Prototipo de familia que emigró a Hawai
(Siento no poder poner fotografías familiares por haberse perdido en una mudanza o haber caído en el horno de hacer el pan…que todo es posible).
Según los documentos, el 24 de Febrero de 1911, la familia Soto partió desde Gibraltar para Hawai, aunque su destino final era Honolulu (su capital) para trabajar en la plantación y recogida de caña de azúcar. Después de un recorrido de cerca de un mes, según figura en los papeles y en el acta de embarque, atravesando el Océano Atlántico a salir al Pacífico, atravesando el estrecho de Magallanes llegaron a Hawai el día 13 de Abril del mismo año.
Más tarde, cuando ya estábamos familiarizados con el tema en la medida que la memoria iba amaneciendo en cada uno de los familiares, mi tía abuela Juliana, que estuvo allí desde los seis a los nueve años, se fue haciendo un poco cómplice de su imaginación y de sus fantasías silenciosas y contaba ya en su madurez de anciana algecireña historias que unas veces eran verdad y otras frutos de alguna invención singular que solo duraba el tiempo del relato.
Nos hablaba de que atravesaron todo América desde Nueva York. Isla de Elis. Las peripecias que tuvieron que pasar cuando tuvieron que someterse a la cuarentena. Contaba que desnudaron a su madre y a toda la chiquillería y los metieron en una sala muy grande para fumigarlos y despiojarlos, como se hace con los animales, los lavaban, le cortaban el pelo y les hacían cambiarse de ropa. A los hombres les hacían la misma operación en otro salón aparte. El sueño americano no empezaba en una bañera de agua caliente. Esto que mi tía Juliana contaba no se pudo ajustar a la realidad porque ellos jamás tocaron el puerto de Nueva York como se demuestra en los papeles, pero la imaginación hace a veces que nos volquemos en historias y algún familiar mío dice haber visto entre las miles de tablillas que figuran en la isla de Elis el nombre de la familia Soto. No lo dudo, pero Soto somos muchos y puede que una rama de ellos entrara en América por Nueva York, pero mi familia, según la documentación, no tuvo ese privilegio.
Después de tantos días de navegación, las fibras, músculos y nervios de sus cuerpos les parecieron distintos. No he podido comprobar lo que mi tío Miguel me contaba en su residencia de ancianos, que mi abuela se dedicaba a lavar la ropa de la tripulación y a todos los que querían, a fin de sacarse unos céntimos. Puede que esto sea así, porque también mi abuela me insinuó algo una vez de cuando estuvo de lavandera en el barco, pero ni una cosa ni otra la podría poner como cierta, entre otras cosas porque mi tío Miguel iba mentalmente por libre sin perder la chaveta en ningún momento pero cuando murió le encontraron en el armario de la residencia todo un economato gastronómico, porque según la Dirección de la residencia tenia la manía de que allí lo iban a envenenar.
José Soto, que era un poco renco de la pierna izquierda, aunque su cojera no le impedía realizar la mayoría de las actividades laborales, cuando pudo poner los pies en tierra tuvo la impresión de que todo le flotaba en contra de su cuerpo y todo le producía vértigo y mareo y allí se quedó, quieto, volviendo la cabeza hacia el horizonte perdido por donde poder, si no divisar si al menos sentir el olor de su pueblo, mientras el cuerpo se le fue quedando lívido buscando en el aire la escritura juguetona del corretear de sus hijos y el sueño lejano de su esposa recorriendo las callejas de un pueblo donde el hambre desde la distancia ignota le parecía más real que el sorprendente y maravilloso mundo que se le ofrecía ante su vista.
Entre las cosas mas preciadas, María llevaba una fotografía de su madre que fue en un principio el único vínculo que le uniría a la familia española. Tenían prohibido llevar animales u otros objetos que no fueran los estrictamente necesarios.
Me viene a la memoria la historia que cuenta el capitán James Kook, el descubridor oficial de las islas Hawai, y digo oficial porque estas fueron descubiertas por los españoles muchos años antes de que los ingleses se plantaran allí, para recoger “plantones del árbol del pan” emulando la maravillosa película de “Rebelión a bordo”, mientras los españoles utilizaron sus bahías y sus ensenadas de agua tranquilas para resguardar sus galeones de las tormentas y la piratería.
Narra el famoso capitán, en uno de sus viajes a los nuevos dominios de Su Majestad, el grave problema que se le presentó al descubrir en el buque a su mando un jovencísimo grumete que escondía, como si se tratase de un polizón, a un ángel de la guarda, extrañamente corporizado. A las severas preguntas del capitán, el marinerito pudo, con argumentos sobrenaturales, acreditar el origen celeste de su compañero. No obstante confiesa Kook que se vio obligado a desembarcar a la primera ocasión que tuvo, al grumete y al ángel “pues no estando yo versado en cosas teológicas y desconociendo el sexo de los Ángeles, en modo alguno podía consentir que por mi causa infligieran las estrictas, pero necesarias costumbres de Su Majestad”. Omite el capitán Kook que, por si hubiese o no caso, antes de desembarcar “a los muchachos” ordenó le fueran propinados a cada uno una tanda de cincuenta latigazos.
Me han contado historias a trocitos, como esas piezas de tela que tejían las mujeres en los viejos tiempos con sobras de ropa de los talleres de costura y que superpuestas unas sobre otras daban lugar a una pequeña manta a la que llamábamos “cubrepié”.
Así a pequeños trozos perdidos he podido ir hilvanado, pedacito a pedacito, trozos de esta historia, buscando en un sitio y en otro, despacito, como construye la golondrina su nido, hasta formar una pequeña historia que se asemeje más a la realidad de lo que en un principio podría pensar. Los datos han venido a mí como queriendo buscar una mano que les dé forma, pero me queda la tristeza de no tener, aunque las he visto, fotografías de mis bisabuelos en aquel continente.
Sé que cuando desembarcaron fueron alojados en unos barracones de madera en los que disponían de todas las comodidades para la época, que disfrutaban de cocina de leña, salón pequeño y tres habitaciones a modo de dormitorio. En la cocina disfrutaban de todas las comodidades, según he podido averiguar por testimonios sacados de otras personas con las que he podido tener contacto durante este largo periodo de investigación, y que aún permanecen allí, unos en las islas y otros en San Francisco (California.)
Aquello supuso un cambio extraordinario en su vida. La vida fue transcurriendo según se le había comunicado en los papeles y José se fue acostumbrando a ella, donde el trabajo no era precisamente un problema, acostumbrado como estaba a estar como un perro intentando olisquear donde podría utilizar sus manos de operario, como hacía en el pueblo. Llevaba un contrato fijo de tres años y con posibilidades de poder quedarse allí si daba pruebas de ser buen trabajador por el tiempo que quisiera, incluso con la posibilidad de poder disfrutar de un terreno donado por el gobierno de la isla. La vida transcurría placidamente y desde José, Francisco, e incluso María su esposa, trabajaban unos en una cosa y otros en otra. Mi abuela, como no tenía la edad, pasó a trabajar de asistente, para cuidar a un niño de un matrimonio que regentaba un “Drug Store” o tienda donde se expendía de todo. El trabajo con el tiempo llegó a convertirse en una rutina, los niños asistían a la escuela, aunque podríamos decir que Miguel y Juliana solían faltar mucho porque no estaban acostumbrados a la disciplina escolar, puesto que en Alcalá jamás habían pisado un aula.
Un día era el espejo de otro día.
