Los
acontecimientos trágicos de Alcalá encantaban a los chavales de mi edad. En la Alcalá
de la posguerra pasaban cosas aciagas. Cualquier hecho anormal desataba en los
preadolescentes un interés extraordinario. Una mañana, cuando íbamos para la
escuela del Patio Campanas, corrió como la pólvora la noticia de que se había
ahorcado un hombre. Nos pusimos de acuerdo varios amiguetes para ir a ver al
ahorcado cuando saliéramos de la Escuela. Y así lo hicimos.
Cuando
llegamos, había mucho movimiento de gente y una pareja de la guardia civil que
no dejaba que nadie se acercara al ahorcado, hasta que no llegara el forense de
Medina. Lo vimos de lejos y pudimos distinguir la cara y una lengua tremenda
fuera de la boca. La gente decía muchas cosas sobre la causa de su muerte, pero
no nos dejaban tomar parte en las conversaciones. Algunas personas decían que ahora se
ahorcarían otros, porque cada vez que alguien lo hacía, le seguían otros como si
se contagiaran. Nuestro desconcierto fue aún mayor cuando supimos que el
ahorcado era Siles “El Barbero”.
El
panorama se tornó muy triste, pues ver a un hombre conocido y apreciado, que se
había quitado la vida echándose un lazo al cuello, nos pareció una película de
miedo. Pero la gente mayor lo veía como un accidente inevitable. Don Manuel -el
maestro- nos dijo en clase que eso no se podía hacer nunca, aunque había
personas que no veían otra salida a los problemas de la vida y se ahorcaban.
Nos contaba que, antiguamente, se ajusticiaban a los delincuentes con la horca,
colgándolo de un madero con una cuerda alrededor del cuello. Más tarde, se
modernizó con la guillotina para decapitar al condenado y evitarle los
terribles últimos momentos de su vida.
Don
Manuel aludía a un proverbio medieval que rezaba: “Al mensajero de malas
noticias, lo ahorcamos”. Aprovechaba los acontecimientos para enseñarnos algún
refrán como éste: “Cuando termina la vida de la escuela, comienza la escuela de
la vida.” Ahora uno sabe que eso es
verdad.
JUAN LEIVA
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