Evaristo
Hermoso se levantaba todas las mañanas cuando su hijo Juan se marchaba para el DIQUE.
Hacía diez años que se había quedado viudo y con el tiempo y porque las fuerzas
ya no le respondían había tenido que marcharse a vivir con su único hijo, con
su nuera Juana María y con los tres nietos que ya estaban todos creciditos y en
edad de merecer. Evaristo compartía la casa el tiempo imprescindible ya que su
trabajo ahora que el tiempo se le había echado encima consistía en hacerle a su
nuera los mandados que sus nietos no querían hacer, que eran casi todos,
recoger el número del médico para que Juana María, su nuera, no tuviera que
guardar cola, bajar la basura y otras cosillas menos importantes, hiciera frio
o calor mientras su nuera le pasaba la fregona al suelo. Evaristo Hermoso disfrutaba
mientras su hijo estaba en el Dique haciendo estas cosas con tal de poder salir
por las tardes a echarse unas partiditas de dominó en el güinche de la esquina
donde lo esperaba puntual su amigo Agustín. Por el dominó había sacrificado la
siesta, las películas pornográficas y casi todo, su amigo Agustín que se había
jubilado con la paguita de sacristán, después de haber estado desde su más
tierna infancia al servicio del padre Eulogio, una institución en el pueblo
pero un tanto guarro y al que le servía como fámulo personal en los ratos que
el servicio divino se lo permitía teniendo que vaciarle el orinal todas las
mañanas porque el P. Eulogio padecía de incontinencia en la vejiga y las más de
las veces no le daba tiempo de ir al retrete, se encontraba con la misma
situación que él pero con la ventaja de que vivía solo y apenas tenía más
obligaciones que las que él se imponía que eran pocas: unos cuantos canarios en
la azotea, una tórtola que un niño le dio una tarde del mes de junio y que le
runruneaba, cada vez que se ponía en celo, sus cigarrillos y las películas pornográficas
que alquilaba en el video-club de la
esquina.
Por
los días los achaques propios de la edad, frio en los riñones, la bragueta coja
y algún que otro dolor en el brazo derecho que hacía que más de una vez le
tuviera que menear las fichas Evaristo con el permiso de los contrarios. Lo de
la mano derecha, por más que él explicaba y reexplicaba que era de la
circulación, no dejaba de ser motivo de choteo entre lo demás compañeros que sin
piedad, le reprochaban que algún día se lo iba a partir de tanto intentarlo y
que ya Evaristo Hermoso se levantaba todas las mañana cuando su hijo Juan se
marchaba para el “Dique” no estaba para darse muchos quebraderos de cabeza ni a
la de arriba ni a la de abajo. Ni los compañeros de Agustín, ni Evaristo Hermoso
se creían lo de la circulación porque la televisión estaba intentando que todos
los viejos volvieran a una segunda juventud que ya no les correspondía, pero
él, hombre fiel a las instituciones, se creía todo lo que le decían y más si
era para su beneficio, hasta llegó a
llevar una estampa de Felipe de cuando éste estuvo en Cádiz y lo
llevaron a la Plaza de la Catedral y le dieron un bocadillo de chorizo con pan
del día anterior que estuvo repitiendo durante una semana.
Evaristo Hermoso
y Agustín eran felices y se compaginaban muy bien y vivían pendientes el uno
del otro más por compartir la necesidad y los ratos de ocio que por los
sentimientos. El uno había vivido pegado a las grúas del Dique y el otro entre
santos, curas, orinales y novenas.
Se
levantó Evaristo Hermoso muy temprano, como siempre, y después de arreglarse un
poquito salió de la casa, sin que la nuera se diera cuenta, camino de la estación.