Francisco con la edad propia de los amores, empezó a mantener relaciones con una chica de Málaga que había hecho el viaje en el mismo barco que ellos en compañía de sus padres en busca, como todos de nuevos mundo y nuevas esperanzas. El amor le cambió la vida a Francisco y al mismo tiempo su mundo se fue haciendo más llevadero. Su vida fue tomando sentido e incluso le pidió permiso al padre de ella para poder establecer relaciones con fines formales. Francisco era una persona que sus descendientes lo consideraban como un señor, serio, formal y buen trabajador que era la base fundamental en los tiempos en que nos movemos para que un padre pudiera permitir que una hija pudiera mantener relaciones con un extraño. Mi abuela Petra seguía sirviendo en el mostrador y cuidando del niño y podemos saber el nombre del dueño, porque al parecer fue tanto el cariño que esta familia le tomó a mi abuela y esta a ellos que cuando mi abuela se casó, años después con mi abuelo, le puso el nombre del dueño del local a un hijo suyo, y por eso tenemos nosotros en la familia un James (Jaime en español) que siempre fue un nexo que mi abuela tuvo de la época que pasó en las islas. Allí suponemos que mi abuela aprendió a hablar ingles, porque mi abuela con no haber ido jamás a la escuela era una mujer inteligente y con capacidad para captar las cosas con facilidad. En el campo, ya de vuelta y casada con mi abuelo, no había un recovero que fuera capaz de darle “coba” ni tan siquiera por la venta de un huevo.
La vida fue transcurriendo entre el bienestar del trabajo y del dinero que cobraban mensualmente en dólares de oro, el clima siempre monótono y el estudio de las nubes que de vez en cuando descargaban produciendo un efecto refrescante y grato que hacía que la naturaleza, agraciada por la mano de Dios, sin duda se volviese más paraíso que cualquier lugar de la tierra. Allí no podía distinguir José Soto cuando era invierno o verano, la temperatura era siempre la misma, era como una eterna primavera “calentita” que hacía feliz al que vivía allí. La luna, al llegar la noche se “aconchababa” con las estrellas y le daba al paisaje un tono blanquecino que se podía leer incluso en los claros de los bosques. Miguelito y Juliana estaban más tiempo en el campo y en los juegos que en el colorido aprendizaje de las letras, les atraían más el azul del cielo y el verdor de la naturaleza que el sueño bandolero y sin fondo de las cosas. Por más que su madre se empeñaba, estaban más tiempo en los juegos, que sentados en los bancos de la escuela como aves enjauladas buscando tras los cristales la refracción de la luz.
María y Juana, aún andaban metidas en tetas y biberones. Fue tanto el “escaqueo” que Miguel y Juliana mantenían en la falta de asistencia a la escuela que a punto estuvo Miguel de tener un disgusto, mientras recorrían por entre los campos, escondiéndose entre los tubos gigantes del riego que una de las veces jugando “al que no se haya escondido tiempo ha tenido” se metió en uno de los tubos gruesos con tanto empeño que se quedó incrustado con la cocorota tan grandísima que tenía. Lo tuvieron que sacar a base de tirones y aún de mayor, todavía lucía una corona quemada del roce por la fuerza que tuvieron que hacer para sacarlo del tubo.
Desde aquel día su madre, utilizando su pedagogía particular, lo “adoctrinó” con un par de “alpargatazos” en el trasero y a Miguel se le quitaron las ganas de meterse en los tubos y sobre todo de faltar a la escuela, más por miedo al moratón, que por afición a las letras.
Seguía la vida y Francisco fue formalizando su relación con su novia. Mi bisabuelo José Soto echaba de menos su país, aunque allí lo estaba ganando bien. Francisco empezó a manejar maquinarias, para lo cual parecía que tenía una gran habilidad. Pero para un alcalaíno, Alcalá es el centro del mundo. Nosotros no somos españoles ni gaditanos, somos alcalaínos y si alguna vez hemos necesitado las capitales ha sido para visitar al medico o para buscar trabajo. Al final siempre dejamos el corazón donde lo encontramos, entre las piedras blancas de La Coracha, en el muro de las lamentaciones de nuestro castillo romano y árabe, y junto al descanso de nuestros antepasados que desde el cielo del pueblo arrancan el vuelo hacia los espacios siderales donde revolotean entre las negras y rojas golondrinas.
Por el río Barbate, nuestro río, juguetón y traicionero a veces, podemos llegar al mar, pero en las tardes de levante el mar viene hacia nosotros y nos mete sus “barbas” en el Picacho, como un anciano de mirada húmeda y semblante cansado. Más arriba, mirando a África, "El Pilar de la Reina” que se esconde tras las brumas del otoño esperando de las hogueras del sol recién nacido, el susurro de las colinas o algún movimiento de cualquier alma dormida entre los arroyos.
Posiblemente las alturas de las montañas de Honolulu, le traerían a la familia Soto, nostalgias del Picacho y lágrimas en sus sudorosos ojos o el recuerdo del aire anclado en su alma desde siempre.
“El mar, me llama hacia el verde de los fresnos y hacia los narcisos blancos de las praderas alcalaínas cuando empiezan las primeras lluvias del otoño”.
Las hojas del calendario seguían corriendo, su situación se había estabilizado, su moreno de hambre se había cambiado a un moreno tropical, de descanso en sus días semanales, de sus comidas diarias, su higiene regular y sus charlas familiares diferentes de las de Alcalá, donde la pregunta que siempre rondaba en su cabeza: qué comeríamos mañana.
José Soto era una persona muy observadora y dominaba el tiempo con la precisión de un meteorólogo, conocía las plantas por haberlas utilizado desde siempre, quizás aprendidas de su padre y este del suyo, de tal forma era así que este acontecimiento tuvo un protagonismo singular en su vida.
Se había dado cuenta de que en el campamento donde estaba, formado fundamentalmente por europeos, las cosas seguían un curso regular sin nada que alterase la vida de trabajo, descanso y familia pero que en los casi tres años que llevaba allí no había visto morirse a nadie, cosa que no dejaba de sorprenderle y él acostumbrado como estaba a “cumplir” en cada entierro de su pueblo siempre que el trabajo se lo permitiera o las campanas le dieran el aviso, ya se le estaba olvidando de dar el “pésame” y vino, como a toda persona llena de dudas a metérsele en la cabeza que podría ser que allí se “comieran a los viejos” y él no se hubiese dado cuenta. Al fin y al cabo, algo había oído que en un tiempo entre los nativos se comían unos a otros. Empezó a roerle el gusanillo en la cabeza y le tenía metido el espíritu en un trance donde la mente no anda ni para delante ni para detrás. Al ser un hombre reservado se volvió nostálgico y tan solo oía en su cabeza como un aleteo de Ángeles despistados. El cielo siempre azul se le hizo descolorido y desgarrado como su propia alma, y junto a su desgana y sus miedos, la nostalgia de su tierra y de su gente.
Empezó a escribir cartas a amigos y a personas que él consideraba que podrían ofrecerle trabajo si decidía volver a su país. Tuvo su correspondencia con todo aquel con el que había trabajado anteriormente, pero apenas nadie se tomó la molestia de contestar a un loco que había tenido la osadía de abandonar el pueblo huyendo de las normas caciquiles que eran frecuentes por aquella época en los pueblos. Las cartas tardaban en llegar a su destino, los barcos no salían con la frecuencia deseada y la gran primera guerra que estaba ya empezando era un obstáculo para la navegación.
Esperaba José Soto el “correo” cerca del mar, como un muchacho loco a quien el amor o el simple roce de la brisa le hacia desnudarse en sus lagrimas y correr por los verdes campos para encontrar el consuelo de las palabras. Su vida se fue haciendo más taciturna.
Una de las veces, con el tiempo recibió una carta, que le despertó las esperanzas. En ella decía: “por la vieja amistad y porque UD siempre ha sido un hombre de bien para esta casa, aquí tiene trabajo por si un día decide regresar”.
Aquella carta hizo que de pronto a José se le iluminaran las ilusiones, tanto tiempo apagadas. Incluso acogió con infinita alegría la noticia de que su hijo Francisco tenía intención de contraer matrimonio con Blanca, la chica española que procedente de Málaga (España) había realizado el viaje con sus padres para probar fortuna, como ellos, en el nuevo mundo.
