UNDECIMO VUELO. Las ondas.
Fue larga la posguerra en Alcalá, como en muchas otras partes. El pueblo frustrado, herido por dentro, lamiéndose todavía las heridas por el lastre de la contienda cainita, se contentaba con aquella especie de cajoncillo de sastre de la sentimentalidad que fluian por las ondas de la radio. Un medio asequible y de fácil asimilación por todas las capas sociales. Alguien escribió: “La radio es un vínculo directísimo con el pueblo, con todo el pueblo, y al elemento sonoro y dramático, una eficacia informativa”. Y era así.
Negarle la radio a un necesitado era casi peor que negarle un vaso de agua. Era un bien compartido talmente como el agua del grifo del patio de vecinos.
Las sombras de las canciones de la posguerra se alargaban como un chicle. Por aquel entonces no existía la lista de éxitos y la música lo mismo que la gobernancia era una chaqueta vieja que a fuerza de darle vueltas había perdido el color. La chaqueta de un azul había degenerado en un gris cenizoso. Quiere uno decir, que las canciones que escuchaban nuestros padres fueron las mismas que escuchamos los niños en Alcalá a la fenecida de los años cincuenta. Mientras que en América sonaba el “rock”, aquí en España estábamos todavía con la vaca lechera que daba leche merengada. En lo que si no nos mojaba nadie la oreja era en la cuestión del orgullo nacional: “Como en España ni hablar, / eso lo digo en la China y en Madagascar”. Rezaba la coplilla en boga.
Música, más música con poca letra. Música por favor. Pan y música. La música era el santo y seña para conjurar la penuria (la penurria en boca de algunos). A nadie –y menos a la chiquillería- le entraba por los oídos los planes provinciales de un ministro; ni la firma del Tratado de Roma; ni la primera reivindicación del Peñón de Gibraltar; ni tan siquiera la llegada del “seiscientos”; o la ley de urgencia social para erradicar el chabolismo. La puerca sorda solamente ponía las orejas a remojar con noticias como que Carmen Sevilla fuera a cantarle a la tropa colonial a Sidi Ifni; las llegadas de Puskas, Kubala y Di Stéfano; o del estreno del melodrama áulico “Donde vas Alfonso XII”; o la rivalidad de dos toreros cuñados: Antonio Ordoñes y Luis Miguel Dominguín.
Con el peso del calor, los chiquillos escuchábamos el cornetín de órdenes que preludiaba el “parte” y el himno de los requetés y las preces nacionalistas como el que escuchaba en la radio llover. Y los viejos resentidos (con veta interior republicana) solían aseverar: “Apaga el palabrerío y deja la luz para escuchar a la Niña de los Peines.”
La radio puso siempre telón, música de fondo, al trajín diario de la chiquillería alcalaína. Al apuntar la mañana, los colegiales brujuleaban camino del Convento, Beaterio y Parque. El olor a café de estraperlo del Morito de Gibraltar, agenciado en lo de la Viudita, le daba tono cálido a la mañana de escarcha y cantares de gallos tardíos. Mientras que de un lugar indefinido, como el cantar de los grillos, la radio soliviantaba a muchos estómagos en blanca: “Yo soy aquel negrito del África tropical, que cultivando cantaba la canción del Cola Cao”. Y la llovizna arreciando. Danza de portalibros de madera, cuero y cartón según la cuna. La mañana se había puesto de plata en los adoquines de las calles. Luego la monotonía del colegio. Las filas (fila para todo). Las tres banderas. El carasol y el vivafranco. El Himno Real. La consigna del maestro en la pizarra: “España es una unidad de destino en lo universal” (creo que lo dijo José Antonio), mensaje que ni los niños más zangones lograron nunca entender. Luego el plumín cargado de tinta rayaba la cuadrícula del cuaderno, mientras que un hombre reblanquido, de estatura regular, gafas claras; traje a rayas, cruzado, azul marino; corbata sobre cuello de almidón y tic en el semblante, a veces rojizo por el sofoco, despaciosamente, iba descargando una tonelada de números:
“Y todo un coro infantil
va cantando la lección;
mil veces ciento, cien mil
mil veces mil, un millón” (Machado)
Y cuando la tarde se ponía parda, a eso de las seis, cuando los niños deseaban llenar el aire de la plaza en sombra con la algazara de sus voces nuevas (Machado otra vez), todavía quedaba resuello para cantar al izar las banderas: “La mirada clara y lejos y la frente levantada”, había que aguantar todos los días la vaca en brazos de que había que “ir por rutas imperiales y caminar hacia el sol y que había que levantar la patria. Y montañas nevadas y banderas al viento”. Sota, caballo y rey. Siempre igual. La misma canción. Monotonía de lluvia en los cristales.
