Todos
sabemos que, a veces, es necesario gritar, llorar o protestar para
desahogarnos, para aliviarnos de esa presión interior que nos provoca una
injusticia flagrante, un reproche inmerecido o un trato vejatorio; las
agresiones, efectivamente, reclaman una compensación biológica, psicológica y
social que reestablezca el equilibrio emocional. Hemos de evitar, sin embargo,
que la reacción, en vez de curarnos el daño causado, agrave nuestro mal y nos
despierte un virus tan mortífero, tan homicida y tan suicida como es el odio,
cuyo germen aletargado llevamos todos en los pliegues de nuestras entrañas.
Quizás
sea inevitable sentir indignación, rabia, ira, cólera y hasta furia, pero el
odio es otro impulso más grave y más peligroso: es un sentimiento permanente e
intenso, que genera ideas que nos empujan a hacer daño, a destruir, a aniquilar
al adversario haciéndolo desaparecer de la realidad y hasta del recuerdo.
En
los deportes, en la política y en la religión es frecuente que definamos a los
adversarios -a los otros, a los diferentes- como la encarnación del mal radical
y que, por eso, los demonicemos y los pintemos como figuras monstruosas. No
advertimos que las raíces del mal y del odio están también ocultas en el
interior de nuestros propios corazones. Poner todo el mal en un platillo -el de
los otros- es librarse inútilmente de un peso que cada uno de nosotros hemos de
soportar.
José Antonio Hernández Guerrero
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