La piel es un cristal transparente
que descubre el fondo íntimo de nuestras conciencias
Tengo la impresión de que, en la práctica, algunos -¿muchos?- de los políticos
actuales ignoran que los mensajes se transmiten, sobre todo, con la expresión
del rostro, con los gestos de las manos y con los movimientos de los brazos. No
advierten que cualquier palabra, como, por ejemplo, “gordo”, “bonito”, “abuelo”
o “parienta”, puede sonarnos a piropos o a injurias, dependiendo del tono con
el que las pronuncien. No suelen ser conscientes de que el lenguaje corporal
-el más sincero y el más directo- es la clave con la que, de manera
inconsciente, expresamos e interpretamos los significados de las palabras. Por
muy buenos discursos que le preparen sus asesores, si en la “pronunciación” el
político emplea un tono irritado, dirige a los oyentes unas miradas violentas y
hace muecas crispadas, las palabras suaves y las razones convincentes producirán
el mismo efecto que el impacto de unas piedras que nos golpean en lo más íntimo
de nuestra sensibilidad.
Es una pena que no caigan en la cuenta de que, a veces, sus discursos nos
suenan como ladridos de perros asilvestrados que pretenden asustarnos; otros,
por el contrario, nos transmiten la impresión de que son gatos acobardados que
temen ser capturados e, incluso, no faltan quienes nos parecen unos lobos que,
disfrazados de ovejas, pretenden seducirnos. Es cierto que cada uno tiene su
voz peculiar, pero también es verdad que, igual que ocurre con la imagen
corporal, si aplicaran los cuidados adecuados, podrían mejorarla y sacarle un
asombroso partido. No deberían olvidar que la voz, igual que la piel, exige que
la aseen, la tonifiquen y la mimen, sin olvidar que, como la piel, la voz es -más
que una envoltura- un cristal transparente que descubre el fondo íntimo de
nuestras conciencias donde palpitan las emociones, las esperanzas y los temores
y, sobre todo, los rencores.
José Antonio Hernández Guerrero
Catedrático de Teoría de la Literatura
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