A la salida del colegio, como perro al que le quitan las pulgas, la zagalería se desmartelaban calle abajo, cara al viento, con la concha pesada sobre las espaldas de los libros “Adelante”. Y el accidente del reguero de lápices de colores por los suelos. Al tiempo que desde un patio florido (aspidistra, helecho, claveles, geranios, hortensias, jazmín, albahaca, yerbabuena, flores de pascua...) entre el bosquecillo doméstico la radio otra vez, volaba el pájaro de las ondas: “Ansiedad de tenerte en mis brazos/ansiedad de tener tus encantos/y en la boca volverte a besar”. Los niños ajenos a tal espectáculo de los sentidos, se despepitaban más por las aventuras de “El Coyote”, “Roberto Alcázar y Pedrín”. “El Cachorro”, “El Guerrero del Antifaz” y “El Capitán Trueno”. ¡Por 75 céntimos que más querían! Y los americanos enviando la “morterá”: excedentes de lecho en polvo y mantequilla.
Y los discos dedicados. Para Alfonsa de su novio que nunca la olvida, que la quiere mucho y que rece mucho por él. Y va el jibia del pinchadiscos y le pone: “A la lima y al limón/ tú no tienes quien te quiera/ a la lima y al limón/ te vas a quedar soltera”. Y la amada se quedaba tan satisfecha.
La historia se aceleraba a un ritmo endiablado: llegaron las letras “el compre usted hoy y pague mañana”. Se cambió el anafe por el infiernillo, las sillas de anea por los sillones de skay. Los calzoncillos hasta la rodilla por los “slips”. Llega la moto “Vespa” y el Biscúter. La olla a presión, la lavadora y la nevera; la faja indesmayable; el futbolín y la flechita de la pluma “Parker” asomando por el bolsillo. Y “El Caso” con el último crimen. Y la gente del campo, maletas de madera atadas con tomizas de bacal, emigrando. Un millón de campesinos, según las estadísticas, dejaron el campo muerto de risa (o de pena). “Y aunque soy un emigrante/ jamás en la vida/ podré olvidarte...”
Junto con la radio, el cine, -todavía estamos en la era pretelevisiva- también apretaba lo suyo, marcaba los tres tiempos en la lidia de la vida cotidiana, era otra luminaria de la sentimentalidad, qué duda cabe.
En Alcalá, el cine siempre fue primer plato a digerir. Tres locales de proyección –sobre todo en verano- ponía el cartel de no hay billetes. Esta era la cartelera de un día cualquiera del año 57: Cine “Maravillas” (donde vive Pili Montenegro), “Joselito, el pequeño ruiseñor”; llenazo. Y llenazo también en el tendido de los sastres del monte Sarria (una mole de arenisca, donde está hoy el Instituto, desde donde se veía de gañote el cine, sin pasar el incordio de la taquilla). ¿Cómo era posible que un niño tan chico, como el pastorcillo de los Santos, cantara tan bien?. Era el clamor.
Cine Avenida (donde hoy está la discoteca Pizarro): “El Doctor Frankenstein”; las sillas de tijeras, un crujir junto, el escalofrío de ver a aquel científico majareta que implanta, por error, el cerebro de un criminal a su engendro humano de laboratorio, mitad vivo, mitad muerto. La escena del monstruo con la chiquilla en el lago dejó el alma suspendida a todos.
