su nombre (solo se habla de «los padres
de Jesús» y, más tarde, de «su padre y su madre»). El niño, de solo cuarenta
días, no dice ni hace nada, ni siquiera llora. Solo María adquiere un relieve
especial en las palabras que le dirige Simeón.
Sin embargo, en medio de la escasez de datos sobre la
familia, hay un detalle que Lucas subraya hasta la saciedad: cuatro veces
repite que es un matrimonio preocupado con cumplir lo prescrito en la Ley del
Señor. Este dato tiene enorme importancia. Jesús, al que muchos acusarán de ser
mal judío, enemigo de la Ley de Moisés, nació y creció en una familia piadosa y
ejemplar. El Antiguo y el Nuevo Testamento se funden en esa casa en la que el
niño crece y se robustece.
La misma función cumplen las figuras de Simeón y Ana. Ambos son israelitas de pura cepa, modelos de la piedad más tradicional y auténtica. Y ambos ven cumplidas en Jesús sus mayores esperanzas.
Cuando se cumplieron
los días de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo
llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en
la ley del Señor: «Todo varón primogénito será consagrado al Señor», y para
entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».
Había entonces en
Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el
consuelo de Israel; y el Espíritu Santo estaba con él. Le había sido revelado
por el Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor.
Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Y cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo acostumbrado según la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos: luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».
Su padre y su madre
estaban admirados por lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a
María, su madre: «Este ha sido puesto para que muchos en Israel caigan y se
levanten; y será como un signo de contradicción –y a ti misma una espada te
traspasará el alma--, para que se pongan de manifiesto los pensamientos de
muchos corazones».
Había también una
profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, ya muy avanzada en años.
De joven había vivido siete años casada, y luego viuda hasta los ochenta y
cuatro; no se apartaba del templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones
noche y día. Presentándose en aquel momento, alababa también a Dios y hablaba
del niño a todos los que aguardaban la liberación de Jerusalén.
Y, cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, Jesús y sus padres volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él.
Sorpresa final
Las lecturas de hoy, que comenzaron tan centradas en el
tema familiar, terminan centrando la atención en Jesús. Con dos detalles fundamentales:
1. Jesús es el importante. La escena de Simeón lo
presenta como el Mesías, el salvador, luz de las naciones, gloria de Israel.
Ana deposita en él la esperanza de que liberará a Jerusalén. José y María son
importantes, pero secundarios.
2. Jesús es motivo de desconcierto y angustia. Lo que Simeón dice de él desconcierta y admira a José y María. Pero a ésta se le anuncia lo más duro. Cualquier madre desea que su hijo sea querido y respetado, motivo de alegría para ella. En cambio, Jesús será un personaje discutido, aceptado por unos, rechazado por otros; y a ella, una espada le atravesará el alma. Lucas está anticipando lo que será la vida de María, no solo en la cruz, sino a lo largo de toda su existencia.
Padre José Luis
Sicre Díaz, S.J.
Doctor en Sagrada
Escritura por el
Pontificio
Instituto Bíblico de Roma