En recuerdo de Miguel Ángel
Alex Ortega: amigo.
J. Carlos Perales Pizarro.
“Con
todo mi cariño a Antonia, a Fernando y, especialmente, a Antonio, sus hermanos.
A Chari todo mi respeto y afecto”.
D.E.P.
“Nunca desistas de tu sueño,
sólo trata de ver las señales
que te llevan hasta él”
Le
conocí desde que era pequeño. No recuerdo desde cuando porque fue desde
siempre. Y desde entonces fui su amigo. La imagen más remota que recupero de él
es en la escuela de Don Bartolo, en una escena que con el tiempo se volvió
cómica, pero que en realidad no lo era. A su casa, donde hoy vive su hermano
Fernando, acudía con mucha frecuencia. Éramos vecinos de la Calle Arroyo.
Recuerdo aún algunas habitaciones. La escalera, la cocina e irremediablemente a
su madre, Dolores. Su físico, grande y bonachón; su forma de hablar, que casi
ha marcado estilo entre los “alex”; su bondad, su tranquilidad hacían de ella
una persona amable y cariñosa, que invitaba a visitar aquella casa, cada vez
que nos apetecía o era necesario. Recuerdo a Dolores, en otra época muy
distinta y distante en el tiempo, cómo se quejaba de la situación en la que
estaba su hijo Miguel. Cómo se refugiaba en la fe que siempre tuvo en la Virgen
de los Santos para que su hijo saliera del pozo donde un día cayó. Me decía:
“Carlitos, hijo, que mejor está allí que en la calle”. Tenía que ser tremendo
para una madre decir aquello.
En
la planta baja, en una amplia habitación montarían durante algún tiempo una
especie de club, mezcla gimnasio y discoteca, creo recordar, su hermano Antonio
junto al mío, también Antonio y sus
amigos. De vez en cuando entrábamos y curioseábamos. Tenían como utensilio para
hacer pesas una barra de hierro y en sus extremos latas rellenas de cemento.
Muchos años después, imitándolos de alguna manera, aunque con otros intereses,
en este caso, musicales, Miguel Ángel, Narciso, Paco Ardila y su hermano
Pepito, muy niño aún, y yo, entre otros, nos reuníamos en un viejo y
desordenado almacén que “Anita Ardila”, madre de Paco, tenía en las inmediaciones
de la calle Chorrillo. Allí, con cajas de cartón como batería y mucha
imaginación, nos sentíamos, de alguna manera, dueños de nuestros sueños.
Antes
de aquellos encuentros, la iglesia de la Victoria y la permisividad del padre
Hermida nos brindaba el poder participar en guateques donde asistíamos un gran
grupo de amigos y amigas. Eran los primeros bailes agarrados. Allí, como no,
estábamos Miguel Ángel y yo. Muchos otros de los que me acuerdo en este
momento: Paco, Narciso, Kiko, Manolito Jara, Domingo, Juanito, Jacobo y Jaime,
Roque, Manoli, mi hermana Maribel, Pili, Petra Mari y un largo etcétera. Por
aquella época, además, llegaba desde Medina Mari Carmen, a la que conocíamos
como la “sobrina del cura”, y que enamoró a más de uno. También otra Maricarmen
llegaría en aquella época, hija del Brigada de la Guardia Civil y que se
convertiría en mi primera “novia”. Especialmente un triste recuerdo de José “el
cerillo”, leal amigo que fue hasta su trágica muerte. Rara es la vez que no me
acuerde de él al pasar por la carretera de Benalup. Durante aquella época, de
guateques y de bailar agarrados, escribía “poesías”; al menos a mí me lo
parecían. Releyéndolas hoy, probablemente, no tendría la misma opinión. Creo
que durante la primera adolescencia todos nos hacemos “poetas”. Tanto debió ser
mi cariño por Miguel Ángel que le escribí un poema, donde resaltaba su timidez,
pero también su lealtad de amigo. Aún lo conservo junto a otros que también en
aquella época escribí. Unos de amor, dedicados a mi primera “novia”; otros,
claramente panfletarios; también a mi tío Juan Perales o Fernando Rodríguez
Collantes, anarquista represaliado del franquismo y amigo de mi padre… Muchos
otros.