Cine “Gazul Cinema” (estación de Comes): “Marcelino, pan y vino”. La vida y milagros de un niño abandonado y recogido por los frailes que dialogaba –a hurtadillas- con la escultura de un Cristo Crucificado. El niño al final se va al cielo. Como era de suponer la película era apta para todos los públicos.
En una hornacina a la puerta de la iglesia de la Victoria, la férrea censura avisaba y no era traidora. Si la cartulina marcaba el uno, podía ir todo el mundo; si un dos, solamente los jóvenes; si un tres, los mayores. Tres ® para los mayores con reparos. Si marcaba un cuatro, gravemente peligrosa (todas las monjas del Beaterio rezando).
Si no se podía ir al cine, bien fuera por la censura, o por el bolsillo, había que conformarse con la radio. “Okal, Okal,/ Okal, el lenitivo del dolor/ Okal, Okal...” “Y seguidamente a petición de una guapa señorita (¿?). La voz de Antonio Machín: “Madresita del alma querida/ en mi pecho yo llevo una flor...” Y los Panchos. Y Luis Mariano. Y Juanito Valderrama. Y el Dúo Dinámico que acababa de nacer. Y yo que sé. La radio. La Radio. “Rascayú”, “La conga de Jalisco”, “Solamente una vez”, “Quiero que tu escapulario”, “la casita de papel”... El retrato sonoro de toda una época.
Alcalá, con el oleaje de la radio al fondo, iba desgranando la vida como si fuera –con las mismas luces, con las mismas sombras- un drama de Guillermo Sautier Casaseca y la compañía de actores de Radio Madrid. Las comedias y los melodramas. Las coplas. Concursos y seriales. Y los anuncios. Era la droga legal para ausentar la galbana interior y endulzar –si fuera posible- el pozo amargo y estrecho que ha tocado en la tómbola de la historia. Tarde o temprano tendría que reventar el grano. Algún día la parva socorrerá mejores vientos. Y a los niños pobres ya no le olerán más los zapatos de goma a perros muertos. Y la tormenta ya no agriará más la leche. Las ondas hertzianas de la intrahistoria ha ido echando al aire de la memoria (volaverunt) a aquel Alcalá de hortelanos y pregoneros por las calles, de fuerte aroma medieval. La Alameda vieja y el Reloj de hierro (buzón de Correos). Y los moros –estampa exótica- comprando ovejas. El Hoyo, paraíso del desahogo. Los circos ambulantes. La rifa “Ya está la rata debajo de la lata”. Los serenos pintando el eco de las estrellas. “El Bichito” y las murgas. El vendeor forastero de “ropías de Turquía, derechitas y torcías”. El pregón eterno de Ramón: “Yo el lateeeeeeeeero”. Las manzanas rojas de requemo de caramelo. Las dianas floreadas del Maestro Matute (la banda de música de la feria). La taberna “El Manicomio”, en la calle La Salada, cónclave a voces de la gente borrachuzia. La imagen tétrica de Rengel (Rajé para los alcalaínos) con una gavilla de perros sin amos, camino del Cementerio, donde eran masacrados. Genoveva, la saetera, que desde la Coracha le cantaba al Nazareno y se sentía en medio pueblo. Currito “El Guapo”, inapelable grito en la noche, el grito contradictorio del vino espeso y amargo: “Viva el Rey y viva la República”. Los tebeos. Las guerrillas en la Coracha, contra la temida partida de “Ojos Verdes”. ¡La madre que lo parió!. Los bolos y los trompos y el juego de la bombilla. Los tesoros escondidos. El baño furtivo en los ríos. Los nidos. Los paseos, al socaire de la aventura, por la Peña de la Negra, las pandorgas. Las bicicletas de alquiler de Mauricio, la venta de chatarra a la Viudita. El Padre Barberá y sus humos. El repeso de la leche para controlar el fraude de que no le echaran agua. La fiscalía aterrorizando a las tiendas. El Alcalá C.F. con las prodigiosas palomitas de Vallejo. Y