José Soto empezó a plantear su vuelta, pero de nuevo se encontró con los inconvenientes propios de la lejanía, de la familia y del pasaje. En su tiempo de trabajo había ahorrado un dinero, pero no podía esperar un par de años más para terminar su contrato o quedarse allí definitivamente. De nuevo empezó a cavilar y a darle vueltas a su cabeza para solucionar el problema. Si se venía por su cuenta se gastaría parte del dinero ganado con tanto sacrificio, pero su corazón le pedía volver, su esposa no se encontraba muy bien y al parecer siempre, según la carta, al llegar a España, tendría trabajo seguro. Merecía la pena intentarlo. Por aquellos días Francisco se había casado, tenía su mujer y las cosas le iban muy bien. Estaba encargado de la maquinaria y tenía un puesto que le daba para vivir holgadamente y con perspectivas de poder seguir promocionándose dentro de la empresa. Era una persona tremendamente mañosa, y con los cacharros que recogía sobrante de las maquinas, elaboró para su casa un termo de agua caliente. El agua pasaba a través de un serpentín por la cocina económica y por la presión de la altura llegaba hasta la ducha. Allí controlaba el agua con otro recipiente de agua fría en el que hacía la mezcla para no despellejarse el cuerpo por el calor del agua.
Más de uno, me contaba mi tía abuela Juliana, lo imitaron o pidieron ayuda a Francisco para hacerse su termo de agua caliente. Y así me lo han contado también mis parientes americanos cuando tuve ocasión de conectar con ellos. Francisco se había olvidado de España, allí había encontrado la felicidad, el trabajo, una nueva vida. Atrás, muy atrás quedó la miseria, la humillación y el sin vivir de una vida incierta, por otra parte, aunque ya le importaba poco, el haber evitado ir a la mili le traía ya sin cuidado. Su patria ya iba teniendo otro nombre y otro apellido “LOS ESTADOS UNIDOS DE AMERICA”. España solo estaba ya en su recuerdo. Para Francisco América suponía la tranquilidad donde el tiempo, como la miseria, se había detenido.
Cuando José Soto, decidió dar el paso, es decir, volver a España, porque estaba convencido que su vida cambiaria después de haber estado en Honolulu y con la promesa de tener trabajo cuando volviera, su estado de ánimo fue cambiando, aunque sabía que lo que realmente le hizo llegar hasta allí se iba a quedar allí, y allí se quedaría sin tener jamás la posibilidad de poder volverlo a ver. Era su hijo Francisco. No lo volvería a ver más y sabe Dios si el azar le presentaría otra oportunidad en la vida.
Acostumbrado al campo, a buscarse la vida en él, conocía las plantas como un botánico experto, ya que la mayoría de las veces sus curaciones y las de su familia procedían de plantas que él conocía y que para ellos eran el único recurso del que disponían para mantener la salud.
La hierba luisa, la manzanilla, la hierbabuena. El eucalipto, las pipas de calabaza, el pepino en aguardiente, el sanalotodo, la hiel de lagarto, así como plantas que hacían daño a las personas y a los animales. En su experiencia sabía que si una bestia, fuera del tipo que fuera, comía hierba manchada con la sangre de la menstruación de una eriza, el animal se volvía loco y terminaba la mayoría de las veces despeñándose por algún precipicio o destrozándose entre los alambres como fruto de la locura.
Sabía también que cierto tipo de plantas hacían “malear” a algunos animales causando en los rebaños un daño irreparable, que cuando una bestia cogía sanguijuelas lo mejor para que se le cayeran era cambiarle el tipo de agua, que cuando a una vaca se le daba un puntazo con el filo de la reja del arado, lo mejor para evitar la cojera era amarrarle las cerdas de la cola a la mancera, que el aceite de haber frito a una serpiente servía para calmar los dolores... y así uno y mil trucos para poder subsistir en las mejores condiciones de vida de aquella época en España.
Anduvo “cavilando” la forma de poder salir del trabajo sin causarse ningún perjuicio económico ya que aún le quedaba tiempo de contrato y tendría que coger un barco cuanto antes pues la situación mundial se estaba complicando y no estaba para muchas pérdidas de tiempo. Consultó con María, su esposa, que como todas las esposas de la época tenían una obediencia ciega a su marido.
La pobre de María se deshizo en lágrimas, como se deshace el vuelo de un pájaro en la noche. El destino estaba de nuevo dispuesto a cambiarle la vida, pero esta vez de forma más cruel. Atrás quedaría parte de su familia. Francisco no volvería, había decidido quedarse allí como solución a sus males en España y porque su mujer no estaba dispuesta a separarse de sus padres. Su hija Petra que acababa de cumplir los quince años tampoco estaba por la labor de venirse a vivir de nuevo a España a pasar las penalidades de antaño. Su padre se negó a que ella se quedara y mi abuela tuvo el disgusto de tener que obedecer a su padre por ser menor de edad. María que era una mujer muy preocupada por su familia y de una extrema sensibilidad sabía que nunca mas llegaría a contemplar los esplendorosos amaneceres de la isla; que estaba a punto de despertarse de un sueño que tal vez nunca lo fue y que el sol de los ojos de su hijo Francisco estaba a punto de ocultarse entre las calladas y sufridas lágrimas.
Desde aquel día dejó de regar los crisantemos del parterre del jardín que tenía en la puerta de su casa y que con tanto mimo había plantado al poco tiempo de habitar la casa. Su alma se fue olvidando del olor del mar y de nuevo fueron aflorando en ella los recuerdos tristes de su tierra allá en España.
Por más que lo intentó no pudo convencer a su marido que España ya no era su patria, que ·la oveja no es de donde nace sino de donde pace, pero su marido sólo tenia pensamientos para el regreso. Del miedo salen las tormentas y José ya estaba decidido. Su sueño se había apagado y en su pecho no se dibujaba nada más que el árbol donde anidaban los gorriones en primavera y parte del verano. El mismo árbol que a veces en las tardes de estío lo cubría con una suave camisa de colores.
Sus palabras ya no dejaban ilusión para el futuro y se puso a idear la forma de salir de allí de una forma beneficiosa.
Pronto tuvo la ocasión de poner en práctica su plan. No estaba la medicina muy avanzada por aquel entonces y José, versado en hierbas y ungüentos empezó a idear algo para engañar a aquellos mediquillos del dispensario, donde solía acudir de vez en cuando por motivo de algún problemilla con los hijos pequeños que consistía fundamentalmente en algún coscorrón de Miguel o algún rasguño en alguna pierna. Cosas de chiquillos.
Al problema de la vuelta se le fue enredando otro, no menos preocupante que lo tenía pensativo y le hacía dar vueltas por la isla en busca de alguna solución a su “comedura de coco”.
Eso hizo que de nuevo se le metiera en la cabeza que allí, para evitarse problemas a los mayores se los comían, sobre todo a los chinos. Esta obsesión le venía una y otra vez y de forma periódica como una obsesión y que a cada muerto lo sustituían por otro vivo y nadie se percataba, y que se los comían en cocidos o en pucheros para que nadie se diera cuenta.
Entre las supersticiones y las nostalgias estaba el pobre que se le caía la ropa del cuerpo de tanta “canijera” como estaba cogiendo. Andaba de un lado a otro buscando una solución y esta le vino de los juegos infantiles de su hija Juliana. Una mañana observó que Julianita estaba jugando con su hermano Miguel y otros chiquillos “ a la casita” no muy alejados de la casa y observó que su hija, imitando a las personas mayores, se había pintado los labios con el jugo de unos higos tuneros (que le llamaban tintos) y que destilan un flujo rojísimo y que imitaban a la perfección al carmín de labios que su madre se ponía en las fiestas o en los días que salía a visitar a algún amigo o a recibir a algún vecino del lugar.