Conozco
a Miguel desde siempre. En el libro que hicimos sobre mi hermano Alfonso, tras
su muerte, seleccioné entre muchas, la
foto que ahora veis. Bajo el limonero de mi casa de la calle de los Pozos,
posábamos Alfonso, Miguel, Maribel y yo. La foto invita a un chiste macabro
sobre la muerte, que me permito verbalizar: “casi con seguridad que el
siguiente soy yo”. ¡Cuántos muertos, carajo¡ Recuerdo que en su boda leí un
pequeño texto. En él, también de manera macabra, le decía que en número de
hermanos muertos estábamos empatados a tres. Ahora, van ganando “los alex”.
Mari, Jorge, Andrés y ahora Miguel. Es
difícil olvidarlos. Más aún cuando viendo a sus hijos e hijas, necesariamente
te vienen a la memoria. Recuerdo a Mari pasear por la Avenida, en Cádiz, con
José, arrastrando siempre su enfermedad y una sonrisa permanente que nunca
olvidaré. Es como si se hubiera grabado en mi subconsciente y siempre irá
asociada a Mari. De vez en cuando me cruzo por Cádiz con su hija pequeña. Es
idéntica a su madre y ese recuerdo de manera irremediable aflora. Algo parecido
ocurre cuando me encuentro con los hijos de Andrés. Son idénticos. No podrán
negar que son Alex. Y además hijos de Andrés. Le recuerdo en el garaje del
Parque, donde su padre guardaba aquel camión que hacía esa ruta tan peligrosa y
bonita por la sierra. Recuerdo su accidente y su dedo, su cara, su pelo, su
expresión. Y a Jorge. Siempre. Su
alegría. Sus ganas de vivir. Cuántos recuerdos me vienen de pronto. Su amistad
casi familiar con “Pepe Perales”, otro de los grandes de este pueblo que se
fue. Se querían como auténticos hermanos. Y, claro, que recuerdo al Jorge
constante en el intento de ayudar a Miguel. Cuántos fracasos. Cuánta
desesperación. Nunca tiró la toalla. En este caso, la batalla la ganó el tópico
de las “carretas”, que me niego a repetir, respetando el deseo de Chari, y no
los centros de terapia, ni los psicólogos.
Al
escribir este artículo, me acordé de otros amigos que también murieron y a los
que, como canta Silvio Rodríguez, les debo “una canción”, les debo un artículo.
Se lo debo a Paco Siddharta, con seguridad un tipo excelente, que dejó de serlo
cuando dejó de ser él. Con él y en el Pub Siddharta, tuvimos ocasión de
escuchar música para nosotros desconocida y que Paco nos las brindaba en un pub
acogedor y que fue refugio de sueños y frustraciones. Se convirtió durante
algún tiempo, mientras duró, en nuestro “cuartel general”, para lo bueno y para
lo malo. Los últimos años de Siddharta, cuando ya no era él, nos provocó
tristeza a todos los que en algún momento le conocimos y le quisimos. Le debo
una “canción” a “Curro el andarín”. Una excelente persona, un gran amigo.
Conservo muy buenos recuerdos de él. Incluso buenos en sus últimos meses,
porque aún estando muy enfermo nunca perdió su buen humor, su forma de contar
las historia cotidianas. Siempre fue exquisito en todo. Música, ropa, calzado.
