VIGÉSIMO CUARTO VUELO. EL Miedo.
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El paisaje era propicio, –finales de los años cincuenta– , para que el miedo brotara como una rosa negra de los vientos. Era tiempo de silencio, también lo era de miedo. El miedo cerval que erizaba el mirlo (el flequillo) de grandes y niños entre la dramática penumbra de las calles del pueblo, por la pobretona luz eléctrica. En cada rincón un fantasma. Un fantasma en cada rincón. Seres del trasmundo. Al caer la hora bruja, con el último suspiro de la tarde, los niños nos chapuzábamos en un piélago tenebroso de sombras como fauces del Averno. Desde el pan de oro del juego a la aventura abierta entre empedrados y adoquines. Entre un caudal de emociones y sentimientos oscuros. Entre la sombra desvaída de nuestros cuerpecillos –como en la mirada primitiva del hombre cavernario– creíamos ver la imagen del alma. La creencia en el alma de todo lo que proyectara sombra. Por eso dicen –es de arraigo popular– que los fantasmas vienen a ser como una afirmación hacia el exterior de las imágenes que se florean en el espíritu “¡Ten cuidado!, que jugando a los fantasmas nos volvemos fantasmas”, orea un precepto de La Kábala. Los niños alcalaínos jugábamos a los fantasmas. Fantasmas éramos entre el reflejo amargo de la vida cotidiana. Entre los resbaladizos duendes del valor y del miedo. De aquel tiempo humano corto y débil cernudiano se vivieron muchas cosas que quedaron dormidas en el aire. La oscuridad para un niño es huerto seguro donde crece la patata del miedo. La boca del lobo por donde sale la dama de los pelos erizados, la mirada fija, la boca abierta y la faz demacrada, pálida como la cera de las velas: es la dama que personifica el miedo. Aunque Curro Sánchez, el inolvidable dornillero, tuviera otra iconografía distinta del miedo: la de un borreguito blanco que “en llegando la oscuridad se convertía en un pájaro negro echando fuego por el pico”. Un pájaro que no viene en los libros El miedo camina lento entre una estrecha vereda ribeteada por lo real y lo imaginario. Entre el corderito pastueño y el pájaro dañino y quimérico que sobrevuela en lo oscuro de la noche.
Por la brújula de Alcalá venteaba toda una imaginería oscura perturbadora del ánimo. Un mal amenazante del que no era fácil substraerse. Variado era el muestrario del miedo: en las noches de Levante, en la Peña la Negra salía una gallina con pollitos; imposible designio de la naturaleza sabiéndose la costumbre de estos animales de sueño vespertino. Una estampa de apariencia tan inofensiva; pero tan reveladora de misterios inescrutables. O aquel cura, hombre ensotanado de negro que salía por las noches, al lunario, de la hueca de un chaparro en el Hoyo de la Burraca, en el vientre del Lario. O las ánimas o aparecidos -una santa compaña alcalaína- que en las noches obscuras enseñaban sus transparencias dejando a su paso un vientesillo de frigorífico, en los callejones del Tardal a la vera del cementerio. “Entre las doce y la una pasa la mala fortuna”, ora y canta el viejo dicho popular. Existía en Alcalá la creencia de que a partir de las doce, si alguien se topara con alguna persona en el campo o en algún lugar oscuro del pueblo, lo mejor era pasar como si tal cosa por delante, pasar de largo, ya que podría tratarse de un alma en pena; eran almas malas estudiantes que tenían asignaturas pendientes con Dios. Las oraciones y sufragios de la abuela a las Ánimas Benditas del Purgatorio despejaban el campo tenebroso de los aparecidos en mala hora. Los aparecidos según nos explicaron a los zagales eran muertos que venían del Purgatorio. Siempre, por esta razón se estaba expuesto a sufrir la presencia de un susto. Los sustos estaban a la orden del día, o mejor dicho a la orden de la noche. Los miedos partían la Luna entre el terreno de los vivos y los muertos. Un espacio maldito, un aire negro inviolable. Una aljibe tenebrosa y fría, donde nadie se atrevía a asomarse al brocal por temor de ser sumergidos por las aguas parcas. A pesar de todo, en las historias de muertos resucitados –como los vivos– los había de buenas y malas intenciones. O buen o mal aguaje. Para ahuyentar las almas condenadas al fuego eterno, había la costumbre de encender velillas o mariposas, que eran unas lucecitas flotantes en un vaso de agua con una capa de aceite que creaba en la habitación una atmósfera de penumbras, entre mística y fantasmagórica. Los niños pasábamos de puntillas por aquella habitación que recordaba a muerto. Aquel triste pabilo de la mariposa parecía remover el fuego de la estampa donde se pintaba las Ánimas del Purgatorio, impregnando el aire con un fuerte tufo a aceite requemado. El vuelo de aquella mariposa de aceite y fuego alicortaba el ánimo y la alegría de vivir de los niños, que ignoraban las sombras de los tiempos.