José, hombre ingenioso, se le vino a la cabeza que podía sacar fruto de aquel hecho e intentó, sin que nadie se diera cuenta, ingerir higos de aquellos, al principio con precaución y más tarde, viendo que el efecto que le producía era que le hacían orinar un liquido tremendamente rojo, muy parecido a la sangre, se fue tomando diariamente una porción de higos colorados hasta estabilizar la orina en el color carmín que le producían sus jugos. A los pocos días se plantó en el dispensario aprovechando la visita médica que regularmente tenía que realizar. Expuso el extraño caso de su orina roja y aprovechó de camino para hablarle a los galenos sobre su permanente dolor en los riñones. Los médicos lo anduvieron tanteando y fueron dándole largas para comprobar si su “enfermedad” estado era una cosa pasajera o es que su estado de salud se había puesto en contra de él.
Llevaba ya José para cuatro años en la isla, había renovado el contrato y estaba ya a punto de que le dieran “la fanega de tierra” que le tenían prometida a todos los trabajadores que cumplían el tiempo de contrato con el fin de que se quedaran allí aprovechando también ellos el beneficio de aquella tierra.
Todas estas cosas las fue sacrificando José Soto en beneficio de su hijo Francisco que nunca mostró intención de volver a España, sabiendo lo que le esperaba en su país de origen una vez pusiera el pie en el mismo. La enfermedad de José no remitía porque él no ponía remedio para ello y seguía tomándose sus higos y unas veces más que otras orinaba rojo.
Para darle mas fuerza a su enfermedad hizo que su esposa tomara también los higos y los médicos empezaron a pensar si lo que aquel paciente tenía pudiera ser una enfermedad contagiosa. Después de unas semanas de deliberación y de muchas pruebas que no le sirvieron para nada decidieron comunicarle a José, eso sí, sintiéndolo mucho, que por motivos de salud tendría que abandonar la isla, ya que temían que lo suyo pudiera ser contagioso. Toda la familia se hizo la revisión y ninguno salvo José y su esposa dio “sangre” en la orina, pero para evitar sorpresas, el equipo medico informó a la compañía contratante que por el bien de la comunidad sería conveniente que la familia Soto abandonase la isla, que se le pagara su despido y los beneficios propios de los años que debería estar allí más el pasaje para él y para todos sus descendientes, a fin de evitar que pudiera ser una enfermedad contagiosa y crease problemas entre el gremio laboral.
Como quien no quiere la cosa, José empezó a ponerse bueno, una vez que tuvo la “papela” de vuelta en el bolsillo. En este espacio de tiempo, mientras el barco llegaba o no llegaba, Francisco tuvo tiempo de casarse y llegó a ocupar la casa de sus padres negándose a venirse para España y seguir disfrutando de los bienes que la isla les había ofrecido y seguía ofreciéndoles. En este periodo de tiempo Francisco pudo encontrar trabajo en San Francisco (California) a través de la misma empresa azucarera para de camino poder acompañar a sus padres durante los tres mil y pico de kilómetros que separa el continente de las islas. Todos sabían que el barco era el límite de la familia, y que sabe Dios, cuando volverían a verse.
La fecha exacta en la que salieron de Hawai es difícil saberlo a ciencia cierta porque no existe documentación a este respecto pero teniendo en cuenta que mi abuela nació con el siglo, se fue a América con once años recién cumplidos, volvió a España con catorce años cumplidos ya próximo a los quince, podemos decir que estuvieron allí cuatro años para cinco. Muchos de mis familiares hablan de que el barco regresó a Gibraltar de donde salieron; unos dicen que fue en un barco que transportaba municiones, otros que si en un mercante…el caso es que ellos no se aclaran puesto que el viaje fue en cierto modo un tanto irregular, y no creo que ellos fueran capaces de distinguir un barco de otro.
Lo que sí es cierto es que José Soto se vino con su dinero ahorrado, pensando que en España podría emprender una vida diferente a la que le hizo irse al extranjero.
El barco de vuelta, después de recalar en san Francisco, emprendió la vuelta por el mismo camino por el que se habían dirigido a América camino de Gibraltar, no sin tener que sortear ciertos peligros que conllevaba un mundo en conflictos y recelosos de todos.
Aparecieron en Alcalá, un poco más ricos y más cultos, pero sin tener donde meterse, puesto que la choza en la que habían vivido ya no era lugar adecuado, y además una vez que uno se acostumbra a lo bueno lo malo es dañino. Estuvieron un tiempo para reponerse del viaje, del que según parece estuvieron cincuenta y tantos días en el mar, antes de que José empezara a dirigirse al señor que le había prometido que en el momento en que vinieran tendrían trabajo en sus campos. Lo malo es que los que le hicieron la promesa jamás pensaron que ellos podrían volver de nuevo a una tierra que prácticamente los estaba matando de hambre. Aprovechando el refrán: “Lo que te haga falta, hasta que te haga falta”.
Mientras tanto estuvieron parando en la Posada de la Cruz donde el tiempo pasaba y pasaba, y el trabajo no llegaba. José Soto se metió en unas operaciones comerciales, como fue la de comprar un campo con los ahorros, que no le salió bien y tuvo que malvenderlo, y entre una cosa y otra se fue comiendo el dinero y las esperanzas de un trabajo medio digno. Cada vez que se dirigía al de la promesa por carta este le contestaba: “José no voy a echar a uno para meterte a ti”. Tanto insistía que por fin pudo colocarse en el cortijo de Las Joyas, en un rincón del mismo. El dueño, para evitar la sangría económica que le suponía el tener que estar metido en una posada pagando diariamente la manutención de una familia, le cedió un trozo de terreno en una esquina de su finca, justo enfrente de una venta que siempre ha llevado el nombre de “La Liebre”, y junto a una barranca del arroyo, donde la familia, con la ayuda del novio de mi abuela Petra, Manolo Martínez, se hizo una choza, que en boca de uno de los Toscanos, hoy un señor mayor, entonces un jovenzuelo, decía que la choza de José Soto era como un “palacio”, y que su padre la visitaba con frecuencia admirado de las comodidades que la choza tenía para los tiempos que corrían.
Con el tiempo mi abuelo Martínez, que trabajaba con los Toscanos, terminó casándose con mi abuela Petra, colocándolo, de entrada, de “encargado” en el cortijo, mientras José Soto, hacia las veces de pastor de ovejas y cuidador del ganado en general.
Entre los recuerdos que mi abuela conservó hasta última hora, figuraba un mantón de Manila de colores muy vivos, que parece que existe pero no sabemos en manos de quien, un abanico en las que figuraba en cada aspa el nombre de todos los hermanos, el de su padre y el de su madre, unas botitas blancas que tuvo que vender y que quiso recuperar pero ya la señora no quiso cedérselas porque era un recuerdo de la señora con la que estuvo trabajando, y un “banyo” que sin saber por qué me desprendí de él porque después de tantos años estaba muy estropeado y me costaba arreglarlo trescientas pesetas, y ni mi economía ni mis padres estaban en disposición para aguantar músicas aunque estas fueran celestiales.
En una conversación con D. Luis Toscano, padre de Nicolás Toscano Liria, amigo de la infancia, sentado una tarde en la Alameda escuchando el silencio de la puesta del sol, decía D. Luis que su familia se sorprendía siempre que cogía un mapa de cómo un hombre sin estudios hubiese dado DOS MEDIAS VUELTAS AL MUNDO o lo que es lo mismo, le contesté UNA ENTERA.
“EL HAMBRE D. LUIS, EL HAMBRE”.
Mi abuelo Martínez se compró al cabo de unos años la huerta del Sarandeo, figurando en la escritura como testigo el “patriarca de los Toscanos” y se sorprendieron que mi abuelo que parecía saber tanto, a la hora de la firma estampara la huella del dedo, documento tan valido como cuando estrechaba la mano.
Hoy la familia de San Francisco, anda por América, un accidente acabó con parte de la misma. Los que quedan apenas tienen recuerdos de España, aunque como ellos dicen: AUN TIENEN un trozo de corazón por estas tierras.