Sabía y hablaba sobre pintura, música o cine. Se sentía anarquista. Siempre fue
muy amigo aun de los que no fueron tan amigos. “La chicharra”, así le llamó a
su pub en Cádiz. Su época de gloria e infierno también. Le casé siendo
concejal. Ya estaba muy enfermo. Le debo otra “canción” a “Japi”. Conservo una
foto en la que aparecemos Claudio Puelles, Antonio Ríos, mi sobrino Juan
Manuel, él y yo con gorras rojas del PSOE en un estand en el Paseo La Playa
donde repartíamos propaganda. Creo que era la primara campaña electoral.
Siempre me llamó la atención la lealtad de Luisi, su mujer y lo enamorada que
siempre estuvo; y la bondad y amabilidad de sus padres. Y también a Mamme, le
debo otra canción, porque fue una más de las amigas de aquella primera época,
porque su dulzura y sonrisa permanente hacía más agradable el estar, porque
Nono, Antonio y Carmela permanentemente la echarán de menos y me quiero unir a
sus sentimientos. Siempre la muerte es
injusta. En algunas personas más si cabe. Recuerdo a Andrés Valenzuela, a
Juanini, a José el Cerillo. A muchos otros…
Cuántas
vivencias. Habría contenido suficiente para escribir un solo relato con las
vividas en torno a Patriste. Aquellos fueron “años mágicos”, aunque en negativo
también. Nunca contemplé noches más bonitas que las de Patriste. Tenía allí
Miguel, y por extensión nosotros, un magnífico refugio, para lo bueno y para lo
malo. Allí recuerdo noches de luna llena saboreando sandías rotas y rojas entre
risas contagiosas. Eran auténticas escenas de películas. Recuerdo en las mismas
noches de luna llena, cómo corríamos por aquellos prados en un juego que a
ciencia cierta no sabría especificar en qué consistía. Recuerdo las
conversaciones que teníamos con el “cura”, un señor que se encargaba de cuidar
el ganado o la huerta. En realidad nunca supe qué función hacía y por qué
estaba allí. Y la lluvia. Las tardes de invierno y la chimenea. Los ratos con
Alfonso el de Patriste. A Catalina en sus tareas domésticas. Creo que Patriste y
su sierra es aún más bonita cuando llueve. Allí, en fin, se consumaron muchos
sueños y, sin duda, muchas frustraciones. Allí besé por primera vez a una
preciosa joven que hoy es mi más fiel y amada compañera. De allí, pasando por
Alemania y otras experiencias, al pozo. Poco a poco, gradualmente. De manera
casi irremediable Miguel cada vez se hundía más.
Paralelamente
en el tiempo o algo después, creo recordar, teníamos ocasión de compartir la
Ermita de los Santos. Dolores y Miguel eran los Santeros. Nos permitía contar,
en algunas ocasiones, con dependencias del edificio donde casi a escondidas
compartíamos charlas, risas y alguna que otra bronca de Don Miguel Alex, padre.
Broncas, estoy seguro de ello, con motivos más que suficientes. Y recuerdo la
reacción de Miguel, nerviosa y en actitud de subordinación, temor y respeto
ante la autoridad de Alex padre.
Durante
sus últimos años, Miguel demostró ser una excelente persona y tuvo la ocasión
de demostrar y demostrarnos de lo que era capaz. No sólo salió de un pozo de
donde pocos salen sin daños importantes. Salió y poco a poco se fue
fortaleciendo en todos los sentidos. Buscó trabajo de manera incansable. Se
enfrentó a la dificultad del trabajo, de su escasez, de su pasado y de las
dudas y desconfianzas que despertaba. Pocas personas confiamos en aquel Miguel
Ángel que llegaba de nuevo. Sin duda que un amigo de ambos, Antonio “el
pelirrojo”, fue una de esas pocas. Ismael Vera tuvo ocasión de conocer al
último Miguel. Trabajador, honesto, agradable, servicial y contento y
satisfecho con el trabajo que hacía. Siempre le gustó la mecánica. Aunque algo
chapucero, todo lo arreglaba. Con Ismael encontró lo que más le gustaba. El
campo, la mecánica y la convivencia. He tenido ocasión de hablar con Ismael
sobre él. Antes y después de su muerte. Coincidía conmigo en que era una
excelente persona, extraordinario trabajador y en quien podía confiar de manera
ciega, por su honestidad y lealtad.