las charlotadas en la plaza de toros del Prado. Como el cosa estaba hecho de palos, por su equívoca forma, los alcalaínos no tardaron en buscarle un nombre: “La Canasta”... Y la banda de cornetas y tambores. La ristra de pobres pidiendo el “viernes”. Los molletes que están calientes. Los Tarsicios. Nicolás pidiendo una perra chica. Los “Peninsulares” (cigarrillos) primerizos a la fronda de los eucaliptos. Los entierros de tercera como el viaje en tren. El ezpeluco de ser sorprendido en alguna trastada por Córdoba, el guardia municipal. Manuela Poley y Petronila: todas las noches al cine, lloviera o tronara. Aquel hombre de la boina que siempre iba rifando una perdiz... Y Juanito Rarro, bronce a la ternura, niño viejo, viejísimo; zapatones sin cordón, gorrilla volcada, en vez de chaqueta, chaquetón; guita en la cintura, la faz como un entremijo, ojillos avinagrados y en la boca un buzón. Risa bronquítica; renco de una pierna desajustada con el resto del cuerpo. Madrigalero de urgencia y más bueno que el pan del Mauro. Era estampa señalada, verlo en las encrucijada de las esquinas tirándoles besos al aire a las mocitas: “¡Guapa!”.
Nada de esto salió en la radio. Esta crónica sentimental de Alcalá sobrevoló, como pájaro incoloro, el paisaje de cada niño. El paisaje de los niños con quien tanto querían. Pero los vientos nuevos ya venían soplando por el puerto del Levante. En una cueva de Liverpool, cuatro melenudos andaban ya aporreando los instrumentos. El pájaro del silencio replegaba ya las alas. “Queda prohibida la permanencia fuera del agua en traje de baño”, rotularon un cartel en una playa. La historia con el agua hasta el cuello. Una metáfora que enmudece todo comentario. Hasta que el mudo arrancó a hablar.
Otoño de 1957. Remolino de niños en la Alameda. La radio había dado la noticia. Increíble. Aquello se lo habían inventado los rusos.
Lo dijo el “parte”: “La Unión Soviética consigue colocar en órbita terrestre, por primera vez, un satélite artificial llamado “Spuntnik”. El día 3 de Noviembre, se produce otro lanzamiento al espacio (el tercero) de otro satélite con el primer ser viviente en su interior: una perrita llamada “Laika”.
Julio Verne desde aquel día descansaba ya tranquilo. El sueño de volar había subido a lo más alto. El hombre –por primera vez- había atrapado el sueño por las alas, con la parafernalia de un montón de cables y tornillos. Pero lo que nunca nadie podrá despintar, por luenga que sea la ciencia, es el color de la imaginación. El vuelo es un sueño. El sueño es un vuelo. La imaginación –y más en los niños- es un pájaro solitario, imposible de atrapar, que vuela siempre libre.
Unos días después, de la odisea de los rusos en el espacio, por la ladera arriba de la “Coracha”, una patulea de niños portaban un haz de globos multicolores y una caja de cartón. Con una tomiza conducían a un perrillo vagabundo. Ya nos imaginamos para qué. Los rusos engordaron todavía más la ilusión de aquéllos niños alcalaínos. La perrilla en el espacio fue la última noticia que dio la radio, para muchos niños, condenados ya al impúdico vello. Si la memoria no corre, vuela.
Que uno sepa, nadie retrató, el silencio de la radio. Ni el vuelo –con alas de papel de chocolate- del avioncillo que despeinaba el aire de los niños. Del aire en movimiento sólo saben los pájaros. (Y los soñadores). Y eso que Ricardo, el fotógrafo, iba con la cámara a todas partes, a la cacería de la luz y la sombra. Y con todo y con eso, se quedaron en el aire, muchos retratos perdidos de Alcalá de los Gazules, porque el pajarillo no salió nunca de la cámara oscura de la memoria.
