“Juan, llégate por las tortas a lo de Juan Ramos” le decía su padre mientras se tomaba la manzanilla. Su padre era un hombre delicado de estómago; es decir, un poco difícil para las comidas, casi todo le sentaba mal. Quizás, por eso, a veces le asaltaba el mal humor.
Pero su madre lo entendía bien y lo trataba con cariño. Cada mañana, antes de desayunar, le traía una taza de manzanilla colada y tortas de Juan Ramos. El padre vertía la manzanilla en un plato para enfriarla y se la tomaba poco a poco. Él se colocaba a su lado para verle tomar la infusión y esperar la orden.
La manzanilla de Alcalá tenía fama. Era una planta silvestre que la traía un hombre en una talega desde la sierra del Aljibe, allá por los picos de la “Pilita de la Reina”. Por allí abundaban excelentes plantas aromáticas para hacer infusiones: el tomillo, el romero, la manzanilla, la tila, el te, el espliego... Pero la manzanilla era la mejor del mundo. La gente de Alcalá la apreciaba mucho y la tomaba por vicio.
Cuando su padre le daba la orden, pegaba un salto, cogía el dinero, atravesaba el portalón y subía en un suspiro la calle la Amiga. Pasaba por delante del cuartel de la Guardia Civil, donde en verano siempre había un guardia de puerta sudando, con la guerrera abierta, un búcaro de agua en el suelo y escribiendo a máquina. Él cogía el “Carril Alto” y bajaba la calle arrastrado por el olor del pan caliente, del bizcocho y de las tortas. Esa calle le parece que se llama ahora “Fernando Casas”y desemboca en la Plazuela. En la misma esquina donde se bifurca la calle Real con el Carril, estaba situada la tiendecilla de Juan Ramos.
Juan Ramos era un hombre bonachón, tendero de vocación y conocedor de toda su clientela, de manera que, desde que entraba uno, ya sabía lo que quería. A él le envolvía media docena de tortas redondas, tiernas, calentitas, olorosas... Se parecían a los famosos mostachones de Utrera, pero aquellas tortas eran bastante mejores. Su olor y su sabor se le han quedado para siempre entre las glándulas salivales y sus evocaciones infantiles.
Volvía por el mismo camino corriendo, porque su padre era muy impaciente y tenía que estar en el Ayuntamiento a las ocho y media. Se sentaba a contemplar cómo remojaba las tortas en la taza y cómo las tortas engullían el café con leche. A veces no le daba tiempo de llegar de la taza a la boca y se caía encima de la mesa. Su padre, antes de terminar, hacía intento de comerse la última torta para excitar su apetito. Entonces, decía: “Ésta es para mi Juan”. Su madre le traía el café con leche y una tostada con aceite y azúcar, pero la torta ya había desaparecido.
La serie de dulces caseros alcalaínos era excelente: tortas de aceite del pellizco, tortas de almendras, tortas de chicharrones, tortas de pasas, tortas de cabello de ángel, merengues, mazapán... Este último era también especialidad de Juan Ramos. Elaboraba figurillas de mazapán y las vendía a los chavales por las calles, haciendo las delicias de niños y niñas. Eran figurillas caprichosas de animales y de personajes de la vida alcalaína.
También eran exquisitas las frituras: buñuelos, pestiños, pan frito o picatostes, leche frita, rosquillas, tejeringos de un gitano tejeringuero que tenía el puesto en la Alameda... Y los postres navideños y semanasanteros: el arroz con leche, la meloja, la miel de los Alcornocales, el queso emborrado con miel, el membrillo en almíbar...
Dicen que muchos de esos dulces lo enseñaron a hacer los moros. Y, en verdad, cuando ha bajado al Marruecos, los ha visto en los chiringuitos de las ciudades en fiestas, en los zocos y en los mercados. Pero las tortas de Juan Ramos no las ha vuelto a encontrar. A veces, cuando pasa por Alcalá, va al Horno de Luna, en el callejón de Bernardino, y compra pan, molletes, tortas del pellizco y otros antojos para renovar las evocaciones infantiles. Pero aquellas tortas y aquellas figurillas de mazapán se las llevó Juan Ramos para siempre.
