Tras leer detenidamente algunos
comentarios que he recibido, he llegado a la conclusión de que,
en el artículo anterior titulado “La mediocracia”, no me expliqué con suficiente claridad. Por eso me permito insistir en que mi crítica
a la entrega pasiva a la televisión -al imperio de la “mediocracia”- pretendió
ser, justamente, una defensa de una manera sencilla y natural de vivir la vida
humana. La denuncia de “esa amplia masa de adictos
televidentes que alimentan su débil imaginación y llenan su vacío pensamiento
con los productos más insustanciales que les proporciona la ya no tan pequeña
pantalla” quiso ser una reivindicación de algunos valores muy nuestros
que, en estos días, están en peligro. Me refiero a esos comportamientos
orientados en el sentido inverso al camino que nos traza la publicidad: hacia
ese mundo masificado, mecanicista, agresor de la naturaleza y lleno de
tensiones bélicas; hacia esas metas opuestas a nuestra cultura del sur, a
nuestra manera meridional de entender la vida.
Tiene razón el filósofo Alfonso Guerrero cuando afirma que
no podemos descalificar la mediocridad de una manera absoluta; que no podemos
menospreciar la aspiración a una existencia serena, apacible y tranquila, ni
desestimar el deseo de una vida alejada de la convulsión febril, de los
conflictos paroxísticos; que no podemos censurar el proyecto de una vida
sobria, dedicada al ocio fecundo, alejada de las inextinguibles ambiciones,
retirada de la agitación nerviosa y apartada de la luchas feroces por el
poder.
Yo
también apuesto por esa mediocridad calificada de dorada -"aurea
mediocritas"- que, desde que la proclamó Horacio, ha sido celebrada por
los poetas y ha constituido, para muchos, una fuente de bienestar íntimo y de
felicidad honda.
Aunque a veces los critiquemos,
en el fondo anhelamos seguir el ejemplo de tantos paisanos nuestros que
prefieren ganar menos dinero y disfrutar tranquilamente del tiempo.
Probablemente sin saberlo, están imitando a Horacio cuando rehusó el cargo de
secretario de Augusto para permanecer en el campo y defender allí su
tranquilidad y su ocio sin molestar a nadie en provecho del cultivo de sus
letras y de su filosofía, para dedicarse a sus poemas, (“Dichoso aquel que de pleitos alejado…”),
a esos versos que sirvieron de inspiración a Garcilaso en la “Flor de Gnido” y
a Fray Luis de León en su “Oda a la vida
retirada” que comienza con estas palabras: “Qué descansada vida / la del que huye el mundanal ruido / y
sigue la escondida / senda por donde han ido / los
pocos sabios que en el mundo han sido”.
¿Qué
nos importa que quien acaricia el anhelo de paz o que quien valora el goce de
la soledad en el retiro de la naturaleza, el disfrute de la serenidad (epicúrea
y estoica) y su amor a la dorada medianía, no haya bebido directamente en la
fuente clásica de Horacio? Creo que deberíamos hacer una relectura de los
vicios morales y reinterpretarlos desde la perspectiva del bienestar físico y
mental. Si fuéramos menos ambiciosos, probablemente se nos reduciría el riesgo
de padecer un infarto y nos bajaría el nivel de estrés y de colesterol.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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