El confinamiento nos favorece la meditación
sobre la importancia vital de la soledad
Para leer, interpretar, valorar y
disfrutar con el libro Prisionero en la cuna, publicado en
la
Editorial Encuentro, hemos de partir de un supuesto: la literatura nos descubre
las cuestiones más palpitantes de la vida y estimula la supervivencia de los valores
humanos más acreditados, nos ayuda a acercarnos y a alejarnos de la realidad, a
penetrar en nuestro interior y a contemplarnos desde fuera. Nos hace pensar y
reflexionar, sentir y emocionarnos, recrearnos y sufrir, llorar y reír, y, en
cierta medida, nos puede servir para que humanicemos nuestras relaciones,
aunque a veces la usemos para deshumanizar la sociedad. Esta es la conclusión a
la que he llegado durante la lectura de esta obra en la que Christian Bobin
relata su infancia en la ciudad francesa de Creusot conocida por sus antiguas
fábricas de acero.
Las escasas peripecias de aquel niño
encerrado en su casa favorecen su honda meditación sobre la importancia vital
de la soledad, del silencio, de la luz, de la lectura y, en resumen, le
descubren cómo las auténticas palabras encierran otra vida escondida, sencilla
y hermosa, en oposición a la que proporcionan las gestas espectaculares porque,
afirma, “hay muchos menos milagros encima de un escenario que en la vida
corriente”. Y es que, como él nos confiesa, “esta debilidad de permanecer
encerrado en la misma ciudad durante más de cincuenta años tuvo como contrapartida
“hacerle conocer la persuasiva dulzura de los días sin gloria”, el esplendor
abandonado de lo invisible que nos rodea, el cielo de lo banal donde habita el
Dios verdadero.
Nos explica cómo, durante la lectura,
“miraba las hormigas de las letras avanzar en colonias por el desierto de la
página, transparentando migas de luz”. Mientras que se lamenta de lo escaso que
le enseñaron sus maestros “acaso porque hablaban desde sus certezas y no desde
la ignorancia primaveral de sus almas”, explica cómo él reencontraba la vida en
los libros disfrutando del frescor milagroso de tal o cual frase: “un libro -nos
dice- puede ser tan ancho como el cielo, y nada será nunca tan enorme como un
rostro abierto por el amor”. Leer, efectivamente, es descubrir los mensajes que
encierran las palabras, las nubes, las olas, las flores y, sobre todo, los
rostros.
Fue en la soledad de su habitación donde
aprendió a encontrar el alimento necesario para su dicha y donde identificó la secreta bondad que sostiene
cada cosa y cada episodio. Nos cuenta cómo la vida de cada día, la vida simple
y sin prestigio, “cansada y con algunos remiendos, como una sábana de algodón,
un tanto pesada, vieja por el uso”, es la que mejor preserva la belleza y la
bondad.
En esta grave situación, en la que los
médicos y los expertos nos advierten sobre la necesidad de un nuevo
confinamiento doméstico para doblegar
la curva ascendente de contagiados y de muertos, la lectura de este libro nos
resultará, sin duda alguna, además de consoladora, intensamente luminosa,
estimulante y provechosa.
José Antonio Hernández
Guerrero
Catedrático de Teoría
de la Literatura

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