Manuel Guerra Martínez
(Siento no poder poner fotografías familiares por haberse perdido en una mudanza o haber caído en el horno de hacer el pan…que todo es posible).
Según los documentos, el 24 de Febrero de 1911, la familia Soto partió desde Gibraltar para Hawai, aunque su destino final era Honolulu (su capital) para trabajar en la plantación y recogida de caña de azúcar. Después de un recorrido de cerca de un mes, según figura en los papeles y en el acta de embarque, atravesando el Océano Atlántico a salir al Pacífico, atravesando el estrecho de Magallanes llegaron a Hawai el día 13 de Abril del mismo año.
Más tarde, cuando ya estábamos familiarizados con el tema en la medida que la memoria iba amaneciendo en cada uno de los familiares, mi tía abuela Juliana, que estuvo allí desde los seis a los nueve años, se fue haciendo un poco cómplice de su imaginación y de sus fantasías silenciosas y contaba ya en su madurez de anciana algecireña historias que unas veces eran verdad y otras frutos de alguna invención singular que solo duraba el tiempo del relato.
Nos hablaba de que atravesaron todo América desde Nueva York. Isla de Elis. Las peripecias que tuvieron que pasar cuando tuvieron que someterse a la cuarentena. Contaba que desnudaron a su madre y a toda la chiquillería y los metieron en una sala muy grande para fumigarlos y despiojarlos, como se hace con los animales, los lavaban, le cortaban el pelo y les hacían cambiarse de ropa. A los hombres les hacían la misma operación en otro salón aparte. El sueño americano no empezaba en una bañera de agua caliente. Esto que mi tía Juliana contaba no se pudo ajustar a la realidad porque ellos jamás tocaron el puerto de Nueva York como se demuestra en los papeles, pero la imaginación hace a veces que nos volquemos en historias y algún familiar mío dice haber visto entre las miles de tablillas que figuran en la isla de Elis el nombre de la familia Soto. No lo dudo, pero Soto somos muchos y puede que una rama de ellos entrara en América por Nueva York, pero mi familia, según la documentación, no tuvo ese privilegio.
Después de tantos días de navegación, las fibras, músculos y nervios de sus cuerpos les parecieron distintos. No he podido comprobar lo que mi tío Miguel me contaba en su residencia de ancianos, que mi abuela se dedicaba a lavar la ropa de la tripulación y a todos los que querían, a fin de sacarse unos céntimos. Puede que esto sea así, porque también mi abuela me insinuó algo una vez de cuando estuvo de lavandera en el barco, pero ni una cosa ni otra la podría poner como cierta, entre otras cosas porque mi tío Miguel iba mentalmente por libre sin perder la chaveta en ningún momento pero cuando murió le encontraron en el armario de la residencia todo un economato gastronómico, porque según la Dirección de la residencia tenia la manía de que allí lo iban a envenenar.
José Soto, que era un poco renco de la pierna izquierda, aunque su cojera no le impedía realizar la mayoría de las actividades laborales, cuando pudo poner los pies en tierra tuvo la impresión de que todo le flotaba en contra de su cuerpo y todo le producía vértigo y mareo y allí se quedó, quieto, volviendo la cabeza hacia el horizonte perdido por donde poder, si no divisar si al menos sentir el olor de su pueblo, mientras el cuerpo se le fue quedando lívido buscando en el aire la escritura juguetona del corretear de sus hijos y el sueño lejano de su esposa recorriendo las callejas de un pueblo donde el hambre desde la distancia ignota le parecía más real que el sorprendente y maravilloso mundo que se le ofrecía ante su vista.
Entre las cosas mas preciadas, María llevaba una fotografía de su madre que fue en un principio el único vínculo que le uniría a la familia española. Tenían prohibido llevar animales u otros objetos que no fueran los estrictamente necesarios.
Me viene a la memoria la historia que cuenta el capitán James Kook, el descubridor oficial de las islas Hawai, y digo oficial porque estas fueron descubiertas por los españoles muchos años antes de que los ingleses se plantaran allí, para recoger “plantones del árbol del pan” emulando la maravillosa película de “Rebelión a bordo”, mientras los españoles utilizaron sus bahías y sus ensenadas de agua tranquilas para resguardar sus galeones de las tormentas y la piratería.
Narra el famoso capitán, en uno de sus viajes a los nuevos dominios de Su Majestad, el grave problema que se le presentó al descubrir en el buque a su mando un jovencísimo grumete que escondía, como si se tratase de un polizón, a un ángel de la guarda, extrañamente corporizado. A las severas preguntas del capitán, el marinerito pudo, con argumentos sobrenaturales, acreditar el origen celeste de su compañero. No obstante confiesa Kook que se vio obligado a desembarcar a la primera ocasión que tuvo, al grumete y al ángel “pues no estando yo versado en cosas teológicas y desconociendo el sexo de los Ángeles, en modo alguno podía consentir que por mi causa infligieran las estrictas, pero necesarias costumbres de Su Majestad”. Omite el capitán Kook que, por si hubiese o no caso, antes de desembarcar “a los muchachos” ordenó le fueran propinados a cada uno una tanda de cincuenta latigazos.
Me han contado historias a trocitos, como esas piezas de tela que tejían las mujeres en los viejos tiempos con sobras de ropa de los talleres de costura y que superpuestas unas sobre otras daban lugar a una pequeña manta a la que llamábamos “cubrepié”.
Así a pequeños trozos perdidos he podido ir hilvanado, pedacito a pedacito, trozos de esta historia, buscando en un sitio y en otro, despacito, como construye la golondrina su nido, hasta formar una pequeña historia que se asemeje más a la realidad de lo que en un principio podría pensar. Los datos han venido a mí como queriendo buscar una mano que les dé forma, pero me queda la tristeza de no tener, aunque las he visto, fotografías de mis bisabuelos en aquel continente.
Sé que cuando desembarcaron fueron alojados en unos barracones de madera en los que disponían de todas las comodidades para la época, que disfrutaban de cocina de leña, salón pequeño y tres habitaciones a modo de dormitorio. En la cocina disfrutaban de todas las comodidades, según he podido averiguar por testimonios sacados de otras personas con las que he podido tener contacto durante este largo periodo de investigación, y que aún permanecen allí, unos en las islas y otros en San Francisco (California.)
Aquello supuso un cambio extraordinario en su vida. La vida fue transcurriendo según se le había comunicado en los papeles y José se fue acostumbrando a ella, donde el trabajo no era precisamente un problema, acostumbrado como estaba a estar como un perro intentando olisquear donde podría utilizar sus manos de operario, como hacía en el pueblo. Llevaba un contrato fijo de tres años y con posibilidades de poder quedarse allí si daba pruebas de ser buen trabajador por el tiempo que quisiera, incluso con la posibilidad de poder disfrutar de un terreno donado por el gobierno de la isla. La vida transcurría placidamente y desde José, Francisco, e incluso María su esposa, trabajaban unos en una cosa y otros en otra. Mi abuela, como no tenía la edad, pasó a trabajar de asistente, para cuidar a un niño de un matrimonio que regentaba un “Drug Store” o tienda donde se expendía de todo. El trabajo con el tiempo llegó a convertirse en una rutina, los niños asistían a la escuela, aunque podríamos decir que Miguel y Juliana solían faltar mucho porque no estaban acostumbrados a la disciplina escolar, puesto que en Alcalá jamás habían pisado un aula.
Un día era el espejo de otro día.
