De vez en cuando suelo recoger
y contemplar detenidamente en la palma de mi mano un puñado de esa tierra
oscura que pisamos y de la que estamos hechos. Me llama la atención, sobre
todo, que el terrón más pequeño de ese barro sea bastante más complicado que
todas las fórmulas algebraicas y más complejo que todas las tesis filosóficas.
¿Te has fijado cómo las ciencias -la Química, la Física, la Fisiología- no son
capaces de explicar plenamente el interior de las cosas, y cómo ni siquiera la
Psicología nos da cuenta de la intimidad profunda del hombre o de la mujer?
Como tú repites -querida Carmita- “todos nuestros comportamientos rutinarios
encierran alguna zona de misterio e, incluso, nuestras verdades evidentes
ocultan siempre algunos secretos indescifrables”.
Si la ciencia es insuficiente
para descifrar todos los secretos de la naturaleza, mucho menos es capaz de
interpretar las razones de los comportamientos humanos. Aunque es
psicológicamente explicable y éticamente comprensible que realicemos un
permanente esfuerzo por racionalizar nuestros comportamientos, hemos de
reconocer también que, en muchos casos, ese intento nos resulta completamente
inútil.
Todos tenemos experiencia de la
ineficacia de los razonamientos lógicos para explicar el fondo de nuestras
decisiones y todos tenemos pruebas de lo difícil que es lograr que los demás se
pongan en nuestra situación. Por eso opino que pretender que los demás -los
padres o los hijos, los alumnos o los profesores, el marido o la mujer- nos
entiendan racionalmente es un objetivo insuficiente e inútil; deberíamos
intentar que, además, nos comprendan y, para ello, es necesario que nos
acerquemos mutuamente y que apliquemos el calor de las sensaciones espontáneas
y de los sentimientos profundos. Pienso que no nos deberíamos preocupar demasiado por razonar y por justificar
nuestros comportamientos.
Algunas veces, las gentes
sencillas, las que no son intelectuales, ni científicos, ni políticos, ni
artistas: las que carecen de los conocimientos especializados de la Psicología
o de Neurología, saben ver mejor por dentro porque poseen una perspectiva más
inmediata y, sobre todo, más vital. Con sus miradas directas descubren que no
existen esas contradicciones que, de manera permanente, los avinagrados
críticos denuncian. El empleo del recurso fácil al sarcasmo, para zaherir
permanentemente de manera inmisericorde a los que no son de nuestra cuerda,
revela, más que el talento literario, el talante psicológico y la dimensión
moral del autor amargado.
Como todos sabemos, las
reflexiones son, frecuentemente, "racionalizaciones", meras
justificaciones de conductas -quizás- injustificables o explicaciones inútiles
de palpables contradicciones. Aunque es cierto que la mente es nuestra más
eficaz arma de protección -y, por eso, siempre que pensamos, tratamos de
defendernos- en mi opinión, nos debería ocupar también en indagar, comprender y explicar esas
raíces profundas de nuestros comportamientos cuya coherencia es tan real como
oscura. Hay que ver lo fácil que es la crítica y lo difícil que es la
comprensión.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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