Aprendiendo a rezar
Domingo 17 del Tiempo Ordinario. Ciclo C
El domingo pasado, el evangelio nos animaba a escuchar a Jesús, como María. Hoy nos anima a hablarle a Dios. Ante una persona importante es fácil quedarse sin palabras, no saber qué decir. Mucho más ante Dios. Quizá por eso, los discípulos no rezan. Pero les suscita curiosidad ver a Jesús rezando. ¿Qué dice? ¿Por qué no les enseña a hablarle a Dios? Este será el tema del evangelio. La primera lectura ofrece un tipo de oración muy curioso: la intercesión a través del regateo. Dada la abundancia de material, sería preferible limitar la homilía al evangelio.
Primera lectura: Un regateo inútil (Génesis 18, 20-32)
En aquellos días, el Señor dijo:
‒ La acusación contra Sodoma y Gomorra es fuerte, y su
pecado es grave; voy a bajar, a ver si realmente sus acciones responden a la
acusación; y si no, lo sabré.
Los hombres
se volvieron y se dirigieron a Sodoma, mientras el Señor seguía en compañía de
Abrahán.
Entonces
Abrahán se acercó y dijo a Dios:
‒ ¿Es que vas a destruir al inocente con el
culpable? Si hay cincuenta inocentes en la ciudad, ¿los destruirás y no
perdonarás al lugar por los cincuenta inocentes que hay en él? ¡Lejos de ti
hacer tal cosa!, matar al inocente con el culpable, de modo que la suerte del
inocente sea como la del culpable; ¡lejos de ti! El juez de todo el mundo, ¿no
hará justicia?
El Señor
contestó:
‒ Si encuentro en la
ciudad de Sodoma cincuenta inocentes, perdonaré a toda la ciudad en atención a ellos.
Abrahán
respondió:
‒ Me he atrevido a hablar
a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza. Si faltan
cinco para el número de cincuenta inocentes, ¿destruirás, por cinco, toda la
ciudad?
Respondió el
Señor:
‒ No la destruiré, si es que encuentro allí cuarenta y cinco.
Abrahán
insistió:
‒ Quizá no se encuentren más que cuarenta.
Le respondió:
‒ En atención a los cuarenta, no lo haré.
Abrahán
siguió:
‒ Que no se enfade mi Señor, si sigo hablando. ¿Y si se encuentran treinta?
Él respondió:
‒ No lo haré, si encuentro allí treinta.
Insistió
Abrahán:
‒ Me he atrevido a hablar
a mi Señor. ¿Y si se encuentran sólo veinte?
Respondió el
Señor:
‒ En atención a los veinte, no la destruiré.
Abrahán
continuó:
‒ Que no se enfade mi Señor si hablo una vez más. ¿Y si se encuentran diez?
Contestó el
Señor:
‒ En atención a los diez, no la destruiré.
He titulado este
episodio “Un regateo inútil” porque, en definitiva, no sirve de nada. Sodoma y
Gomorra desaparecen irremisiblemente porque no se encuentran en ella ni
siquiera diez personas inocentes.
En realidad, el mensaje fundamental de
este episodio no es la oración de intercesión sino la dificultad de compaginar
las desgracias que ocurren en la historia con la justicia y la bondad de Dios.
Este tema preocupó enormemente a los teólogos de Israel, sobre todo después de
la dura experiencia de la destrucción de Jerusalén y del destierro a Babilonia
en el siglo VI a.C.
En una religión monoteísta, como la de
Israel, el problema del mal y de la justicia divina se vuelve especialmente
agudo. No se le puede echar la culpa a ningún dios malo, o a un dios
secundario. Todo, la vida y la muerte, la bendición y la maldición, dependen
directamente del Señor. Cuando ocurre una desgracia tan terrible como la
conquista de Jerusalén y la deportación, ¿dónde queda la justicia divina?
El autor de este pasaje del Génesis lo
tiene claro: la culpa no es de Dios, que está dispuesto a perdonar a todos si
encuentra un número mínimo de inocentes. La culpa es de la ausencia total de
inocentes.