Fue larga la posguerra en Alcalá, como en muchas otras partes. El pueblo frustrado, herido por dentro, lamiéndose todavía las heridas por el lastre de la contienda cainita, se contentaba con aquella especie de cajoncillo de sastre de la sentimentalidad que fluian por las ondas de la radio. Un medio asequible y de fácil asimilación por todas las capas sociales. Alguien escribió: “La radio es un vínculo directísimo con el pueblo, con todo el pueblo, y al elemento sonoro y dramático, una eficacia informativa”. Y era así.
Negarle la radio a un necesitado era casi peor que negarle un vaso de agua. Era un bien compartido talmente como el agua del grifo del patio de vecinos.
Las sombras de las canciones de la posguerra se alargaban como un chicle. Por aquel entonces no existía la lista de éxitos y la música lo mismo que la gobernancia era una chaqueta vieja que a fuerza de darle vueltas había perdido el color. La chaqueta de un azul había degenerado en un gris cenizoso. Quiere uno decir, que las canciones que escuchaban nuestros padres fueron las mismas que escuchamos los niños en Alcalá a la fenecida de los años cincuenta. Mientras que en América sonaba el “rock”, aquí en España estábamos todavía con la vaca lechera que daba leche merengada. En lo que si no nos mojaba nadie la oreja era en la cuestión del orgullo nacional: “Como en España ni hablar, / eso lo digo en la China y en Madagascar”. Rezaba la coplilla en boga.
Música, más música con poca letra. Música por favor. Pan y música. La música era el santo y seña para conjurar la penuria (la penurria en boca de algunos). A nadie –y menos a la chiquillería- le entraba por los oídos los planes provinciales de un ministro; ni la firma del Tratado de Roma; ni la primera reivindicación del Peñón de Gibraltar; ni tan siquiera la llegada del “seiscientos”; o la ley de urgencia social para erradicar el chabolismo. La puerca sorda solamente ponía las orejas a remojar con noticias como que Carmen Sevilla fuera a cantarle a la tropa colonial a Sidi Ifni; las llegadas de Puskas, Kubala y Di Stéfano; o del estreno del melodrama áulico “Donde vas Alfonso XII”; o la rivalidad de dos toreros cuñados: Antonio Ordoñes y Luis Miguel Dominguín.
Con el peso del calor, los chiquillos escuchábamos el cornetín de órdenes que preludiaba el “parte” y el himno de los requetés y las preces nacionalistas como el que escuchaba en la radio llover. Y los viejos resentidos (con veta interior republicana) solían aseverar: “Apaga el palabrerío y deja la luz para escuchar a la Niña de los Peines.”
La radio puso siempre telón, música de fondo, al trajín diario de la chiquillería alcalaína. Al apuntar la mañana, los colegiales brujuleaban camino del Convento, Beaterio y Parque. El olor a café de estraperlo del Morito de Gibraltar, agenciado en lo de la Viudita, le daba tono cálido a la mañana de escarcha y cantares de gallos tardíos. Mientras que de un lugar indefinido, como el cantar de los grillos, la radio soliviantaba a muchos estómagos en blanca: “Yo soy aquel negrito del África tropical, que cultivando cantaba la canción del Cola Cao”. Y la llovizna arreciando. Danza de portalibros de madera, cuero y cartón según la cuna. La mañana se había puesto de plata en los adoquines de las calles. Luego la monotonía del colegio. Las filas (fila para todo). Las tres banderas. El carasol y el vivafranco. El Himno Real. La consigna del maestro en la pizarra: “España es una unidad de destino en lo universal” (creo que lo dijo José Antonio), mensaje que ni los niños más zangones lograron nunca entender. Luego el plumín cargado de tinta rayaba la cuadrícula del cuaderno, mientras que un hombre reblanquido, de estatura regular, gafas claras; traje a rayas, cruzado, azul marino; corbata sobre cuello de almidón y tic en el semblante, a veces rojizo por el sofoco, despaciosamente, iba descargando una tonelada de números:
“Y todo un coro infantil
va cantando la lección;
mil veces ciento, cien mil
mil veces mil, un millón” (Machado)
Y cuando la tarde se ponía parda, a eso de las seis, cuando los niños deseaban llenar el aire de la plaza en sombra con la algazara de sus voces nuevas (Machado otra vez), todavía quedaba resuello para cantar al izar las banderas: “La mirada clara y lejos y la frente levantada”, había que aguantar todos los días la vaca en brazos de que había que “ir por rutas imperiales y caminar hacia el sol y que había que levantar la patria. Y montañas nevadas y banderas al viento”. Sota, caballo y rey. Siempre igual. La misma canción. Monotonía de lluvia en los cristales.