Estuvo sentado en un banco hasta que pasara uno de los trenes que tenían previsto
su paso dos horas después de lo establecido y vino a montarse a eso de las diez
de la mañana en el correo que venía de vuelta de Madrid. Se subió
como pudo en uno de los vagones traseros y esperó a que el revisor
viniera para pagarle, porque no había querido pasar por taquilla para que nadie
del pueblo lo viese merodeando por las oficinas para que no le dijera nada a su
hijo y mucho menos a su nuera Juana María,
porque después le calentaba la cabeza a su hijo y era peor que si le hubiese
roto el jarrón de la entradita que tanto apreciaba porque se lo había regalado su
marido un muchacho muy joven cuando vino a su puerta unos años atrás vendiendo enciclopedia
para que los niños pudieran estudiar solos y sacasen muy buenas notas. Todavía
recordaba que la enciclopedia se había pasado años enteros en la estantería
done él al principio colocaba el tabaco y cómo tuvo que quitarlo de allí porque
no hacía juego el cuarterón con los cantos rojos de la enciclopedia. Juana María
no era mala gente, pero tenía la manía del orden y la limpieza y lo quería
tener siempre todo limpio y aseado, cosa que el agradecía, pero llegaba a
molestarle, cuando las cosas llegaban a un punto de exageración.
Evaristo
recordaba en el traqueteo del tren, que su vida antes de quedarse viudo consistía
en lo mismo que ahora. Pero su santa a lo más que llegaba era a mandarlo a
sacar el perrito por las noches, cuando los nietos, hartos de la novedad del
animal, lo dejaban en la casa, mientras el animal rabiaba por hacer sus
necesidades.
Fue
contemplando las salinas que se elevaban sobre los esteros, unas más blancas
que otras y así se le fue pasando el tiempo hasta que llego a San Fernando. El
revisor, aún no había llegado hasta donde él estaba y cuando vio que este se bajó
se colocó en uno de los vagones delanteros, por donde intuía que éste ya había
pasado y se preparó para el ultimo paseo hasta la capital. Le molestaba tener
que estar escondiéndose para ahorrarse cuatro duros, pero ¡qué coño! Con el
dinero que se ahorraba tenía el tabaco para el día. Cuando enfiló la curva de Torregorda,
ya lo tenía casi todo conseguido, ahora con un poco de suerte estaba en Cádiz,
y sin pagar. La verdad que él podía haber cogido el vapor que salía cada hora
desde Matagorda y haberse puesto en un rato en el muelle de Cádiz, pero por no aguantar
al coñazo del Quinito Mariscal, que se creía que el vapor era suyo. Prefería ir
andando rodeando la bahía o a nado antes que tener que aguantar sus
impertinencias. No se podía escupir ni
hablar al conductor. Quinito se creía que era un conductor de esos de los
tebeos a la antigua y lo que le faltaba era el uniforme, siempre iba cantando
una canción que decía que él se había inventado “y va el capitán pirata
cantando alegre en la popa…y va el capitán pirata cantando alegre en la popa…” pero
Quinito Mariscal, no dejaba de ser un sieso manío y músico. Pensando estas cosas,
por poco no se la pasa la Segunda Aguada. Allí se bajó y ya en el andén volvió
la cara hacia donde creía que estaba el revisor y mentalmente le hizo un corte
de manga, se arremangó un poco los pantalones y empezó a orientarse para
enderezar camino de la Residencia de la Seguridad Social.
Como
consideró que todavía era temprano para visitar a su amigo Agustín
se fue yendo despacio mirando
escaparates hasta salir a la Plaza de Abastos de San José y ya que
estaba allí se metió en un bar y pidió un
Chiclana, ante de que le hubieran servido, depositó un duro encima del
mostrador, dándole a indicar al camarero
que eso es lo que estaba dispuesto a pagar y no más, el camarero le puso
el vaso encima del mostrador y le retiró el duro como dándose cuenta de que allí se iba a
cumplir lo de convidá pedida convidá pagada. Cuando ya iba por el tercer duro.