Miguel
también se convirtió en un ciudadano ejemplar. Basta con echar una ojeada a las
actividades organizadas por el ayuntamiento en muchas materias y nunca, si se
lo permitía su trabajo, faltaba. Eloy González, de quien en ocasiones he dicho
que era el auténtico Alcalde en muchas materias, reconocía la labor de ese
Miguel ciudadano en una entrada en su Facebook. Era crítico, muy crítico con el
ayuntamiento socialista del momento, con el gobierno, con muchas de las
iniciativas que tenía o que debía de tener. Defensor del medio ambiente y de la
justicia. Era un indignado más ante la mediocridad de la política y de muchos
de los políticos, de la vanidad de muchos de ellos, del desprecio que había
sufrido de muchos de ellos a los que consideraba de los suyos, de los nuestros.
Y el máximo defensor de “su sobrino Juan Mi”.
Miguel
compañero y “padre” de los hijos de Chari. Se responsabilizó hasta tal nivel,
que asistía a todas las tutorías. Me consta que le querían como a un padre,
porque así actuó él. Se preocupaba por los estudios y por los problemas de
convivencia. Sé que las últimas semanas tanto Chari como ellos lo pasaron muy
mal. La enfermedad llevaba consigo un mal añadido que a veces hacía que Miguel
dejara de ser quien era en realidad. Y lo sufrieron.
Miguel
informado y con cultura. Estaba al tanto de la actualidad política en todos los
ámbitos: desde lo local a lo internacional. Le preocupaba especialmente el
problema del pueblo saharaui y palestino. Se indignaba con que Felipe González,
a quien admiraba, cobrase de Endesa. Leía la prensa a diario. Y aprendía
muchísimo de los jesuitas. Recibía periódicamente una revista de análisis y
opinión que le ayudaba a entender y a opinar, con fundamentos, sobre aspectos
de la realidad y del futuro. Hablaba del cambio climático, convencido de que
poco a poco nos estábamos cargando el futuro. Coincidimos muchos domingos y
tomábamos café en el Paseo. Siempre acompañado de Chari. Otras veces se nos
unía Juan el Andarín. Debatíamos a nuestra manera sobre el “estado de la
nación”, que casi se reducía a hablar de Alcalá y de sus problemas. También de
sus políticos. Recordaba Miguel con frecuencia que en una ocasión en la puerta
del Ayuntamiento, ante la visita de autoridades que venían de fuera, pero que
eran del pueblo, le habían enviado a la policía local para evitar que él se
pudiera acercar a increparles…Y recordaba con cierta amargura e impotencia que
le hubieran mirado en ocasiones con desprecio o ignorándole.
Me
contó que estaba de baja por un problema muscular. Luego tuve ocasión de
escuchar una explicación más completa de lo que le ocurría. Me temí algo peor.
Y creo que también él lo temía. Todo fue rápido. El diagnóstico y el desenlace
final. Tuvo la gran suerte de estar rodeado por gente que le quería mucho. Su
familia, especialmente sus sobrinas y sobrinos; Chari y sus hijos y algunos
amigos y muchos compañeros.
Sabía
que no quería que fuera a visitarlo. Lo entendí y así hice. La última vez que
le vi fue en el Bar Pepe, frente a su casa. Estaba mal y percibí, además, que
se encontraba incómodo. No volví a insistirle. Él sabía, a través de Chari, que
nunca dejé de estar cerca. Sabía también que se moría. No tenía motivos para
dudarlo. Sus tres hermanos habían seguido parecidos procesos. Días antes de
morir, me acerqué al hospital. No entré a verlo. No hubiera querido. Tampoco yo
lo quise.
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