DOMINGO XXV
Unos discípulos
torpes, miedosos y ambiciosos
La confesión de Pedro («Tú eres el Mesías»), que leímos el domingo pasado, marca el final de la primera parte del evangelio de Marcos. La segunda parte la estructura a partir de un triple anuncio de Jesús de su muerte y resurrección; a los tres anuncios siguen tres relatos que ponen de relieve la incomprensión de los discípulos. El domingo pasado leímos el primer anuncio y la reacción de Pedro, que rechaza la idea del sufrimiento y la muerte. Hoy leemos el segundo anuncio, seguido de la incomprensión de todos (Mc 9,30-37).
Segundo anuncio de la pasión y resurrección (9,30-31)
En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos atravesaron Galilea; no quería que nadie se enterase, porque iba instruyendo a sus discípulos. Les decía: «El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará».
La actividad de Jesús entra en una nueva etapa: sigue recorriendo Galilea, pero no se dedica a anunciar a la gente la buena nueva, se centra en la formación de los discípulos. Y la primera lección que les enseña no es materia nueva, sino repetición de algo ya dicho; de forma más breve, para que quede claro. En comparación con el primer anuncio, aquí no concreta quiénes serán los adversarios; en vez de sumos sacerdotes, escribas y senadores habla simplemente de «los hombres». Tampoco menciona las injurias y sufrimientos. Todo se centra en el binomio muerte-resurrección. Para quienes estamos acostumbrados a relacionar la pasión y resurrección con la Semana Santa, es importante recordar que Jesús las tiene presentes durante toda su vida. Para Jesús, cada día es Viernes Santo y Domingo de Resurrección.
Segunda muestra de incomprensión (Mc 9,32)
Pero ellos no entendían lo que decía y les daba miedo preguntarle.
Al primer anuncio, Pedro
reaccionó reprendiendo a Jesús, y se ganó una dura reprimenda. No es raro que
ahora todos callen, aunque siguen sin entender a Jesús. Marcos es el
evangelista que más subraya la incomprensión de los discípulos, lo cual no deja
de ser un consuelo para cuando no entendemos las cosas que Jesús dice y hace, o
los misterios que la vida nos depara. Quien presume de entender a Jesús
demuestra que no es muy listo.
La prueba más clara de que los discípulos no han entendido nada es que en el camino hacia Cafarnaúm se dedican a discutir sobre quién es el más importante. Mejor dicho, han entendido algo. Porque, cuando Jesús les pregunta de qué hablaban por el camino, se callan; les da vergüenza reconocer que el tema de su conversación está en contra de lo que Jesús acaba de decirles sobre su muerte y resurrección.
Una enseñanza breve y una acción simbólica nada romántica (Mc 9,33-37)
Llegaron
a Cafarnaún y, una vez en casa, les preguntó:
-¿De qué
discutíais por el camino?
Ellos
callaban, pues en el camino habían discutido quién era el más importante. Jesús
se sentó, llamó a los Doce y les dijo:
-Quien
quiera ser el primero que sea el último de todos y el servidor de todos.
Y
tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó y les dijo:
-El que acoge a un niño como este en mi nombre, me acoge a mí; y el que me acoge a mí, no me acoge a mí, sino al que me ha enviado.
Para comprender la
discusión de los discípulos y el carácter revolucionario de la postura de Jesús
es interesante recordar la práctica de Qumrán. En aquella comunidad se
prescribe lo siguiente: «Los sacerdotes marcharán los primeros conforme
al orden de su llamada. Después de ellos seguirán los levitas y el pueblo
entero marchará en tercer lugar (...) Que todo israelita conozca su
puesto de servicio en la comunidad de Dios, conforme al plan eterno. Que nadie
baje del lugar que ocupa, ni tampoco se eleve sobre el puesto que le
corresponde» (Regla de la Congregación II, 19-23).
Este carácter
jerarquizado de Qumrán se advierte en otro pasaje a propósito de las reuniones:
«Estando ya todos en su sitio, que se sienten primero los sacerdotes; en
segundo lugar, los ancianos; en tercer lugar, el resto del pueblo. Cada
uno en su sitio» (VI, 8-9).
La discusión sobre el
más importante supone, en el fondo, un desprecio al menos importante. Jesús va
a dar una nueva lección a sus discípulos, de forma solemne. No les habla, sin
más. Se sienta, llama a los Doce, y les dice algo revolucionario en comparación
con la doctrina de Qumrán: «El que quiera ser el primero
que sea el último de todos y el servidor de todos». (El evangelio de Juan lo
visualizará poniendo como ejemplo a Jesús en el lavatorio de los pies).
A continuación, realiza
un gesto simbólico, al estilo de los antiguos profetas: toma a un niño y lo
estrecha entre sus brazos. Alguno podría interpretar esto como un gesto
romántico, pero las palabras que pronuncia Jesús van en una línea muy distinta:
«El que acoge a uno de estos pequeños en mi nombre me
acoge a mí…». Jesús no anima a ser cariñosos con los niños, sino a recibirlos
en su nombre, a acogerlos en la comunidad cristiana. Y esto es tan
revolucionario como lo anterior sobre la grandeza y servicio.