Miro la hora y se fue despacito hacia las inmediaciones de la clínica. En la
puerta le compró dos claveles a una gitana que tenía a un chiquillo agarrado a
un pezón del pecho y con paso firme se dirigió a la puerta. En el mostrador y
frente a un celador que estaba comiendo pipitas soltó en nombre de su amigo: Agustín
Fernández Medinilla, por favor, el celador le respondió amablemente Juan Fernández,
¿ que desea Ud? Digo que vengo buscando Agustín Fernández Medinilla. ¿es médico
o A T S? NO, es sacristán jubilado.
Lleva aquí unos días por asunto de una mano que le cuesta mucho trabajo mover.
Es la derecha. Eso está en traumatología, pregunte usted en ingresos que allí
le dirán en qué planta se encuentra. Evaristo Hermoso se dio media vuelta y
empezó a pensar que ver a su amigo iba a ser más difícil de lo que creía. Como
no quería hacerse muy pesado porque sabía que las personas que están detrás de
los mostradores tienen el genio muy corto, decidió dejarlo descansar un poquito
hasta que volviera otra vez a su estado normal que según él creía debía ser
pasados unos dos o tres minutos. Permaneció inmóvil en su sitio e hizo como si
se llevara la mano a la cartera y sacó de ella cinco duros de papel y volvió de
nuevo sobre sus pasos. Y eso de los ingresos ¿me podría indicar por dónde cae?
Evaristo Hermoso dejaba ver los cinco duros que de un momento a otro parecía
que iban a cambiar de mano. El celador dejó encima de la mesa el cartucho de
pipas y diligentemente le señaló. Allí enfrente. Dígale a la señorita que está
allí que va de mi parte. Evaristo Hermoso, hizo un gesto como de querer
desprenderse del dinero. Pero en ese momento empezó a andar hacia la
ventanilla. El celador se le colocó detrás y fue el que preguntó sin darle
tiempo a que el pudiera hacerlo. Margari, dile a este señor en que habitación
se encuentra a Agustín Fernández. Agustín Fernández… ¿y qué más? Medinilla
señorita, Medinilla... Agustín Fernández Medinilla. La Srta. Margari, saco el libro
de registros y empezó a repasar apellidos., y ¿cuando entró? Tresantié, me
parece, pero de madrugada ya. Fernández Hinojo, Fernández Peral, Fernández Fernández,
Fernández Medinilla Agustín… ¿es familiar? ¿de quién? Respondió Evaristo, no,
que si le toca a usted algo el compañero de puerta. El celador se adelantó a
contestar, si, es vecino. Ah. Porque ya sabe que no podemos dar los nombres a
personas que no sean familiares. La trescientas cuarenta y tres. Gracias Margari,
eres un solete guapa. Vega usted por aquí buen hombre yo le acompañaré. Evaristo Hermoso,
empezó a darse cuenta de que todo aquello de que decían de que todos los
funcionarios eran buena gente iba a ser verdad. El celador acompañó a Evaristo
hasta la puerta de entrada, y este no dejaba de mostrar los cinco duros en la
mano derecha. Bien, coja usted el primer ascensor y cuando llegue a la tercera
enfrente, un poquito a la mano derecha, allí mismo está la habitación
trecientas cuarenta y tres. No tiene pérdida. Con la cortesía que le había dado
la educación recibida por los Hermanitos de las Canteras. Evaristo Hermoso, le
soltó, permítame buen hombre que le obsequie… por favor no se moleste decía el
celador, mientras alargaba la mano esperando que Evaristo Hermoso le largara
los cinco duros. No, si no es molestia, siempre suelo llevar algunos para estas
circunstancias, y metiéndose la mano en el bolsillo le puso en la palma de la
mano del celador un caramelo de la marca MAURI que siempre llevaba para suavizarse
la garganta, cuando el caldo de gallina se la irritaba, El celador se vio con
los cinco duros en la mano, pero notó que el tacto era más bien áspero, aunque
no echó cuenta al momento. Evaristo Hermoso se dirigió al final del pasillo en
busca del ascensor mientras el celador “se cagaba en la madre que pario al
viejo”.