A la salida del colegio, como perro al que le quitan las pulgas, la zagalería se desmartelaban calle abajo, cara al viento, con la concha pesada sobre las espaldas de los libros “Adelante”. Y el accidente del reguero de lápices de colores por los suelos. Al tiempo que desde un patio florido (aspidistra, helecho, claveles, geranios, hortensias, jazmín, albahaca, yerbabuena, flores de pascua...) entre el bosquecillo doméstico la radio otra vez, volaba el pájaro de las ondas: “Ansiedad de tenerte en mis brazos/ansiedad de tener tus encantos/y en la boca volverte a besar”. Los niños ajenos a tal espectáculo de los sentidos, se despepitaban más por las aventuras de “El Coyote”, “Roberto Alcázar y Pedrín”. “El Cachorro”, “El Guerrero del Antifaz” y “El Capitán Trueno”. ¡Por 75 céntimos que más querían! Y los americanos enviando la “morterá”: excedentes de lecho en polvo y mantequilla.
Y los discos dedicados. Para Alfonsa de su novio que nunca la olvida, que la quiere mucho y que rece mucho por él. Y va el jibia del pinchadiscos y le pone: “A la lima y al limón/ tú no tienes quien te quiera/ a la lima y al limón/ te vas a quedar soltera”. Y la amada se quedaba tan satisfecha.
La historia se aceleraba a un ritmo endiablado: llegaron las letras “el compre usted hoy y pague mañana”. Se cambió el anafe por el infiernillo, las sillas de anea por los sillones de skay. Los calzoncillos hasta la rodilla por los “slips”. Llega la moto “Vespa” y el Biscúter. La olla a presión, la lavadora y la nevera; la faja indesmayable; el futbolín y la flechita de la pluma “Parker” asomando por el bolsillo. Y “El Caso” con el último crimen. Y la gente del campo, maletas de madera atadas con tomizas de bacal, emigrando. Un millón de campesinos, según las estadísticas, dejaron el campo muerto de risa (o de pena). “Y aunque soy un emigrante/ jamás en la vida/ podré olvidarte...”
Junto con la radio, el cine, -todavía estamos en la era pretelevisiva- también apretaba lo suyo, marcaba los tres tiempos en la lidia de la vida cotidiana, era otra luminaria de la sentimentalidad, qué duda cabe.
En Alcalá, el cine siempre fue primer plato a digerir. Tres locales de proyección –sobre todo en verano- ponía el cartel de no hay billetes. Esta era la cartelera de un día cualquiera del año 57: Cine “Maravillas” (donde vive Pili Montenegro), “Joselito, el pequeño ruiseñor”; llenazo. Y llenazo también en el tendido de los sastres del monte Sarria (una mole de arenisca, donde está hoy el Instituto, desde donde se veía de gañote el cine, sin pasar el incordio de la taquilla). ¿Cómo era posible que un niño tan chico, como el pastorcillo de los Santos, cantara tan bien?. Era el clamor.
Cine Avenida (donde hoy está la discoteca Pizarro): “El Doctor Frankenstein”; las sillas de tijeras, un crujir junto, el escalofrío de ver a aquel científico majareta que implanta, por error, el cerebro de un criminal a su engendro humano de laboratorio, mitad vivo, mitad muerto. La escena del monstruo con la chiquilla en el lago dejó el alma suspendida a todos.