Francisco con la edad propia de los amores, empezó a mantener relaciones con una chica de Málaga que había hecho el viaje en el mismo barco que ellos en compañía de sus padres en busca, como todos de nuevos mundo y nuevas esperanzas. El amor le cambió la vida a Francisco y al mismo tiempo su mundo se fue haciendo más llevadero. Su vida fue tomando sentido e incluso le pidió permiso al padre de ella para poder establecer relaciones con fines formales. Francisco era una persona que sus descendientes lo consideraban como un señor, serio, formal y buen trabajador que era la base fundamental en los tiempos en que nos movemos para que un padre pudiera permitir que una hija pudiera mantener relaciones con un extraño. Mi abuela Petra seguía sirviendo en el mostrador y cuidando del niño y podemos saber el nombre del dueño, porque al parecer fue tanto el cariño que esta familia le tomó a mi abuela y esta a ellos que cuando mi abuela se casó, años después con mi abuelo, le puso el nombre del dueño del local a un hijo suyo, y por eso tenemos nosotros en la familia un James (Jaime en español) que siempre fue un nexo que mi abuela tuvo de la época que pasó en las islas. Allí suponemos que mi abuela aprendió a hablar ingles, porque mi abuela con no haber ido jamás a la escuela era una mujer inteligente y con capacidad para captar las cosas con facilidad. En el campo, ya de vuelta y casada con mi abuelo, no había un recovero que fuera capaz de darle “coba” ni tan siquiera por la venta de un huevo.
La vida fue transcurriendo entre el bienestar del trabajo y del dinero que cobraban mensualmente en dólares de oro, el clima siempre monótono y el estudio de las nubes que de vez en cuando descargaban produciendo un efecto refrescante y grato que hacía que la naturaleza, agraciada por la mano de Dios, sin duda se volviese más paraíso que cualquier lugar de la tierra. Allí no podía distinguir José Soto cuando era invierno o verano, la temperatura era siempre la misma, era como una eterna primavera “calentita” que hacía feliz al que vivía allí. La luna, al llegar la noche se “aconchababa” con las estrellas y le daba al paisaje un tono blanquecino que se podía leer incluso en los claros de los bosques. Miguelito y Juliana estaban más tiempo en el campo y en los juegos que en el colorido aprendizaje de las letras, les atraían más el azul del cielo y el verdor de la naturaleza que el sueño bandolero y sin fondo de las cosas. Por más que su madre se empeñaba, estaban más tiempo en los juegos, que sentados en los bancos de la escuela como aves enjauladas buscando tras los cristales la refracción de la luz.
María y Juana, aún andaban metidas en tetas y biberones. Fue tanto el “escaqueo” que Miguel y Juliana mantenían en la falta de asistencia a la escuela que a punto estuvo Miguel de tener un disgusto, mientras recorrían por entre los campos, escondiéndose entre los tubos gigantes del riego que una de las veces jugando “al que no se haya escondido tiempo ha tenido” se metió en uno de los tubos gruesos con tanto empeño que se quedó incrustado con la cocorota tan grandísima que tenía. Lo tuvieron que sacar a base de tirones y aún de mayor, todavía lucía una corona quemada del roce por la fuerza que tuvieron que hacer para sacarlo del tubo.
Desde aquel día su madre, utilizando su pedagogía particular, lo “adoctrinó” con un par de “alpargatazos” en el trasero y a Miguel se le quitaron las ganas de meterse en los tubos y sobre todo de faltar a la escuela, más por miedo al moratón, que por afición a las letras.
Seguía la vida y Francisco fue formalizando su relación con su novia. Mi bisabuelo José Soto echaba de menos su país, aunque allí lo estaba ganando bien. Francisco empezó a manejar maquinarias, para lo cual parecía que tenía una gran habilidad. Pero para un alcalaíno, Alcalá es el centro del mundo. Nosotros no somos españoles ni gaditanos, somos alcalaínos y si alguna vez hemos necesitado las capitales ha sido para visitar al medico o para buscar trabajo. Al final siempre dejamos el corazón donde lo encontramos, entre las piedras blancas de La Coracha, en el muro de las lamentaciones de nuestro castillo romano y árabe, y junto al descanso de nuestros antepasados que desde el cielo del pueblo arrancan el vuelo hacia los espacios siderales donde revolotean entre las negras y rojas golondrinas.
Por el río Barbate, nuestro río, juguetón y traicionero a veces, podemos llegar al mar, pero en las tardes de levante el mar viene hacia nosotros y nos mete sus “barbas” en el Picacho, como un anciano de mirada húmeda y semblante cansado. Más arriba, mirando a África, "El Pilar de la Reina” que se esconde tras las brumas del otoño esperando de las hogueras del sol recién nacido, el susurro de las colinas o algún movimiento de cualquier alma dormida entre los arroyos.
Posiblemente las alturas de las montañas de Honolulu, le traerían a la familia Soto, nostalgias del Picacho y lágrimas en sus sudorosos ojos o el recuerdo del aire anclado en su alma desde siempre.
“El mar, me llama hacia el verde de los fresnos y hacia los narcisos blancos de las praderas alcalaínas cuando empiezan las primeras lluvias del otoño”.
Las hojas del calendario seguían corriendo, su situación se había estabilizado, su moreno de hambre se había cambiado a un moreno tropical, de descanso en sus días semanales, de sus comidas diarias, su higiene regular y sus charlas familiares diferentes de las de Alcalá, donde la pregunta que siempre rondaba en su cabeza: qué comeríamos mañana.
José Soto era una persona muy observadora y dominaba el tiempo con la precisión de un meteorólogo, conocía las plantas por haberlas utilizado desde siempre, quizás aprendidas de su padre y este del suyo, de tal forma era así que este acontecimiento tuvo un protagonismo singular en su vida.
Se había dado cuenta de que en el campamento donde estaba, formado fundamentalmente por europeos, las cosas seguían un curso regular sin nada que alterase la vida de trabajo, descanso y familia pero que en los casi tres años que llevaba allí no había visto morirse a nadie, cosa que no dejaba de sorprenderle y él acostumbrado como estaba a “cumplir” en cada entierro de su pueblo siempre que el trabajo se lo permitiera o las campanas le dieran el aviso, ya se le estaba olvidando de dar el “pésame” y vino, como a toda persona llena de dudas a metérsele en la cabeza que podría ser que allí se “comieran a los viejos” y él no se hubiese dado cuenta. Al fin y al cabo, algo había oído que en un tiempo entre los nativos se comían unos a otros. Empezó a roerle el gusanillo en la cabeza y le tenía metido el espíritu en un trance donde la mente no anda ni para delante ni para detrás. Al ser un hombre reservado se volvió nostálgico y tan solo oía en su cabeza como un aleteo de Ángeles despistados. El cielo siempre azul se le hizo descolorido y desgarrado como su propia alma, y junto a su desgana y sus miedos, la nostalgia de su tierra y de su gente.
Empezó a escribir cartas a amigos y a personas que él consideraba que podrían ofrecerle trabajo si decidía volver a su país. Tuvo su correspondencia con todo aquel con el que había trabajado anteriormente, pero apenas nadie se tomó la molestia de contestar a un loco que había tenido la osadía de abandonar el pueblo huyendo de las normas caciquiles que eran frecuentes por aquella época en los pueblos. Las cartas tardaban en llegar a su destino, los barcos no salían con la frecuencia deseada y la gran primera guerra que estaba ya empezando era un obstáculo para la navegación.
Esperaba José Soto el “correo” cerca del mar, como un muchacho loco a quien el amor o el simple roce de la brisa le hacia desnudarse en sus lagrimas y correr por los verdes campos para encontrar el consuelo de las palabras. Su vida se fue haciendo más taciturna.
Una de las veces, con el tiempo recibió una carta, que le despertó las esperanzas. En ella decía: “por la vieja amistad y porque UD siempre ha sido un hombre de bien para esta casa, aquí tiene trabajo por si un día decide regresar”.
Aquella carta hizo que de pronto a José se le iluminaran las ilusiones, tanto tiempo apagadas. Incluso acogió con infinita alegría la noticia de que su hijo Francisco tenía intención de contraer matrimonio con Blanca, la chica española que procedente de Málaga (España) había realizado el viaje con sus padres para probar fortuna, como ellos, en el nuevo mundo.
