En aquellos años de la década de los
40, en Alcalá había muchos pobres. Así se explica que llamaran a estos quince años de posguerra –de 1940
a 1955- “los años del hambre”; otros le decían la hambruna. El hambre era mala,
tan mala que obligaba a muchas personas a buscar la subsistencia con acciones
que estaban perseguidas por la guardia civil y consideradas como delincuencias:
furtivos, esparragueros, tagarniceros y buscadores de plantas silvestres. Salían
de mañana a conseguir un sueldo de conejos, de espárragos, de tagarninas, de
cardos…Recuerdo tres casos que no puedo olvidar, porque los viví en mi
preadolescencia, cuando quedan más grabadas las vivencias.
Era un hombre bajito, con pelos blancos,
alborotados, sucios…El padre Manuel le había concedido hacer escobas en el
convento de Santo Domingo, abandonado por aquellas fechas. Allí tenía el hombre
las cañas, las palmas, las tomizas y los brezos para hacer los escobones y las
escobas. El padre Manuel le dejaba la llave del convento y el hombre se pasaba
la mañana trabajando y haciendo instrumentos para barrer. Por la tarde, los
vendía por las casas y se sacaba un sueldecillo “de escoba”, para sostener a la
familia. Un día pasé por allí, vi la puerta abierta y entré. El hombre, con un
candelabro de la iglesia, daba golpes a las palmas para aplastarlas y hacer las
cabezas de las escobas. Se lo dije al padre Manuel y, desde entonces, ya no le
dejó hacer escobas en Santo Domingo. Yo no sabía qué hacer, me quedé
desconcertado, con la mala conciencia de haberle quitado el único medio de ganar
la comida de la familia. Aún hoy, después de más de setenta años, lo tengo ahí,
en el filo del alma.
Otro caso lo viví en la puerta de
mi casa de la calle la Amiga. Era un día de lluvia terrible. Un río de agua y
piedras bajaban desde la Plaza Alta, arrastrando basuras y todo lo que
encontraba a su paso. Mi hermano Pepe y yo jugábamos a las bolas en la casa-
puerta de nuestra casa. Un chavalito bajó corriendo con una botella para
comprar aceite en la tiendecilla de Vicenta Mancilla en la calle Real. Vicenta
vendía aceite, queso emborrado y otros productos alimenticios alcalaínos. Al
poco tiempo, el niño subía llorando desconsoladamente. Había resbalado y se le había
roto la botella derramando el aceite y arrastrándolo el agua formando grandes
manchas verdes. Le preguntamos por qué lloraba y nos contó lo ocurrido. No se
atrevía a llegar a su casa, porque lo matarían de una paliza. Era lo único que
tenían para comer aquel día, pan con aceite y azúcar. Lo subimos a casa y se lo
contamos a mis padres. Mi madre le dio una botella vacía y mi padre el dinero
para que llenara la botella de aceite en casa de Vicenta. Mi madre secó al niño
y le puso una ropa limpia. Aquel gesto de mis padres también quedó grabado en
mi conciencia para siempre.
El tercero me parece que fue en
una calleja de la Cuesta de la Salá. Vivía allí una familia muy pobre,
compuesta de una mujer anciana, enferma y con un hijo mayor, también enfermo. Por
aquellas fechas, la mayoría de los pobres engañaban la comida con unas gachas
de harina espoleada, a las que llamábamos “espoleá”. Yo era monaguillo del
padre Manuel y salía con él para visitar familias pobres. Siempre, al irse, les daba alguna limosna. Cuando llegamos, vimos
un espectáculo muy triste, tercermundista. Comían gachas y se pegaban porque el
hijo decía que la madre comía más que él. Cuando nos vieron, dejaron de pegarse.
El padre Manuel les obligó a comer con orden, haciendo que cada uno cogiera una
cucharada cada vez, pero no los dos a la vez. Les dio una limosna y les dijo
que no volvieran a pelearse. Aquello también se me quedó grabado para siempre.
La hambruna traía estas estampas mezquinas y encuentros miserables, por falta
de alimentos, por la hambruna.
JUAN LEIVA
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