Cine “Gazul Cinema” (estación de Comes): “Marcelino, pan y vino”. La vida y milagros de un niño abandonado y recogido por los frailes que dialogaba –a hurtadillas- con la escultura de un Cristo Crucificado. El niño al final se va al cielo. Como era de suponer la película era apta para todos los públicos.
En una hornacina a la puerta de la iglesia de la Victoria, la férrea censura avisaba y no era traidora. Si la cartulina marcaba el uno, podía ir todo el mundo; si un dos, solamente los jóvenes; si un tres, los mayores. Tres ® para los mayores con reparos. Si marcaba un cuatro, gravemente peligrosa (todas las monjas del Beaterio rezando).
Si no se podía ir al cine, bien fuera por la censura, o por el bolsillo, había que conformarse con la radio. “Okal, Okal,/ Okal, el lenitivo del dolor/ Okal, Okal...” “Y seguidamente a petición de una guapa señorita (¿?). La voz de Antonio Machín: “Madresita del alma querida/ en mi pecho yo llevo una flor...” Y los Panchos. Y Luis Mariano. Y Juanito Valderrama. Y el Dúo Dinámico que acababa de nacer. Y yo que sé. La radio. La Radio. “Rascayú”, “La conga de Jalisco”, “Solamente una vez”, “Quiero que tu escapulario”, “la casita de papel”... El retrato sonoro de toda una época.
Alcalá, con el oleaje de la radio al fondo, iba desgranando la vida como si fuera –con las mismas luces, con las mismas sombras- un drama de Guillermo Sautier Casaseca y la compañía de actores de Radio Madrid. Las comedias y los melodramas. Las coplas. Concursos y seriales. Y los anuncios. Era la droga legal para ausentar la galbana interior y endulzar –si fuera posible- el pozo amargo y estrecho que ha tocado en la tómbola de la historia. Tarde o temprano tendría que reventar el grano. Algún día la parva socorrerá mejores vientos. Y a los niños pobres ya no le olerán más los zapatos de goma a perros muertos. Y la tormenta ya no agriará más la leche. Las ondas hertzianas de la intrahistoria ha ido echando al aire de la memoria (volaverunt) a aquel Alcalá de hortelanos y pregoneros por las calles, de fuerte aroma medieval. La Alameda vieja y el Reloj de hierro (buzón de Correos). Y los moros –estampa exótica- comprando ovejas. El Hoyo, paraíso del desahogo. Los circos ambulantes. La rifa “Ya está la rata debajo de la lata”. Los serenos pintando el eco de las estrellas. “El Bichito” y las murgas. El vendeor forastero de “ropías de Turquía, derechitas y torcías”. El pregón eterno de Ramón: “Yo el lateeeeeeeeero”. Las manzanas rojas de requemo de caramelo. Las dianas floreadas del Maestro Matute (la banda de música de la feria). La taberna “El Manicomio”, en la calle La Salada, cónclave a voces de la gente borrachuzia. La imagen tétrica de Rengel (Rajé para los alcalaínos) con una gavilla de perros sin amos, camino del Cementerio, donde eran masacrados. Genoveva, la saetera, que desde la Coracha le cantaba al Nazareno y se sentía en medio pueblo. Currito “El Guapo”, inapelable grito en la noche, el grito contradictorio del vino espeso y amargo: “Viva el Rey y viva la República”. Los tebeos. Las guerrillas en la Coracha, contra la temida partida de “Ojos Verdes”. ¡La madre que lo parió!. Los bolos y los trompos y el juego de la bombilla. Los tesoros escondidos. El baño furtivo en los ríos. Los nidos. Los paseos, al socaire de la aventura, por la Peña de la Negra, las pandorgas. Las bicicletas de alquiler de Mauricio, la venta de chatarra a la Viudita. El Padre Barberá y sus humos. El repeso de la leche para controlar el fraude de que no le echaran agua. La fiscalía aterrorizando a las tiendas. El Alcalá C.F. con las prodigiosas palomitas de Vallejo. Y las charlotadas en la plaza