José Soto empezó a plantear su vuelta, pero de nuevo se encontró con los inconvenientes propios de la lejanía, de la familia y del pasaje. En su tiempo de trabajo había ahorrado un dinero, pero no podía esperar un par de años más para terminar su contrato o quedarse allí definitivamente. De nuevo empezó a cavilar y a darle vueltas a su cabeza para solucionar el problema. Si se venía por su cuenta se gastaría parte del dinero ganado con tanto sacrificio, pero su corazón le pedía volver, su esposa no se encontraba muy bien y al parecer siempre, según la carta, al llegar a España, tendría trabajo seguro. Merecía la pena intentarlo. Por aquellos días Francisco se había casado, tenía su mujer y las cosas le iban muy bien. Estaba encargado de la maquinaria y tenía un puesto que le daba para vivir holgadamente y con perspectivas de poder seguir promocionándose dentro de la empresa. Era una persona tremendamente mañosa, y con los cacharros que recogía sobrante de las maquinas, elaboró para su casa un termo de agua caliente. El agua pasaba a través de un serpentín por la cocina económica y por la presión de la altura llegaba hasta la ducha. Allí controlaba el agua con otro recipiente de agua fría en el que hacía la mezcla para no despellejarse el cuerpo por el calor del agua.
Más de uno, me contaba mi tía abuela Juliana, lo imitaron o pidieron ayuda a Francisco para hacerse su termo de agua caliente. Y así me lo han contado también mis parientes americanos cuando tuve ocasión de conectar con ellos. Francisco se había olvidado de España, allí había encontrado la felicidad, el trabajo, una nueva vida. Atrás, muy atrás quedó la miseria, la humillación y el sin vivir de una vida incierta, por otra parte, aunque ya le importaba poco, el haber evitado ir a la mili le traía ya sin cuidado. Su patria ya iba teniendo otro nombre y otro apellido “LOS ESTADOS UNIDOS DE AMERICA”. España solo estaba ya en su recuerdo. Para Francisco América suponía la tranquilidad donde el tiempo, como la miseria, se había detenido.
Cuando José Soto, decidió dar el paso, es decir, volver a España, porque estaba convencido que su vida cambiaria después de haber estado en Honolulu y con la promesa de tener trabajo cuando volviera, su estado de ánimo fue cambiando, aunque sabía que lo que realmente le hizo llegar hasta allí se iba a quedar allí, y allí se quedaría sin tener jamás la posibilidad de poder volverlo a ver. Era su hijo Francisco. No lo volvería a ver más y sabe Dios si el azar le presentaría otra oportunidad en la vida.
Acostumbrado al campo, a buscarse la vida en él, conocía las plantas como un botánico experto, ya que la mayoría de las veces sus curaciones y las de su familia procedían de plantas que él conocía y que para ellos eran el único recurso del que disponían para mantener la salud.
La hierba luisa, la manzanilla, la hierbabuena. El eucalipto, las pipas de calabaza, el pepino en aguardiente, el sanalotodo, la hiel de lagarto, así como plantas que hacían daño a las personas y a los animales. En su experiencia sabía que si una bestia, fuera del tipo que fuera, comía hierba manchada con la sangre de la menstruación de una eriza, el animal se volvía loco y terminaba la mayoría de las veces despeñándose por algún precipicio o destrozándose entre los alambres como fruto de la locura.
Sabía también que cierto tipo de plantas hacían “malear” a algunos animales causando en los rebaños un daño irreparable, que cuando una bestia cogía sanguijuelas lo mejor para que se le cayeran era cambiarle el tipo de agua, que cuando a una vaca se le daba un puntazo con el filo de la reja del arado, lo mejor para evitar la cojera era amarrarle las cerdas de la cola a la mancera, que el aceite de haber frito a una serpiente servía para calmar los dolores... y así uno y mil trucos para poder subsistir en las mejores condiciones de vida de aquella época en España.
Anduvo “cavilando” la forma de poder salir del trabajo sin causarse ningún perjuicio económico ya que aún le quedaba tiempo de contrato y tendría que coger un barco cuanto antes pues la situación mundial se estaba complicando y no estaba para muchas pérdidas de tiempo. Consultó con María, su esposa, que como todas las esposas de la época tenían una obediencia ciega a su marido.
La pobre de María se deshizo en lágrimas, como se deshace el vuelo de un pájaro en la noche. El destino estaba de nuevo dispuesto a cambiarle la vida, pero esta vez de forma más cruel. Atrás quedaría parte de su familia. Francisco no volvería, había decidido quedarse allí como solución a sus males en España y porque su mujer no estaba dispuesta a separarse de sus padres. Su hija Petra que acababa de cumplir los quince años tampoco estaba por la labor de venirse a vivir de nuevo a España a pasar las penalidades de antaño. Su padre se negó a que ella se quedara y mi abuela tuvo el disgusto de tener que obedecer a su padre por ser menor de edad. María que era una mujer muy preocupada por su familia y de una extrema sensibilidad sabía que nunca mas llegaría a contemplar los esplendorosos amaneceres de la isla; que estaba a punto de despertarse de un sueño que tal vez nunca lo fue y que el sol de los ojos de su hijo Francisco estaba a punto de ocultarse entre las calladas y sufridas lágrimas.
Desde aquel día dejó de regar los crisantemos del parterre del jardín que tenía en la puerta de su casa y que con tanto mimo había plantado al poco tiempo de habitar la casa. Su alma se fue olvidando del olor del mar y de nuevo fueron aflorando en ella los recuerdos tristes de su tierra allá en España.
Por más que lo intentó no pudo convencer a su marido que España ya no era su patria, que ·la oveja no es de donde nace sino de donde pace, pero su marido sólo tenia pensamientos para el regreso. Del miedo salen las tormentas y José ya estaba decidido. Su sueño se había apagado y en su pecho no se dibujaba nada más que el árbol donde anidaban los gorriones en primavera y parte del verano. El mismo árbol que a veces en las tardes de estío lo cubría con una suave camisa de colores.
Sus palabras ya no dejaban ilusión para el futuro y se puso a idear la forma de salir de allí de una forma beneficiosa.
Pronto tuvo la ocasión de poner en práctica su plan. No estaba la medicina muy avanzada por aquel entonces y José, versado en hierbas y ungüentos empezó a idear algo para engañar a aquellos mediquillos del dispensario, donde solía acudir de vez en cuando por motivo de algún problemilla con los hijos pequeños que consistía fundamentalmente en algún coscorrón de Miguel o algún rasguño en alguna pierna. Cosas de chiquillos.
Al problema de la vuelta se le fue enredando otro, no menos preocupante que lo tenía pensativo y le hacía dar vueltas por la isla en busca de alguna solución a su “comedura de coco”.
Eso hizo que de nuevo se le metiera en la cabeza que allí, para evitarse problemas a los mayores se los comían, sobre todo a los chinos. Esta obsesión le venía una y otra vez y de forma periódica como una obsesión y que a cada muerto lo sustituían por otro vivo y nadie se percataba, y que se los comían en cocidos o en pucheros para que nadie se diera cuenta.
Entre las supersticiones y las nostalgias estaba el pobre que se le caía la ropa del cuerpo de tanta “canijera” como estaba cogiendo. Andaba de un lado a otro buscando una solución y esta le vino de los juegos infantiles de su hija Juliana. Una mañana observó que Julianita estaba jugando con su hermano Miguel y otros chiquillos “ a la casita” no muy alejados de la casa y observó que su hija, imitando a las personas mayores, se había pintado los labios con el jugo de unos higos tuneros (que le llamaban tintos) y que destilan un flujo rojísimo y que imitaban a la perfección al carmín de labios que su madre se ponía en las fiestas o en los días que salía a visitar a algún amigo o a recibir a algún vecino del lugar.