Evaristo Hermoso,
llegó a la planta y lo primero que hizo fue arremeterse la camisa por entre los
pantalones porque quería estar presentable cuando se encontrara delante de su
amigo Agustín, se alisó el pelo y respiró profundamente. Vamos a ver cómo está
este muchacho, pensó para sus adentros. Tal como le había dicho el celador la
habitación estaba casi justo delante del ascensor. Desde la misma puerta y casi
sin llamar Evaristo llamó a Agustín, y este sorprendido se llevó un sobresalto
tremendo al ver a su amigo en el trasluz de la puerta.
Me cago en
diez, Evaristo, charran ¿qué haces tú aquí’ ¿No has podido esperar a mi
entierro?
Ya ves
estaba allí aburrido y me dije: voy a echar un ratito con el amigo Agustín. Que
tiene que estar pasándolo de muerte allí en el hospital.
Hombre,
de muerte todavía no, pero no creas que me falta mucho.
Que
va, hombre, si estás mejor que cuando te viniste, se nota que te tratan bien.
Tienes una cara estupenda.
Ahora,
porque he pasado unos días que no te quiero ni contar, creí que me iba.
Tú
siempre tendrás asegurado un sitio en el otro mundo que de que te iban a servir
los años dedicados a la iglesia.
La hora
de la comida se estaba echando encima y por el corredor ya sonaba el carrillo y
el cimbrear de los platos despertando los apetitos de los enfermos que estaban
medio adormilados en las habitaciones, Evaristo Hermoso, como a cualquiera, la
lengua empezó a darles vueltas en la boca ¿Qué tal se come aquí? Le dio por preguntarle
a su amigo Agustín.
Regular, las
comidas no son malas, pero las monjitas se empeñan en ponerles sal y algunas
cosas están que no hay quien se las trague.
Bueno,
pues ya creo que es hora de marcharme porque de lo contrario me voy a quedar sin
la mía.
Agustín
pensó que debía de convidar a su amigo Evaristo que ya que había tenido el
detalle, lo menos que podía hacer era corresponderle y cumplir como Dios manda
y de camino alargar un poco más la
visita y así poder seguir charlando en el resto de la tarde, al fin y al cabo dentro
de unas horas empezaría la hora de la visita oficial y en fin para lo que
quedaba de tiempo era preferible que se quedara allí y no tener que darse el paseo
y volver otro día.
Creo
Evaristo que te debes quedar y acompañarme en la comida. Evaristo lo interpretó
como un cumplido, como un detalle, pero Agustín insistió. ¿Por qué no te quitas
la chaqueta y te metes en la cama? Hombre, porque no me van a dar de comer así
por la cara, tú haz lo que yo te he dicho.
Evaristo Hermoso
se desprendió de la chaqueta y la colgó en el gancho de detrás de la puerta y
se metió en la cama con zapatos y todo. Cuando entre la señorita de la comida,
tú te haces el dormido y yo me encargaré de todo.
A
Evaristo sólo le asomaban de entre las sábanas los ojitos vivarachos, pero no
le dio tiempo a pensar en nada cuando el carrillo ya estaba en la puerta.
¿Cuántos
hay aquí? Agustín se calló y en principio no dijo nada. Cuando la señorita vio
el bulto en la cama y a Evaristo con los ojos cerrados se atrevió a decirle a
la señora del carrillo. Ha llegado esta mañana. Está un poco cansado y se ha
dormido, ¿dieta normal? preguntó la señorita, mirando hacia otro lado arrascándose
la pantorrilla por el hueco de la bata blanca. Normal, creo que es normal, sólo
está aquí para un asunto de trámite. ¡Ya podían avisar los del control, que
tiene una que hacerlo todo!
Agustín
se calló e hizo que ya no le interesaba nada más. Y cuando la señorita preguntó
si era fruta o carne membrillo lo que quería de postre, no contesto, entre
otras cosas porque ya había dejado en cada una de las bandejas una naranja,
mientras se daba la vuelta, despreocupadamente.
Cuando la
señorita desapareció a Agustín se le encendieron los ojos y espetó a Evaristo ¿qué
te dije? Yo aquí tengo mucha mano. Todos
me tratan estupendamente.
