domingo, 21 de junio de 2009

EVOCACIONES ALCALAÍNAS: 4.- El buitre leonado del Lario

Desde su casa de la calle la Amiga, se oía el griterío que venía de la calle Real. A sus siete años, no podía resistirse a la convocatoria que originaba aquella algarabía de la barahúnda. Salió como una flecha sin pensarlo dos veces y se dirigió a la esquina de Real con Río Verde, donde tenía la curtiduría Antonio Mancilla, el padre de Manolo. Seguro que Manolo ya lo estaría esperando. Eran de la misma edad y se entendían a las mil maravillas.

Era una tarde gris de otoño, de una lluvia menudita. Año de 1939, cuando la guerra civil estaba para terminar y comenzaba la posguerra. Dos jóvenes habían encontrado en el Lario un buitre herido. Lo llevaban en volandas, de manera que el pobre animal casi no podía tocar el suelo con sus garras. Echaba sangre por una de sus alas, como si hubiera recibido en ella un tiro de escopeta. Las alas podían medir de punta a punta casi tres metros, llegando de acera a acera y ocupando toda la calle Real.

Un grupo de chavales seguían al animal detrás, queriéndolo ver de cerca. Pero los jóvenes no los dejaban, por temor a que tratara de defenderse. Uno de ellos llevaba una chivata aporrada. Cuando el buitre hacía ademán de huir, le daba un chivatazo. Y el pobre animal miraba a un lado y otro con desesperanza de conseguir la libertad. Una de las veces pude ver su cabeza y cuello desplumados, con la aureola que más abajo formaba el plumaje que le daba el nombre de leonado. Sus ojos inexpresivos irradiaban una profunda tristeza.

Los buitres leonados eran frecuentes en el cielo de Alcalá. Cuando olían la carroña, se venían desde los picos de la sierra y daban vueltas y revueltas a gran altura, como estudiando su estrategia para caer sobre un mulo muerto en la Coracha, una vaca enferma en el “Prao” o un ciervo herido en los Alcornocales. Después, la bandada de buitres permanecían inmóviles en las alturas del cielo de Alcalá. En los riscos de los Alcornocales había muchas aves falconiformes, aves depredadoras de pico robusto, fuertes garras y cuerpo de gran envergadura. El Parque es uno de los más grandes de Andalucía y mantiene ecosistemas perfectos para todas las especies; una auténtica virguería de la Naturaleza.

La gente decía que eran pájaros de mal agüero, pero nadie sabía por qué. La única razón era porque, cuando aparecían, anunciaban la presencia de animales muertos y bajaban a alimentarse de la carroña. A los buitres y a las aves carroñeras no le faltaba alimentación en los campos de Alcalá pues, además de la carroña, se alimentaban de lagartos, serpientes, conejos y algún animal extraviado de las cacerías. Se daban batidas de caza mayor y siempre quedaba algún animal muerto entre la maleza. Otras veces, quedaban atrapados en los cepos de los furtivos y no podían recogerlos...

Luis Berenguer (El Ferrol,1923- Cádiz, años70?) fue marino de guerra, poeta y novelista. Atraído por la vida de un furtivo de Alcalá escribió, en 1966, El mundo de Juan Lobón, novela que obtuvo el premio de la Crítica de 1967. Posteriormente, escribió otra novela, Marea escorada, pero cuando su vida de novelista auguraba un futuro más fructífero, le sorprendió la muerte. No obstante, El mundo de Juan Lobón ha quedado como notario de su gran talla literaria.

La comitiva iba detrás del buitre pegando gritos. Recorrían la calle Real desde la Plazuela hasta la Alameda. No sé cuántas vueltas le hicieron dar. Algunos hombres que lo veían pasar decían que era un buitre leonado y que venían de Grazalema. Otros decían que era un águila leonada. Pero los jóvenes aseguraban que el pico fuerte y encorvado y las garras eran de buitre. El pobre animal movía la cabeza con tristeza, como esperando una sentencia. Acabaron la discusión y arrastraron al buitre obligándolo a caminar con la chivata.

A mitad de la calle Real, cerca de la casa donde vivía el médico, don Antonio Armenta, el animal se negó a levantarse. El joven lo aporreó hasta que no pudo más. Por fin, el animal dobló su cabeza y murió. Don Antonio se asomó a la puerta haciendo un gesto de desaprobación de aquella muerte. Después, con su autoridad de médico, mandó que lo llevaran a la hoyanca de la Playa, donde se jugaba al fútbol, y lo enterraran. Aquella noche, los tristes ojos del buitre no le dejaron dormir.


JUAN LEIVA

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