José, hombre ingenioso, se le vino a la cabeza que podía sacar fruto de aquel hecho e intentó, sin que nadie se diera cuenta, ingerir higos de aquellos, al principio con precaución y más tarde, viendo que el efecto que le producía era que le hacían orinar un liquido tremendamente rojo, muy parecido a la sangre, se fue tomando diariamente una porción de higos colorados hasta estabilizar la orina en el color carmín que le producían sus jugos. A los pocos días se plantó en el dispensario aprovechando la visita médica que regularmente tenía que realizar. Expuso el extraño caso de su orina roja y aprovechó de camino para hablarle a los galenos sobre su permanente dolor en los riñones. Los médicos lo anduvieron tanteando y fueron dándole largas para comprobar si su “enfermedad” estado era una cosa pasajera o es que su estado de salud se había puesto en contra de él.
Llevaba ya José para cuatro años en la isla, había renovado el contrato y estaba ya a punto de que le dieran “la fanega de tierra” que le tenían prometida a todos los trabajadores que cumplían el tiempo de contrato con el fin de que se quedaran allí aprovechando también ellos el beneficio de aquella tierra.
Todas estas cosas las fue sacrificando José Soto en beneficio de su hijo Francisco que nunca mostró intención de volver a España, sabiendo lo que le esperaba en su país de origen una vez pusiera el pie en el mismo. La enfermedad de José no remitía porque él no ponía remedio para ello y seguía tomándose sus higos y unas veces más que otras orinaba rojo.
Para darle mas fuerza a su enfermedad hizo que su esposa tomara también los higos y los médicos empezaron a pensar si lo que aquel paciente tenía pudiera ser una enfermedad contagiosa. Después de unas semanas de deliberación y de muchas pruebas que no le sirvieron para nada decidieron comunicarle a José, eso sí, sintiéndolo mucho, que por motivos de salud tendría que abandonar la isla, ya que temían que lo suyo pudiera ser contagioso. Toda la familia se hizo la revisión y ninguno salvo José y su esposa dio “sangre” en la orina, pero para evitar sorpresas, el equipo medico informó a la compañía contratante que por el bien de la comunidad sería conveniente que la familia Soto abandonase la isla, que se le pagara su despido y los beneficios propios de los años que debería estar allí más el pasaje para él y para todos sus descendientes, a fin de evitar que pudiera ser una enfermedad contagiosa y crease problemas entre el gremio laboral.
Como quien no quiere la cosa, José empezó a ponerse bueno, una vez que tuvo la “papela” de vuelta en el bolsillo. En este espacio de tiempo, mientras el barco llegaba o no llegaba, Francisco tuvo tiempo de casarse y llegó a ocupar la casa de sus padres negándose a venirse para España y seguir disfrutando de los bienes que la isla les había ofrecido y seguía ofreciéndoles. En este periodo de tiempo Francisco pudo encontrar trabajo en San Francisco (California) a través de la misma empresa azucarera para de camino poder acompañar a sus padres durante los tres mil y pico de kilómetros que separa el continente de las islas. Todos sabían que el barco era el límite de la familia, y que sabe Dios, cuando volverían a verse.
La fecha exacta en la que salieron de Hawai es difícil saberlo a ciencia cierta porque no existe documentación a este respecto pero teniendo en cuenta que mi abuela nació con el siglo, se fue a América con once años recién cumplidos, volvió a España con catorce años cumplidos ya próximo a los quince, podemos decir que estuvieron allí cuatro años para cinco. Muchos de mis familiares hablan de que el barco regresó a Gibraltar de donde salieron; unos dicen que fue en un barco que transportaba municiones, otros que si en un mercante…el caso es que ellos no se aclaran puesto que el viaje fue en cierto modo un tanto irregular, y no creo que ellos fueran capaces de distinguir un barco de otro.
Lo que sí es cierto es que José Soto se vino con su dinero ahorrado, pensando que en España podría emprender una vida diferente a la que le hizo irse al extranjero.
El barco de vuelta, después de recalar en san Francisco, emprendió la vuelta por el mismo camino por el que se habían dirigido a América camino de Gibraltar, no sin tener que sortear ciertos peligros que conllevaba un mundo en conflictos y recelosos de todos.
Aparecieron en Alcalá, un poco más ricos y más cultos, pero sin tener donde meterse, puesto que la choza en la que habían vivido ya no era lugar adecuado, y además una vez que uno se acostumbra a lo bueno lo malo es dañino. Estuvieron un tiempo para reponerse del viaje, del que según parece estuvieron cincuenta y tantos días en el mar, antes de que José empezara a dirigirse al señor que le había prometido que en el momento en que vinieran tendrían trabajo en sus campos. Lo malo es que los que le hicieron la promesa jamás pensaron que ellos podrían volver de nuevo a una tierra que prácticamente los estaba matando de hambre. Aprovechando el refrán: “Lo que te haga falta, hasta que te haga falta”.
Mientras tanto estuvieron parando en la Posada de la Cruz donde el tiempo pasaba y pasaba, y el trabajo no llegaba. José Soto se metió en unas operaciones comerciales, como fue la de comprar un campo con los ahorros, que no le salió bien y tuvo que malvenderlo, y entre una cosa y otra se fue comiendo el dinero y las esperanzas de un trabajo medio digno. Cada vez que se dirigía al de la promesa por carta este le contestaba: “José no voy a echar a uno para meterte a ti”. Tanto insistía que por fin pudo colocarse en el cortijo de Las Joyas, en un rincón del mismo. El dueño, para evitar la sangría económica que le suponía el tener que estar metido en una posada pagando diariamente la manutención de una familia, le cedió un trozo de terreno en una esquina de su finca, justo enfrente de una venta que siempre ha llevado el nombre de “La Liebre”, y junto a una barranca del arroyo, donde la familia, con la ayuda del novio de mi abuela Petra, Manolo Martínez, se hizo una choza, que en boca de uno de los Toscanos, hoy un señor mayor, entonces un jovenzuelo, decía que la choza de José Soto era como un “palacio”, y que su padre la visitaba con frecuencia admirado de las comodidades que la choza tenía para los tiempos que corrían.
Con el tiempo mi abuelo Martínez, que trabajaba con los Toscanos, terminó casándose con mi abuela Petra, colocándolo, de entrada, de “encargado” en el cortijo, mientras José Soto, hacia las veces de pastor de ovejas y cuidador del ganado en general.
Entre los recuerdos que mi abuela conservó hasta última hora, figuraba un mantón de Manila de colores muy vivos, que parece que existe pero no sabemos en manos de quien, un abanico en las que figuraba en cada aspa el nombre de todos los hermanos, el de su padre y el de su madre, unas botitas blancas que tuvo que vender y que quiso recuperar pero ya la señora no quiso cedérselas porque era un recuerdo de la señora con la que estuvo trabajando, y un “banyo” que sin saber por qué me desprendí de él porque después de tantos años estaba muy estropeado y me costaba arreglarlo trescientas pesetas, y ni mi economía ni mis padres estaban en disposición para aguantar músicas aunque estas fueran celestiales.
En una conversación con D. Luis Toscano, padre de Nicolás Toscano Liria, amigo de la infancia, sentado una tarde en la Alameda escuchando el silencio de la puesta del sol, decía D. Luis que su familia se sorprendía siempre que cogía un mapa de cómo un hombre sin estudios hubiese dado DOS MEDIAS VUELTAS AL MUNDO o lo que es lo mismo, le contesté UNA ENTERA.
“EL HAMBRE D. LUIS, EL HAMBRE”.
Mi abuelo Martínez se compró al cabo de unos años la huerta del Sarandeo, figurando en la escritura como testigo el “patriarca de los Toscanos” y se sorprendieron que mi abuelo que parecía saber tanto, a la hora de la firma estampara la huella del dedo, documento tan valido como cuando estrechaba la mano.
Hoy la familia de San Francisco, anda por América, un accidente acabó con parte de la misma. Los que quedan apenas tienen recuerdos de España, aunque como ellos dicen: AUN TIENEN un trozo de corazón por estas tierras.
Manuel Guerra Martínez
Mayo de 2006
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