El lector moderno no está de acuerdo con esta mentalidad. Tiene otros recursos para evitar el problema. El más frecuente, no pensar en él. Si piensa, decide que Dios no es el responsable de invasiones, destrucciones y deportaciones. De eso nos encargamos los hombres, que sabemos hacerlo muy bien. Con este planteamiento salvamos la bondad y la justicia divina. Los antiguos teólogos judíos veían la acción de Dios de forma más misteriosa y profunda. No eran tan tontos como a veces pensamos.
Evangelio: la oración modelo y la importancia de insistir (Lucas 11,1-13)
El evangelio recoge dos cuestiones muy distintas: la oración típica del cristiano, la que distingue a sus discípulos, y la importancia de ser insistentes y pesados en nuestra oración, hasta conseguir que Dios se harte y nos conceda… ¿Qué nos concederá Dios? Demasiada materia para un solo domingo. Comentaré los dos temas por separado.
Aprendiendo a rezar (Lucas 11, 1-4)
Una vez que estaba Jesús orando en cierto
lugar, cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo:
‒ Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a
sus discípulos.
Él les dijo:
‒ Cuando oréis decid:
“Padre,
santificado
sea tu nombre,
venga tu
reino,
danos cada
día nuestro pan del mañana,
perdónanos
nuestros pecados,
porque
también nosotros perdonamos a todo el que nos debe algo,
y no nos dejes caer en la tentación.”
Nota previa: En Lucas faltan dos peticiones que conocemos por Mateo: “hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, y “líbranos del mal”. La liturgia traduce “nuestro pan del mañana”; debería traducir, como en la misa, “nuestro pan de cada día”, ya que la fórmula griega es la misma en Mateo y Lucas (to.n a;rton h`mw/n to.n evpiou,sion). Pero existe una discusión muy antigua sobre si epiousion se debe interpretar del alimento cotidiano o como referencia a la eucaristía. Parece que la liturgia se ha inclinado en este caso por la interpretación eucarística.
El “Padre nuestro” es la síntesis de todo lo que
Jesús vivió y sintió a propósito de Dios, del mundo
y de sus discípulos. En torno a estos temas giran las peticiones (sean
siete como en Mateo o cinco como en Lucas).
Frente
a un mundo que prescinde de Dios, lo ignora o incluso lo ofende, Jesús propone como
primera petición, como ideal supremo del discípulo, el deseo de la gloria de
Dios: “santificado sea tu Nombre”; dicho con palabras más claras: “proclámese
que Tú eres santo”. Es la vuelta a la experiencia originaria de Isaías en el
momento de su vocación, cuando escucha a los serafines proclamar: “Santo,
santo, santo, el Señor, Dios del universo” (Is 6). La primera petición se
orienta en esa línea profética que sitúa a Dios por encima de todo, exalta su
majestad y desea que se proclame su gloria.
Ante
un mundo donde con frecuencia predominan el odio, la
violencia, la crueldad, que a menudo nos desencanta con sus injusticias, Jesús
pide que se instaure el Reinado de Dios, el Reino de la justicia, el amor y la
paz. Recoge en esta petición el tema clave de su mensaje (“está cerca el Reinado
de Dios”), en el que tantos contemporáneos concentraban la suma felicidad y
todas sus esperanzas.
Como
tercer centro de interés aparece la comunidad. Ese pequeño grupo de seguidores de Jesús, que
necesita día tras día el pan, el perdón, la ayuda de Dios para mantenerse
firme. Peticiones que podemos hacer con sentido individual, pero que están
concebidas por Jesús de forma comunitaria, y así es como adquieren toda su
riqueza.
Cuando
uno imagina a ese pequeño grupo en torno a Jesús recorriendo zonas poco
pobladas y pobres, comprende sin dificultad esa petición al Padre de que le dé
“el pan nuestro de cada día”.
Cuando
se recuerdan los fallos de los discípulos, su incapacidad de comprender a
Jesús, sus envidias y recelos, adquiere todo sentido la petición: “perdona
nuestras ofensas”.
Y
pensando en ese grupo que debió soportar el gran escándalo de la muerte y el
rechazo del Mesías, la oposición de las autoridades religiosas, se entiende que
pida “no caer en la tentación”.