Ahora
levántate y cierra la puerta que por lo menos hasta las tres estamos
tranquilos. Además, ya hoy no vienen médicos y solo por la noche viene a
ponerme el termómetro y a tomarme la tensión.
Evaristo
tenía una delicadeza especial para las enfermedades y para los enfermos. Su
sensibilidad se multiplicaba ante los problemas y agradecía, como nadie,
cualquier gesto que fuera encaminado a ayudar a los demás. Él lo hacía a su
modo, pero a veces, como él decía se le trababan las ideas y más que bien convertía
su estado de ánimo en un problema. Por la tarde, ya que su amigo Agustín había
reposado la comida y se encontraba sentado en la banqueta que servía para que
la enfermera le tomara la tensión, cosa que hacía casi diez veces al día vino a
visitarlo su amiga Belén, que se había enterado de que estaba hospitalizado a
través de una amiga suya que estaba en la cuarta planta, y ya que estaba allí
había decidido hacerle una visita, porque nunca se sabe lo que pueda pasar.
Belén tenía la costumbre de que mientras hablaba, golpeaba las espaldas de los
contertulios y cada vez que al pobre Evaristo le tocaba la paletilla, le
retumbaba el hombre y veía las estrellas, pero por educación y en atención a la
visita no decía nada y lo sufría, desencajarle la cara en cada golpe. La
conversación discurría por los derroteros de las enfermedades. A Pilita, le
cortaron hace un año la pierna está en la cuarta. A la pobre le queda poco de
vida. Ahora le tiene que cortar la otra. No es como tu Agustín que lo único que
tienes es una congestión que te ha dado sabe Dios de qué. Menos mal que las
monjitas la cuidan por que los hijos la tienen abandonada de todo. Ahora tiene
la otra pierna, casi paralizada del todo. Y no hay quien le eche una mano y yo creo que se la van a tener que cortar
igual que la otra. La tiene casi negra y es lo que yo le he dicho siempre Pilita
si es que no andas siempre estás sentada en la silla. Tienes que hacer
ejercicios.
Como la cosa
se presentó de pronto han traído a la pobre al hospital con lo puesto, sin dar
tiempo a preparar la bolsita con sus cosas, con lo limpia que es ella y lo
coqueta que aunque le faltara una pierna parecía tan derecha y tan arreglada en
su sillita de ruedas y claro aquí te dan una funda de toalla para que te seques
la cara y te lo tienes que traer casi todo de tu casa, pero como ella no puede
ni moverse, pues imaginaros a la pobre. Lo que está pasando. Porque será coja,
pero limpia ha sido siempre como los chorros del oro, como la que más. He
tenido que bajar a la ferretería que está a la vuelta de la calle, y le he
comprado un poquito de Champoo. Un cepillito de dientes y su cremita, porque
como es tan coqueta, tampoco quiere que se sepa que tiene dentadura postiza y
es lo que yo le he dicho. Pilita, hija, cualquier día te la tragas y te van a
tener que abrir en canal para sacarte los dientes
Aquí lo
tiene todo para llevarlo después. Pero lo que pasa es que acaba de llegar el
saborío de su sobrino que lo único que quiere es que se muera para cogerle las
cuatro perrillas que la pobre tiene ahorradas de la pensión y de la casita que
vendió. Yo creo que lo mejor será, Agustín, que tú que te has llevado bien
siempre con todo el mundo se la bajes antes de irte, está en la cuarta, en la
cuatrocientas treinta y seis, la primera cama entrando, al fondo hay una
viejecita que como si no estuviera, la pobre no puede hablar, tiene puesto el oxígeno,
pero le hace mucha compañía y le da a Pilita mucho ánimo.