de toros del Prado. Como el cosa estaba hecho de palos, por su equívoca forma, los alcalaínos no tardaron en buscarle un nombre: “La Canasta”... Y la banda de cornetas y tambores. La ristra de pobres pidiendo el “viernes”. Los molletes que están calientes. Los Tarsicios. Nicolás pidiendo una perra chica. Los “Peninsulares” (cigarrillos) primerizos a la fronda de los eucaliptos. Los entierros de tercera como el viaje en tren. El ezpeluco de ser sorprendido en alguna trastada por Córdoba, el guardia municipal. Manuela Poley y Petronila: todas las noches al cine, lloviera o tronara. Aquel hombre de la boina que siempre iba rifando una perdiz... Y Juanito Rarro, bronce a la ternura, niño viejo, viejísimo; zapatones sin cordón, gorrilla volcada, en vez de chaqueta, chaquetón; guita en la cintura, la faz como un entremijo, ojillos avinagrados y en la boca un buzón. Risa bronquítica; renco de una pierna desajustada con el resto del cuerpo. Madrigalero de urgencia y más bueno que el pan del Mauro. Era estampa señalada, verlo en las encrucijada de las esquinas tirándoles besos al aire a las mocitas: “¡Guapa!”.
Nada de esto salió en la radio. Esta crónica sentimental de Alcalá sobrevoló, como pájaro incoloro, el paisaje de cada niño. El paisaje de los niños con quien tanto querían. Pero los vientos nuevos ya venían soplando por el puerto del Levante. En una cueva de Liverpool, cuatro melenudos andaban ya aporreando los instrumentos. El pájaro del silencio replegaba ya las alas. “Queda prohibida la permanencia fuera del agua en traje de baño”, rotularon un cartel en una playa. La historia con el agua hasta el cuello. Una metáfora que enmudece todo comentario. Hasta que el mudo arrancó a hablar.
Otoño de 1957. Remolino de niños en la Alameda. La radio había dado la noticia. Increíble. Aquello se lo habían inventado los rusos.
Lo dijo el “parte”: “La Unión Soviética consigue colocar en órbita terrestre, por primera vez, un satélite artificial llamado “Spuntnik”. El día 3 de Noviembre, se produce otro lanzamiento al espacio (el tercero) de otro satélite con el primer ser viviente en su interior: una perrita llamada “Laika”.
Julio Verne desde aquel día descansaba ya tranquilo. El sueño de volar había subido a lo más alto. El hombre –por primera vez- había atrapado el sueño por las alas, con la parafernalia de un montón de cables y tornillos. Pero lo que nunca nadie podrá despintar, por luenga que sea la ciencia, es el color de la imaginación. El vuelo es un sueño. El sueño es un vuelo. La imaginación –y más en los niños- es un pájaro solitario, imposible de atrapar, que vuela siempre libre.
Unos días después, de la odisea de los rusos en el espacio, por la ladera arriba de la “Coracha”, una patulea de niños portaban un haz de globos multicolores y una caja de cartón. Con una tomiza conducían a un perrillo vagabundo. Ya nos imaginamos para qué. Los rusos engordaron todavía más la ilusión de aquéllos niños alcalaínos. La perrilla en el espacio fue la última noticia que dio la radio, para muchos niños, condenados ya al impúdico vello. Si la memoria no corre, vuela.
Que uno sepa, nadie retrató, el silencio de la radio. Ni el vuelo –con alas de papel de chocolate- del avioncillo que despeinaba el aire de los niños. Del aire en movimiento sólo saben los pájaros. (Y los soñadores). Y eso que Ricardo, el fotógrafo, iba con la cámara a todas partes, a la cacería de la luz y la sombra. Y con todo y con eso, se quedaron en el aire, muchos retratos perdidos de Alcalá de los Gazules, porque el pajarillo no salió nunca de la cámara oscura de la memoria.
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