domingo, 20 de septiembre de 2009

EVOCACIONES ALCALAÍNAS: 11.- Los palomos

En aquellos años de la posguerra, en Alcalá había muchos palomos, y también, muchos cernícalos. Eran las dos especies de aves medianas que más abundaban. Los palomos vivían en un gran palomar donde nadie los molestaba; era la bóveda de la Victoria. Nunca después ha podido ver tantos palomos en ningún otro lugar. Sólo podrían competir las plazas públicas de ciudades, como Cádiz o Jerez, fomentadas por la generosa acogida de los ciudadanos y los turistas.

Eran verdaderas bandadas las que surcaban el cielo alcalaíno al clarear el día. Iban a comer, a beber y a traer comida para las crías. Entre dos luces, por la tarde, volvían a recogerse en la Victoria, en sus nidos y en los palomares domésticos. Rara era la casa que no tenía unas palomeras hechas de madera, en forma de casilla con entrada, situadas en el corral, donde se recogían las colleras de palomos.

Muchas veces ha pensado en las razones que favorecían la abundancia de los palomos en Alcalá, y concluye que debían ser los tiempos de la posguerra. Muchas familias no podían tener aprovisionamiento de carne para los enfermos, niños y ancianos. Los palomos ofrecían una carne barata y sana. La carne de caza conseguida por los furtivos era prohibitiva y estaba reservada para los que podían comprarla.

Había muchas clases de paloma y los chavales las conocían al vuelo. En el corral de su casa, en el callejón Osorio, tenían unos palomares. La paloma más abundante era la común, casera o doméstica, de alas azuladas, cuello y buche oscuro y pico gris-blanco. La silvestre o bravía, de plumaje apizarrado, cuello verdoso, pico azulado y pies rojizos; no soportaban la cautividad y habitaban en los Alcornocales y en los cotos. La mensajera era parecida a la común, la cultivaban los aficionados que formaban asociaciones y hacían competiciones entre largas distancias. La torcaz era parecida a la silvestre, de pecho cobrizo, vientre blanquecino y cuello con collar blanco. La zorita o zurita, de plumaje ceniciento azulado, ala con mancha y bordes negros, pico amarillo y patas de color negro rojizo. Había muchas más, pero éstas eran las más conocidas.

Una vez al año, el padre Manuel llamaba a un hombre que le hacía las faenas de limpieza del jardín del claustro y de la bóveda de la iglesia. El subía para ayudar al hombre. Al entrar en la bóveda, se quedó perplejo cuando vio a tantos palomos escapando por el ventanal para lanzarse al vuelo. El hombre ya había tapado el día antes las ventanas y sólo había dejado una entrada. Decía que los palomos hacían mucho daño en las bóvedas y que había que reducirlos. Los cogía de un manotazo, los metía en sacos, los ataba y los bajaba al claustro. Después los vendía y daba a los necesitados, tal como le decía el padre Manuel. A él le dio un par de colleras para su palomar.

Había chavales que mataban palomos con el “tirachinas”. Era un artilugio compuesto de una horqueta con dos brazos, a los que se ataban dos gomas unidas por un trozo de material, para lanzar piedras o plomos. Más tarde llegaron las escopetas de plomillos. Alcanzaban mayor velocidad y distancia, de manera que entrañaban más peligro y no permitían que las usaran los niños. Hoy no hay lugar para más, pero otro día evocará a los cernícalos.



JUAN LEIVA

2 comentarios:

Claire Lloyd dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Claire Lloyd dijo...

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El tiempo que hará...