Todos sabemos que la
belleza física no es una llave que, por sí sola, abre las puertas del éxito
familiar, social, artístico, político o económico o, en otras palabras, que el
mundo no es sólo de los guapos. Tampoco podemos afirmar que, como dice el
refrán, “la suerte de la fea la bonita la desea”. Las investigaciones
psicosociales han mostrado cómo la belleza física provoca en muchos casos
"efecto de halo", esto es, que extiende la valoración positiva de su
atractivo físico a toda la persona,
atribuyéndosele otras cualidades positivas de las que, quizás, carece. Una
mujer o un hombre guapos nos parecen, al principio, simpáticos, inteligentes y
hasta divertidos. Por eso, podemos afirmar que, en un primer momento, la
belleza física es un poderoso factor de atracción, pero esta percepción
contaminada -este "efecto de halo"- suele disolverse en breve si la
persona no posee las cualidades que se le suponen.
A la hora de determinar
ascensos, salarios, oportunidades o calificaciones, el juicio crítico, por
ejemplo, de los empresarios, puede verse influido -conscientemente o
inconscientemente- por el atractivo físico del hombre o de la mujer que han de
evaluar. La experiencia nos dice que, a veces, si nos dejamos llevar por las
apariencias, podemos ser más comprensivos o más permisivos con los guapos que
con los feos, y que las personas físicamente atractivas tienen mayores
facilidades para lograr algunos objetivos, hemos de reconocer, sin embargo, que
esta impresión sólo ayuda en un primer momento pero, si la relación se alarga,
la belleza física es un aval insuficiente.
Todos conocemos
múltiples y lamentables casos de personas que, precisamente por ser tan guapas,
han sido unas desgraciadas. Unas porque se engreían tanto que menospreciaban a
los más “normalitos”; otras porque transmiten la imagen de que son simples
floreros y, por lo tanto, impiden que nos fijemos en otras cualidades que son
todavía más valiosas; otras porque gastan todas sus energías en conservar
inútilmente un aspecto que, irremisiblemente, se deteriora y, en consecuencia,
no les quedan fuerzas para cultivar otros terrenos más fértiles para el
crecimiento humano y profesional.
La “guapura”, cuando no
está acompañada de otras cualidades, puede constituir un serio obstáculo para
la madurez personal. Es un valor que, como ocurre con las monedas, depende, en
gran medida, del capital que la avala. Es sabido que la belleza es un lenguaje
y, por tanto, su cotización depende de los mensajes que transmite; si está
vacía pierde casi todos sus alicientes y gran parte de su razón de ser. ¿No es
verdad que algunos personajes de revistas nos parecen simples muñecos
decorativos? A los guapos les ocurre, por ejemplo, como a los hijos de los
famosos: que, además de valer, tienen que demostrar su valía. Es cierto que
algunas “misses”, tras ganar premios han logrado rápidamente unos trabajos bien
remunerados, pero también es verdad que, en la mayoría de los casos, sus éxitos
profesionales han sido exiguos.
Hemos de reconocer, sin
embargo, que el peligro mayor reside en ellos mismos; en confundir la forma con
el fondo y en creerse que la belleza es el valor supremo y que, por lo tanto,
con ella pueden comprar cualquier otro bien. Los hechos demuestran que, en la
mayoría de las ocasiones, la belleza -sobre todo si es despampanante- impide
que propios y extraños fijen su atención en otros valores más preciosos y más
rentables. Todos hemos experimentado una profunda decepción cuando, tras abrir
un envoltorio fascinante, descubrimos que está vacío, que las nueces están
huecas, los huevos hueros o que las carrocerías carecen de motor y las
lámparas, de luz. La belleza vale en la medida en que sirve para, de manera
eficaz y grata, transmitir mensajes positivos.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
Universidad de Cádiz
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