Belén
llenaba la habitación de monólogo y Evaristo y Agustín se mechaban la barba
esperando que la buena señora se cansara y fuera a visitar a otro paciente. Además,
Evaristo tenía ya la espalda tan dolorida de los golpes que estaba a punto de perder
el respeto debido a las visitas y de gritar pidiendo auxilio. Cuando por fin, ya
a la caída de la tarde, la buena señora miró el reloj. ¡Dios mío, que de tarde
se me ha hecho! Agustín ya vendré otro día
a verte y verás cómo a ti no tienen que hacerte lo mismo que a Pilita. Salió de
la habitación, dejando en la mesillo de noche la bolsa de plástico con los utensilios
de seos que le había comprado a su amiga.
Cuando se
quedaron solos, ninguno de los dos pudo decir nada porque tenía la cabeza llenas
de piernas cortadas, de monjitas que se aprovechaban de los ancianitos y de
jaleo de pasillo de gente que iba de un lado a otro visitando enfermos y de
viejos en pijama con las braguetas abiertas y pechos descubiertos paseando por
los corredores contando las infinitas lozas de un extremo a otro.
Se me está
haciendo tarde Agustín, será mejor que
me marche porque en mi familia nadie sabe que estoy aquí y no quiero que se me
mosqueen, que después los tengo con caras largas toda la semana. Además, no
quiero que se acostumbren a estar sin mí, no vaya que le cojan gusto a la cosa
y me metan en un asilo de esos donde no puedes ni fumar. Sería conveniente Evaristo
que ya que esta buena mujer te ha dejado el encargo se lo bajaras antes de irte
y así cumples y al mismo tiempo te interesas por ella y le das recuerdos de mi
parte. Le dices que yo bajaré cuando me encuentre más repuesto a hacerle una
visita, que nunca estas cosas están de más. A ver si vienes otro día y podemos
dar una vueltecita, aunque sea por el corredor porque la verdad es que aquí se echa de menos la compañía de un amigo.
Evaristo cogió
la bolsa y salió deseándole a su amigo Agustín pronto restablecimiento. A pesar
de las luces en el fondo se notaba la oscuridad de la noche. Hizo un ejercicio
mental que le supuso estar parado más de un minuto en frente del ascensor y
cuando este se abrió en sus narices, pulsó y diciendo para sí. La cuatrocientas
treinta y seis. La puerta se abrió de nuevo y cogió pasillo adelante en busca del
número. El pasillo estaba a media luz y casi a tientas visual llegó fasta el
sitio. La puerta estaba medio entornada. Sin llamar se metió dentro. La
habitación estaba semi en penumbra. La lámpara de la cabecera tenía una
bombillita fundida y la otra se apagaba y se encendía dejando la estancia como
un portal de Belén pobre. Se acercó suavemente a los pies de la primera cama y
con voz suave se dirigió a la enferma ¿Pilita, eres tú? Pilita abrió los ojos y
entre la oscuridad y los destellos de las luces contestó: Si, ¿quién eres tú? Evaristo
contesto: vengo de arriba y te traigo esto: y levanto la mano con la bolsa de plástico
que brilló con el destello de la lámpara. Pilita intentó incorporarse y solo le
di tiempo a decir: ¿Señor? Llévame si
quieres, estoy preparada. Y dicho esto pegó un cabezazo en la almohada y se
desmayó.
Cuando Evaristo
vio aquello, se asustó más que la enferma y salió de la habitación buscando
consuelo a su desvarío. Se dirigió corriendo hacia el ascensor y llegando, la
puerta se abrió para dar salida a un médico que dejaba lucir todos los
bolsillos llenos de bolígrafos. ¡Allí, allí, exclamó¡ se paró el ascensor y vio
que estaba en la planta de su amigo Agustín. Se dirigió a la habitación y se
metió de cabeza en la cama que estaba al lado. LA HE MATADO, fue lo único que
dijo.
Cuando Evaristo
despertó estaba con el pijama puesto y tenía en el brazo un esparadrapo puesto
que le seguía un tubo que terminaba en un tarro que dejaba caer lentamente las
gotitas de suero.
