Hace unos días, dando una vuelta por el Castillo, me encontré con mi amigo Diego Álvarez Mateo, que con su cámara al hombro venía de hacer un reportaje desde el campanario de la Parroquia. De visita turística estaban estos amigos, enamorados de nuestro Alcalá. No se sus nombres, aunque uno de ellos me dijo que su padre era de Alcalá, el chico primero de la izquierda, con camiseta negra, con apellido Asencio.
Como Diego no tuvo tiempo de explicarle la historia del castillo, a continuación les dejo una pequeña reseña, que hace algunos meses escribiera nuestro paisano Juan Leiva.
El castillo
Alcalá nació
encimado, en la cumbre del monte en torno al castillo, como tantos otros
pueblos de Andalucía. La urbanización y las calles dicen que se hicieron,
cuando Per Afán de Ribera, Marqués de Tarifa, llegó con su título de Duque de
Alcalá en el siglo XVI. Como consecuencia, junto a él surgieron la casa del
Cabildo, la parroquia de San Jorge, la
plaza Alta, los conventos de monjas, las
calles de los nobles, la casa de los
curas, el pueblo, el cementerio...Los otros conventos masculinos buscaron la
parte baja, la Alameda, donde se situaron los mínimos; y la cuesta de Santo
Domingo, donde se establecieron los dominicos.
A aquella niñez
de los años 30 -la de la guerra- le gustaba subir a la cima detrás del
castillo. Ajenos a la triste contienda, fantaseaban la historia prendida de
aquellas piedras. Por allí habían estado los hombres de las cuevas, los
turdetanos, los romanos, los visigodos, los árabes, los cristianos... Eso ya lo
iban aprendiendo en la escuela con don Manuel Marchante.
Lo más
importante para ellos era el castillo, una construcción romana, rehabilitada
por los almohades, regalo del rey moro de Granada a la tribu de los Gazules,
guerreros musulmanes norteafricanos. Hasta que vino el rey santo, Fernando III,
con sus guerreros y conquistó el pueblo. Después llegó el rey poeta, Alfonso X el Sabio, en 1264. A éste no le
gustaban las guerras y ganaba los pueblos dándoles coba con cultura, con
poesías, con cartas pueblas y con repartimiento de tierras. No era buen
guerrero, pero era excelente maestro de letras e inefable poeta que le daba por
hacer cantigas en la lengua más dulce de España, la gallega. Y ponía bellos
topónimos a los pueblos y a los lugares. A éste le puso uno de los más bonitos,
Alcalá de los Gazules
El castillo
tenía una cerca y un aljibe. La cerca pasaba por el Beaterio de Jesús María y
José, limitando las dos construcciones, mientras que el aljibe quedaba dentro
del recinto de las monjas. Los niños se asomaban al aljibe a ver si veían algún
moro, pero sólo divisaban una gran habitación donde los moros recogían el agua
de lluvia. Y un hortelano les contaba que había un pasillo por donde salían los
moros al “Prao” cuando les rodeaban los cristianos. El Beaterio era muy querido
por los niños y niñas, porque aquel había sido su primer colegio. Era una
especie de guardería o preescolar, donde acogían a los niños de tres a cinco años.
El cariño de las
monjas y la convivencia con otros niños y niñas eran el mejor regalo en
aquellas edades. Su madre se había educado en el Beaterio en régimen de
internado y quería que sus hijos pasaran por allí. Había recibido una buena
cultura, una letra preciosa y, al mismo tiempo, había conseguido desarrollar
una de sus aficiones favoritas, el dibujo y la pintura. Aún su hijos conservan
excelentes muestras de aquellos trabajos que hizo en el Beaterio desde los doce
a los dieciséis años, de 1912 a 1916.
El castillo
estuvo vigente hasta el siglo XIX, pero con la invasión francesa fue saqueado
y, al verse obligado el ejército francés a abandonarlo, lo volaron. Dicen que
el pueblo luchó heroicamente para defenderlo, de manera que el Rey le concedió
los tres títulos de Muy Noble, Leal e Ilustre Ciudad de Alcalá de los Gazules.
A partir de entonces, las calles se fueron extendiendo hacia abajo, buscando
los caminos más fáciles. Pero a él le gustaba aquella Alcalá, la de la cima del
monte Gazul, no la de abajo, la de la Playa y las carreteras. Después de la
guerra, un alcalde construyó con sus piedras el depósito de agua junto al
castillo.
Por arriba
vagaba el levante a sus anchas y, en el arco de la boca de la plaza Alta,
jugaban a luchar contra la levantera, a ver quién podía más. Casi siempre eran
vencidos y arrastrados sin remedio. Los jaramagos crecían a placer en las
viejas mansiones de los cortesanos de Per Afán, y los perros callejeros y los
gatos montunos se adueñaban de todos sus rincones. Hoy todo aquello ha sido
rehabilitado. Pero a él le gustaba más aquella Alcalá, la de los quince mil
habitantes, la de las monjas clarisas, la del Beaterio, la de los callejones
recoletos y misteriosos.
JUAN LEIVA
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