El grupo religioso más estimado en Israel, que
curiosamente no aparece en los evangelios, era el de los esenios. Pero no
admitían a los niños. Filón de Alejandría, en
su Apología de los hebreos, dice que
«entre los esenios no hay niños, ni adolescentes, ni jóvenes, porque el
carácter de esta edad es inconsistente e inclinado a las novedades a causa de
su falta de madurez. Hay, por el contrario, hombres maduros, cercanos ya a la
vejez, no dominados ya por los cambios del cuerpo ni arrastrados por las
pasiones, más bien en plena posesión de la verdadera y única libertad».
El rabí Dosa ben Arkinos
tampoco mostraba gran estima de los niños: «El sueño de la mañana, el vino del
mediodía, la charla con los niños y el demorarse en los lugares donde se reúne
el vulgo sacan al hombre del mundo» (Abot, 3,14).
En cambio, Jesús dice
que quien los acoge en su nombre lo acoge a él, y, a través de él, al Padre. No
se puede decir algo más grande de los niños. En ningún otro sitio del evangelio
dice Jesús que quien acoge a una persona importante lo acoge a él. Es posible
que este episodio, además de servir de ejemplo a los discípulos, intentase
justificar la presencia de los niños en las asambleas cristianas (aunque a
veces se comporten de forma algo insoportable).
[El tema de Jesús y los niños vuelve a salir más adelante en el evangelio de Marcos, cuando los bendice y los propone como modelos para entrar en el reino de Dios. Ese pasaje, por desgracia, no se lee en la liturgia dominical.]
¿Por qué algunos quieren matar a Jesús? (Sabiduría 2,12.17-20)
El libro de la Sabiduría
es casi contemporáneo del Nuevo Testamento (entre el siglo I a.C. y el I d.C.).
Al estar escrito en griego, los judíos no lo consideraron inspirado, y tampoco
Lutero y las iglesias que sólo admiten el canon breve. El capítulo 2 refleja la
lucha de los judíos apóstatas contra los que desean ser fieles a Dios. De ese
magnífico texto se han elegido unos pocos versículos para relacionarlos con el
anuncio que hace Jesús de su pasión y resurrección. Es una pena que del v.12 se
salte al v.17, suprimiendo 13-16; los tengo en cuenta en
el comentario siguiente.
En el evangelio Jesús anuncia que «el Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres». ¿Por qué? No lo dice. Este texto del libro de la Sabiduría ayuda a comprenderlo. Pone en boca de los malvados lo que les molesta de él y lo que piensan hacer con él. «Nos molesta porque se opone a nuestras acciones, nos echa en cara nuestros pecados, nos reprende, nos considera de mala ley; nos molesta que presuma de conocer a Dios, que se dé el nombre de hijo del Señor y que se gloríe de tener por padre a Dios». En consecuencia, ¿qué piensan hacer con él? «Lo someteremos a la afrenta y la tortura, lo condenaremos a una muerte ignominiosa. Él está convencido de que Dios lo ayudará, nosotros sabemos que no será así». Se equivocan. «Después de muerto, al tercer día resucitará».
Se decían los impíos: Acechemos al justo, que nos resulta fastidioso: se opone a nuestro modo de actuar, nos reprocha las faltas contra la ley y nos reprende contra la educación recibida. Veamos si es verdad lo que dice, comprobando cómo es su muerte. Si el justo es hijo de Dios, él lo auxiliará y lo librará de las manos de sus enemigos. Lo someteremos a ultrajes y torturas, para conocer su temple y comprobar su resistencia. Lo condenaremos a muerte ignominiosa, pues, según dice, Dios lo salvará.
Envidias, peleas, luchas y conflictos (Carta de Santiago 3,16-4,3)
Esta lectura puede ponerse en relación con la segunda parte del evangelio. En este caso no se trata de discutir quien es el mayor o el más importante, sino de las peleas que surgen dentro de la comunidad cristiana, que el autor de la carta atribuye al deseo de placer, la codicia y la ambición. Cuando no se consigue lo que se desea, la insatisfacción lleva a toda clase de conflictos.
Hermanos: donde hay envidia y rivalidad, hay turbulencia y todo tipo de malas acciones. En cambio, la sabiduría que viene de lo alto es, en primer lugar, intachable, y además es apacible, comprensiva, conciliadora, llena de misericordia y buenos frutos, imparcial y sincera. El fruto de la justicia se siembra en la paz para quienes trabaja por la paz. ¿De dónde proceden los conflictos y las luchas que se dan entre vosotros? ¿No es precisamente de esos deseos de placer que pugnan dentro de vosotros? Ambicionáis y no tenéis, asesináis y envidiáis y no podéis conseguir nada, lucháis y os hacéis la guerra, y no obtenéis porque no pedís. Pedís y no recibís, porque pedís mal, con la intención de satisfacer vuestras pasiones.
«El Señor sostiene mi vida» (Salmo 53)
El Salmo se aplica tan
bien al justo del que habla la primera lectura como a Jesús. En ambos casos, «insolentes se alzan contra mí y hombres violentos me
persiguen a muerte». Pero ambos están
convencidos de que «Dios es mi auxilio, el
Señor sostiene mi vida». El Salmo nos invita a
acompañar a Jesús cuando piensa en su muerte y resurrección y a acompañar a
quienes sufren, no a discutir sobre quién es el más importante.
Padre José Luis Sicre Díaz, S.J.
Doctor en Sagrada Escritura por el
Pontificio Instituto Bíblico de Roma
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