JUAN LEIVA
Pero su madre lo entendía bien y lo trataba con cariño. Cada mañana, antes de desayunar, le traía una taza de manzanilla colada y tortas de Juan Ramos. El padre vertía la manzanilla en un plato para enfriarla y se la tomaba poco a poco. Él se colocaba a su lado para verle tomar la infusión y esperar la orden.
La manzanilla de Alcalá tenía fama. Era una planta silvestre que la traía un hombre en una talega desde la sierra del Aljibe, allá por los picos de la “Pilita de la Reina”. Por allí abundaban excelentes plantas aromáticas para hacer infusiones: el tomillo, el romero, la manzanilla, la tila, el te, el espliego... Pero la manzanilla era la mejor del mundo. La gente de Alcalá la apreciaba mucho y la tomaba por vicio.
Cuando su padre le daba la orden, pegaba un salto, cogía el dinero, atravesaba el portalón y subía en un suspiro la calle la Amiga. Pasaba por delante del cuartel de la Guardia Civil, donde en verano siempre había un guardia de puerta sudando, con la guerrera abierta, un búcaro de agua en el suelo y escribiendo a máquina. Él cogía el “Carril Alto” y bajaba la calle arrastrado por el olor del pan caliente, del bizcocho y de las tortas. Esa calle le parece que se llama ahora “Fernando Casas”y desemboca en la Plazuela. En la misma esquina donde se bifurca la calle Real con el Carril, estaba situada la tiendecilla de Juan Ramos.
Juan Ramos era un hombre bonachón, tendero de vocación y conocedor de toda su clientela, de manera que, desde que entraba uno, ya sabía lo que quería. A él le envolvía media docena de tortas redondas, tiernas, calentitas, olorosas... Se parecían a los famosos mostachones de Utrera, pero aquellas tortas eran bastante mejores. Su olor y su sabor se le han quedado para siempre entre las glándulas salivales y sus evocaciones infantiles.
Volvía por el mismo camino corriendo, porque su padre era muy impaciente y tenía que estar en el Ayuntamiento a las ocho y media. Se sentaba a contemplar cómo remojaba las tortas en la taza y cómo las tortas engullían el café con leche. A veces no le daba tiempo de llegar de la taza a la boca y se caía encima de la mesa. Su padre, antes de terminar, hacía intento de comerse la última torta para excitar su apetito. Entonces, decía: “Ésta es para mi Juan”. Su madre le traía el café con leche y una tostada con aceite y azúcar, pero la torta ya había desaparecido.
La serie de dulces caseros alcalaínos era excelente: tortas de aceite del pellizco, tortas de almendras, tortas de chicharrones, tortas de pasas, tortas de cabello de ángel, merengues, mazapán... Este último era también especialidad de Juan Ramos. Elaboraba figurillas de mazapán y las vendía a los chavales por las calles, haciendo las delicias de niños y niñas. Eran figurillas caprichosas de animales y de personajes de la vida alcalaína.
También eran exquisitas las frituras: buñuelos, pestiños, pan frito o picatostes, leche frita, rosquillas, tejeringos de un gitano tejeringuero que tenía el puesto en la Alameda... Y los postres navideños y semanasanteros: el arroz con leche, la meloja, la miel de los Alcornocales, el queso emborrado con miel, el membrillo en almíbar...
Dicen que muchos de esos dulces lo enseñaron a hacer los moros. Y, en verdad, cuando ha bajado al Marruecos, los ha visto en los chiringuitos de las ciudades en fiestas, en los zocos y en los mercados. Pero las tortas de Juan Ramos no las ha vuelto a encontrar. A veces, cuando pasa por Alcalá, va al Horno de Luna, en el callejón de Bernardino, y compra pan, molletes, tortas del pellizco y otros antojos para renovar las evocaciones infantiles. Pero aquellas tortas y aquellas figurillas de mazapán se las llevó Juan Ramos para siempre.
JUAN LEIVA
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