Mientras
comían, Evaristo, le fue relatando a Agustín las novedades que habían tenido
lugar en el pueblo mientras él había estado fuera y de la sorpresa que se había
llevado todo el mundo al no verlo en el bar a la hora de la partida y del paseo
por la mañana, allí se pensó que algo te había caído mal y creímos que era una
cosa de vientre. Como el sinvergüenza del “Chinche” cada día le pone más porquerías
al vino, creímos que estabas destrozando el retrete. Todo el mundo sabe que tú
eres ligerillo de vientre y a nadie le preocupó mucho el primer día, pero
cuando vimos que la cosa se alargaba empezamos a preocuparnos por que creímos
que El CHINCHE se había pasado esta vez con los polvitos. Cada dial pone más
garrafón y cada día va teniendo menos cliente. Tu vecina Josefa fue la que me
dio el cante cuando me la encontré camino de la plaza, cuando iba a comprarse
unos cachuchos “para los gatos”. Todo el mundo sabe que la pobre lo está
pasando mal con la mierda de pensión que le ha quedado. En el bar, cuando se
supo, todo el mundo empezó a especular sobre si lo del brazo era de lo mismo hasta
que nos fuimos enterando que por poco no te quedas tieso.
La gente
lo que tiene es muy mala leche, respondió Evaristo. Me van a venir a mi ahora,
con la mierda de la mano y que si lo que me ha entrado es cosa de lo mismo.
Envidia es lo que tiene algunos porque ya no se la encuentran ni cuándo van a
ir a mear. Tú tienes que reconocer Evaristo que tu parece que no le das
descanso y que cuando te pones te pones. Todo el mundo recuerda todavía cuando
ibas a lo de Dª Adelaida a que te la xxxxx y que cómo te encaprichaba que te lo
hiciera con música y la pobre mujer lo único que se le ocurría era ponerse un
cairel y cantarte mientras te estaba dando el xxxxx” doce cascabeles”. Hombre cada
uno tiene sus caprichos y yo tenía que sacarle partido a los dos reales que me
costaba el trabajo. Dª Adelaida tenía buenas manos. La de cosas que aquella
mujer sabía hacer. Mas que xxxxxx parecía que estaba haciendo un pastel. A veces y a pesar de que la tarifa que yo
utilizaba era la de dos reales. A veces me dejaba mientras ella estaba en la
molienda que le cogiera las xxxxx y eso que con xxxx incluida la tarifa se
disparaba, pero conmigo siempre tuvo una cosa especial. Sería, refirió Agustín, porque tú eras cliente fijo y porque tú eras
un hombre de iglesias…y sabes que estas cosas se miran mucho y más sabiendo que
tú eras un cargo de responsabilidad. Nunca se sabe de quién puede uno necesitar
y más sabiendo que tú tenías lo que se dice un cargo de responsabilidad dentro
de la Parroquia. Cuando la pobre murió el pueblo se tiró casi una semana con
mala cara, la mayoría de la gente se encontraba como si le faltara algo. Hasta
el cura párroco parecía que la estaba echando de menos.
¿Y qué? ¿Cómo
fue lo del brazo? Una cogestión. Aquí le llaman ahora otra cosa, pero para
entenderlo eso es lo que me ha dado y suerte he tenido que fue temprano y pude
llamar inmediatamente al municipal que me puso el coche en la puerta y llegué
aquí con el tiempo sobrado que, si no se me queda todo este lado más seco que
una mojama.
Hombre,
aquí es donde te puedes curar, porque tú sabes que nosotros como no nos cuidamos
y nadie lo va a hacer por nosotros
A veces
pienso que tenía que haber ingresado antes y cuando tenía la mano mejor.
ESO ES EL SERVICIO , EVARISTO,
HOY TODOS QUIEREN SER AMABLES CON NOSOTROS, SOMOS LA RESERVA YA NO QUEDAN COMO
NOSOTROS
Manuel Guerra Martínez
Premio Espárrago de Plata
Pregonero de San Jorge en Alcalá
de los Gazules
Miembro del Ateneo de Sanlúcar
de Barrameda
Y otras titulaciones
menores
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