El amor no es un
impulso ciego
Aunque, repitiendo los principios evangélicos,
todos reconocemos que el amor es la clave que interpreta todos los enigmas
humanos y la fórmula que resuelve todos los problemas de la convivencia, en la
práctica, no lo aplicamos con la coherencia ni con la asiduidad que sería de
esperar. A veces, temiendo que nos ciegue y nos despiste, neutralizamos su
posible influencia e, incluso, actuamos en contra de sus dictados. Es
frecuente, también, que lo cubramos de apariencias rígidas, que lo disimulemos
con máscaras grotescas, para evitar que los demás adviertan su poderosa
influencia.
En contra de las explicaciones que lo definen como
un mero impulso expansivo, como una fuerza generosa o como una donación
gratuita, el amor constituye el procedimiento que más nos enriquece
personalmente, el que más sufrimientos nos genera y el que más goces nos
proporciona. Nos hace fuertes y valientes, y, al mismo tiempo, vulnerables y
cobardes. A pesar de que sabemos que es el capital más rentable, solemos
invertir en él nuestros recursos con una asombrosa parquedad.
A veces, por confundirlo con el gusto, con el
interés, con el deseo o con la pasión, afirmamos que el amor es ciego,
incontrolable y, por lo tanto, imposible de orientar, de frenar o de estimular,
pero los destinatarios preferidos del amor de los que se dicen creyentes, han
de ser aquellas personas que sufren, aunque no
despierten apetencias o aunque no resulten atractivas, agradables ni
beneficiosas.
José Antonio Hernández Guerrero
0 comentarios:
Publicar un comentario