Como nos enseñó Aristóteles, los
dramas sangrientos poseen una intensa fuerza catártica y cumplen, además, unas importantes
funciones éticas y estéticas. Recordemos cómo nos explicó que la utilidad de la
tragedia estriba en la fuerza con la que los espectadores, al ver proyectadas
en los actores nuestros sufrimientos y nuestras pasiones, experimentamos un
efecto purificador. Mediante la contemplación y a través de la participación
anímica en las escenas, sometemos nuestro espíritu a profundas conmociones que,
paradójicamente, sirven para serenarnos.
Cuando salimos del patio de butaca, tras haber participado en el duro castigo
que han infligido a unos seres semejantes, experimentamos pena y dolor,
lloramos y nos desahogamos, y, finalmente, nos quedamos más tranquilos y más
limpios: nos sentimos mejores seres humanos.
Recuerdo, por ejemplo, “La Pasión
de Cristo”, aquella película dramática estadounidense de 2004, dirigida por Mel
Gibson y protagonizada por Jim Caviezel como Jesús de Nazaret, Maia Morgenstern
como la Virgen María y Monica Bellucci como María Magdalena. En ella se recrea
la Pasión de Jesús de acuerdo, en líneas generales, con los Evangelios
canónicos.
La película fue rodada íntegramente
en Italia: exteriores en las ciudades de Matera y Craco (en la sureña región de
Basilicata), y los interiores en los estudios de Cinecittà (en Roma). Esta
Pasión, que se rodó en latín, en hebreo y en arameo con subtítulos, además del éxito
económico, excitó algunas pasiones, despertó ciertas conciencias éticas y hasta
provocó algunas conversiones religiosas. Según las informaciones publicadas,
muchos cristianos y no cristianos pasaron por taquilla para no perderse el estreno en España.
Algunos afirmaron que, por su realismo, humaniza la
figura de Jesús de Nazareth;
otros confesaron que era una impresionante y conmovedora meditación sobre la
pasión de Cristo, y no faltaron quienes dijeron que les
hizo pensar en el sentido trascendente de esta vida. El intérprete de la figura
de Jesús, Jim Caviezel, confesó: “Ahora entiendo el
sufrimiento mucho mejor que antes; los dolores de Jesús me ayudan a dar sentido
a mis dolores y a tratar de aliviar los ajenos”.
Otros comentaristas,
por el contrario, han mostraron su rechazo al oportunismo de un “intransigente
cristiano integrista que no dudó de bañar de sangre las pantallas para
alimentar los bajos instintos del personal con el nada místico propósito de
ganar una fortuna”. En mi opinión, esta “Pasión de Cristo” es sólo una película
que ha de ser visionada con la misma distancia y con idéntica actitud crítica
con las que contemplamos las demás obras teatrales o cinematográficas.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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