El
Padre nuestro nos enseña que la oración cristiana debe ser:
Amplia, porque no podemos limitarnos a nuestros problemas;
el primer centro de interés debe ser el triunfo de Dios;
Profunda, porque al presentar nuestros problemas no podemos
quedarnos en lo superficial y urgente: el pan es importante, pero también el
perdón, la fuerza para vivir cristianamente, el vernos libres de toda
esclavitud.
Íntima, en un ambiente confiado y filial, ya que nos dirigimos
a Dios como “Padre”.
Comunitaria. “Padre
nuestro", danos, perdónanos, etc.
En disposición de perdón.
Necesidad de ser insistentes en la oración (Lucas 11,5-13)
Y les dijo:
‒ Si alguno de vosotros
tiene un amigo, y viene durante la medianoche para decirle: “Amigo, préstame tres panes, pues uno de mis amigos ha
venido de viaje y no tengo nada que ofrecerle.” Y, desde dentro, el otro le
responde: “No me molestes; la puerta está cerrada; mis niños y yo estamos
acostados; no puedo levantarme para dártelos.” Si el otro insiste llamando, yo
os digo que, si no se levanta y se los da por ser amigo suyo, al menos por la
importunidad se levantará y le dará cuanto necesite.
Pues así os
digo a vosotros:
Pedid y se os
dará,
buscad y
hallaréis,
llamad y se
os abrirá;
porque quien
pide recibe,
quien busca
halla,
y al que
llama se le abre.
¿Qué padre
entre vosotros, cuando el hijo le pide pan, le dará una piedra?
¿O si le pide
un pez, le dará una serpiente?
¿O si le pide
un huevo, le dará un escorpión?
Si vosotros, pues, que sois malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre celestial dará el Espíritu Santo a los que se lo piden?
El ejemplo del amigo importuno
En las
casas del tiempo de Jesús los niños no duermen en su habitación. De la entrada
de la casa a la cocina no se va por un pasillo. No existe luz eléctrica ni
linterna. Un solo espacio sirve de todo: cocina y comedor durante el día,
dormitorio por la noche. Moverse en la oscuridad supone correr el riesgo de
pisar a más de uno y tener que soportar sus quejas y maldiciones.
El
“amigo” trae a la memoria un simpático proverbio bíblico: “El que saluda al
vecino a voces y de madrugada es como si lo maldijera”. Este amigo no saluda,
pide. Y consigue lo que quiere.
Este individuo merecería que le dirigiesen toda la rica gama de improperios que reserva la lengua castellana para personas como él. Sin embargo, Jesús lo pone como modelo. Igual que más tarde, también en el evangelio de Lucas, pondrá como modelo a una viuda que insiste para que un juez inicuo le haga justicia.
La bondad paternal de Dios y un regalo inesperado
En
realidad, no haría falta ser tan insistentes, porque Dios, como padre, está
siempre dispuesto a dar cosas buenas a sus hijos.
Aquí
es donde Lucas introduce un detalle esencial. Las palabras tan conocidas “Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os
abrirá…” se prestan a ser mal entendidas.
Como si Dios estuviera dispuesto a dar cualquier cosa que se le pida, desde un
puesto de trabajo hasta la salud, pasando por aprobar un examen. Esta
interpretación ha provocada muchas crisis de fe y la conciencia diluida de que
la oración no sirve para nada.
El evangelio de Mateo, que recoge las
mismas palabras, termina diciendo que Dios “dará cosas buenas a los que se las pidan”. La oración de Jesús en el huerto
de los olivos demuestra que Dios tiene una idea muy distinta de nosotros,
incluso de Jesús, de lo que es bueno y lo que más nos conviene.
Pero las palabras del evangelio de
Mateo a Lucas le resultan poco claras y ofrece una versión distinta: “vuestro
Padre celestial dará Espíritu
Santo a los que se lo piden”. Para Lucas, tanto en el evangelio como en el libro de
los Hechos, el Espíritu Santo es el gran motor de la vida de la Iglesia. En
medio de las dificultades, incluso en los momentos más duros de la vida, la
oración insistente conseguirá que Dios nos dé la fuerza, la luz y la alegría de
su Espíritu.
Padre
José Luis Sicre Díaz, S.J.
Doctor
en Sagrada Escritura por el
Pontificio
Instituto Bíblico de Roma
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