“Mañana sábado vamos a los Santos” – le dijo el padre Manuel con cierto regocijo-. “De manera que tienes que pedirle permiso a tus padres. Saldremos temprano y volveremos por la tarde.” Al padre Manuel le gustaba visitar la ermita. Era una devoción que llevaba en lo más íntimo, como todos los alcalaínos, y la irradiaba a los demás. Llegó a su casa rebosante de alegría y dio la noticia: “Mañana vamos a los Santos” –lo ha dicho el padre Manuel-. “Diremos una misa que le ha encargado una familia” Lo dijo con la convicción de que su padre no se opondría viniendo del cura de la Victoria.
Aquella noticia le había llenado de alegría. A sus casi diez años, todavía no había podido visitar la ermita. Su padre sólo dejaba ir a la romería a los hijos mayores, pero a los pequeños les decía: “El año que viene irás.” Entonces apenas había automóviles, pero abundaban los caballos. Los jinetes se volvían locos con las mozas a la grupa cabalgando por los caminos y el olivar de la Virgen. Raro era el año que no había algún accidente.
Ir a la ermita en el mes de mayo, cuando los días eran largos y luminosos, era un privilegio que no tenían los demás niños. En la posguerra –año 1941 ó 1942- había pocas alegrías. Pero aquella noche casi no pudo dormir de gozo. Se levantó a las siete, se lavó y salió pitando para la Victoria. La familia ya estaba allí con las caballerías. Eran unos quince y en cada una iban dos personas, un hombre y una mujer. Al padre Manuel le habían destinado un formidable caballo blanco y noble; a él, un borriquillo con los utensilios para la misa, el alba, la casulla, las hostias y el vino.
De Alcalá a los Santos sabía todo el mundo que había una legua, cinco kilómetros. Sólo existía un camino de herradura, pero los coches y camiones lo utilizaban para ir a la ermita el día de la romería. No había un símbolo que uniera más a los alcalaínos que la Virgen y la ermita. Era la fe del espíritu ante los avatares de la vida, la esperanza y la permanencia en los principios que las madres habían inculcado a sus hijos y el amor a la madre de Jesús que aparecía como modelo a seguir en medio de las alegrías y de las penas. Nadie discutía el símbolo, porque las madres habían sido las mejores maestras. Los padres guardaban un respetuoso silencio y tampoco lo discutían.
Al llegar al cruce de los Santos, descubrió la primera cruz del humilladero, en la carretera de Jerez-Algeciras, indicando la dirección de la ermita. Después de varias curvas, encontraron la segunda, la de la colina con vistas al santuario y, por último, bajando la suave pendiente que lleva al templo, la tercera, la inmediata a la ermita en la explanada de entrada. Los humilladeros eran las cruces donde se paraban los romeros a rezar y a pedir perdón por los pecados, para acercarse a la Virgen con la conciencia limpia.
El sol de mayo ya se sentía cuando bajaban de las caballerías en la puerta del santuario. Ataron las jáquimas en la baranda de la entrada protegida por la sombra de un gran árbol. No se perdía un detalle. El patio de entrada le pareció un cortijo andaluz, rodeado de puertas y habitaciones. Ver en la realidad todo lo que le habían contado los chavales superaba su fantasía. Le decía el padre Manuel que la iglesia era muy antigua, del siglo XVII, pero que anteriormente hubo otra de la que sólo queda la puerta principal que da al olivar. En el escalón de piedra de la entrada está grabada una mano de la que cuenta una leyenda que es de un ladrón que quiso robar las joyas de la Virgen una madrugada de un 12 de septiembre, víspera de la festividad del Dulce Nombre de María, cuando la imagen ya estaba enjoyada para salir en procesión al día siguiente. Cuando el ladrón resbaló, puso su mano en el escalón y quedó adherida sin poder despegarla. A la mañana siguiente, lo encontraron llorando y arrepentido. Naturalmente, se trata de una de tantas leyendas como se atribuyen a la Virgen.
Desde el patio se sube a la iglesia por unos escalones de piedra. Al entrar, a mano izquierda, le sorprendió el célebre pastorcito andaluz que dicen que encontró a la Virgen, ataviado con el ropaje de monaguillo, tal como él se revestía para la misa. A sus pies, una gran bandeja para las limosnas. Al volver la cara hacia el camarín de la Virgen de los Santos, un rayo de luz penetraba por una vidriera e iluminaba su rostro. El rostro sencillo, amable y bello de la imagen le quedaría grabado para toda la vida. La podría reconocer entre miles de imágenes. A un lado y otro de las paredes del templo colgaban cuadros y exvotos dedicados a la Virgen de personas agradeciendo algún favor.
El padre Manuel era muy piadoso y dijo la misa en un puro embeleso frente a la imagen de la Virgen. Cuarenta años más tarde, cuando él era profesor en el Campo de Gibraltar, lo encontró un día en un popular restaurante de La Línea. Era propiedad de una alcalaína llamada Dolores, ubicado frente a la plaza de Abastos. Entró a comer y se encontró allí con el padre Manuel y con la Dolores. Ambos le contaron que, de vez en cuando, se reunían los dos para hablar de Alcalá y de la Virgen. Y la Dolores aseguraba que al padre Manuel se le caían las lágrimas hablando de la Virgen de los Santos.
Cuando terminó la misa en el Santuario, cantaron la salve y se fueron al olivar a comer los espléndidos platos de comida alcalaína. Desde entonces su plato preferido fue el refrito de espárragos. Después, los mayores se envolvieron en una agradable tertulia. Las caballerías estaba relajadas en la cerca y a él se le ocurrió una diablura. Desató la jáquima del caballo que llevaba el padre Manuel, lo acercó a una piedra y se montó de un salto. Cogió la brida, la zamarreó, le dio patadas en los costados y el animal se lanzó como una bala. El caballo se volvió loco y saltaba de gozo y enfiló la cañada del cortijo cercano. Allí lo volvió a la ermita. En la entrada estaban todos esperándolo y temiendo que pudiera ocurrir algún accidente.
Cuando volvían al pueblo, venía pletórico de vitalidad y con la sensación de haber traspasado la barrera de la preadolescencia. En la Victoria, el padre Manuel le riñó por la travesura, pero los hombres rieron sabiendo que el caballo era noble y no hacía ningún daño a un niño.
JUAN LEIVA
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