domingo, 28 de mayo de 2017

EL MOSQUEO Y EL CABREO

                                                     
Una de las consecuencias negativas que, a veces, se derivan de los ascensos a cargos relevantes es el aumento exagerado de la propia estima y, por lo tanto, la multiplicación incontrolada de las “vivencias de autorreferencia”. La manifestación más clara de este hecho es la hipersensibilidad que muchas mujeres y hombres públicos experimentan ante las críticas, y el disgusto desproporcionado que les causa la escasa atención que los demás les prestamos. Con frecuencia, estos personajes se sienten exageradamente atacados y heridos en su “amor propio”. Situados en la gloria, echan la culpa de sus fracasos a los demás, interpretan como malicioso cualquier comentario que no sea un elogio. Están convencidos de que todo el mundo pretende engañarlos, hacerles daño y aprovecharse de ellos; ponen en duda la lealtad de los amigos y la fidelidad de los subordinados.

El que se sabe demasiado importante corre el riesgo de estar en un estado de permanente “mosqueo” y, a veces, de insoportable “cabreo”. Los ascensos en las categorías profesionales, en los niveles económicos, en las escalas sociales, en las dignidades eclesiásticas y en los puestos políticos producen, en muchos casos, el aumento de la irritación y del mal humor como consecuencia de la desilusión que genera la insuficiente consideración con la que son tratados y el escaso reconocimiento que sus figuras despiertan. Algunos, incluso, se sienten permanentemente vejados porque -afirman- “la gente no se da cuenta a quién está tratando”.

Todos conocemos a personas que eran desgraciadas porque no ascendían pero, desde que lograron subirse encima de un estrado o situarse detrás de una “baranda prestigiosa” como, por ejemplo, una cátedra, una concejalía, una canonjía, un episcopado, un ministerio o, incluso, una vocalía en la junta de la comunidad de vecinos, llegan a la conclusión de que toda su naturaleza se ha transustanciado y, en consecuencia, exigen que su mujer, sus hijos, sus hermanos y hasta el mecánico que le repara el automóvil, los traten teniendo en cuenta su excelsa dignidad. Desgraciadamente estas reacciones son más frecuentes de lo que cabría esperar; por eso, algunos alumnos comentaban extrañados que a su profesor ni siquiera se le había cambiado la voz tras haber aprobado las oposiciones.  


No debería sorprendernos demasiado que sean tantos los personajes que, según las crónicas periodísticas de estos días, se han sentido ninguneados, marginados y vejados por el trato insuficiente que les han dispensado los medios de comunicación. 



José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz

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