La geografía alcalaína del miedo era muy imprecisa, raro no era el rincón en donde no se hubiera visto una sombra deambular. Aunque eso si: los aledaños del castillo y del cementerio y la roquedad de la Coracha se llevaron la palma. En la trama oscura de la noche cualquier sitio era a propósito para cagarse o morirse de miedo. Entre la oquedad del castillo de Media Luna se oían en las noches calmas los lamentos del Rey Moro y el ruido metálico de las cadenas y las cimitarras. Y hasta de vez en cuando –alguien la oyó– la voz celestial de una hurí aireando un romance. Boquetes en la cima de la Coracha que se tragaban burros enteros. Un ejemplo: el burro del Piompero. El entierro que salía del molino abandonado, en La Biomba, a un paso del cortijo del Médico (de Miguel Puelles). El fantasma ensabanado de las Peñas del Corral, que apedreado, salió de estampida por que resultó ser de carne y hueso. En la cabeza se había puesto una cacerola con un cabo de vela encendido. Una cutrería de marca mayor. En medio de estas provocadas aguas revueltas, de vez en cuando -y es ardid muy repetido- salían algunos aparecidos por aquel y por allí. También aparecieron “fantasmas” en los sitios del Altillo, la Veredilla y al término de la calle de la Salada donde se cuenta que a uno de estos “espíritus” le calentaron las carnes con una vara de acebuche y ya no apareció más. Aparecidos con los pie en la tierra para espantar a los moros de la costa de los amores oscuros. De ésta secuencia queda la memoria interior. Nada ni nadie podrá mandar en el sudor de su alma.
La historia de los fantasmas es la historia de las supersticiones populares. Muy lejos de los espantajos ocasionales que poblaron torpemente el ayuno de luz de las calles pero que a la postre fueron el calostro del miedo grande.
Por eso, entre el silencio –la voz callada de la locura– los niños alcalaínos, a la boqueada de los años cincuenta, le daban caña a los instintos del miedo y se dejaba encender por el rodete apretado del sol, conjurando entre juego y juego, el maleficio de la oscuridad siempre porvenida de la noche: “Una, dos y tres; el que no se haya escondido tiempo ha tenido”, mientras que las agujas del reloj de la Alameda iban caminando lentamente sin tregua a la hora de los crepúsculos. A esa hora convenida en que los fantasmas empiezan a plancharse las sábanas y a embadurnase con polvillo de arroz la faz. Que pronto entre el rumor o el oleaje de otras sábanas benéficas el sueño rendirá, siempre con la estampa descolorida de las Ánimas del Purgatorio por delante. Hasta que el pájaro blanco del alborear le ponga alas al despertador de la madre, para echarse de nuevo a los brazos de la memoria tierna y agridulce de la infancia. Siempre, hasta el final de los tiempos, habrá una voz subterránea que nos grite que hay que tenerle miedo al miedo por mucha luz que habite la soledad de los callejones perdidos.
Nunca olvidaré, aquella impresionante secuencia –como definición última del miedo–que leí en un libro de Max Aub (La verdadera muerte de Franco), en la que una niña de once años, queriendo consolar una fuerte llantina de su hermanita de tres años y como se acercara por arriba en el cielo raso un avión bombardero le dijera que si no se callaba la iban a oír desde arriba. Y la criaturita se calló.
Aquellos pájaros metálicos fueron los fantasmas más negros, con sábanas negras que sobrevolaron durante tres años el paisaje del día y la noche de un pueblo acostumbrado a otros sustos imaginarios. Y todos los niños –según cuenta la historia– se tragaron el llanto no fuera a ser que el pájaro de arriba los oyeran.
En la antigüedad, se representaba el miedo con esta estampara de una liebre con alas huyendo de una serpiente. Escriba cada uno su propia fábula del miedo; que uno –el que escribe– va a echar un rato con los fantasmas del pasado que reinaron las calles de Alcalá. Aquella memoria de la luz y la sombra definitivamente perdida en un vuelo inalcanzable. Hoy son otros los pájaros y otros vuelos los que asustan.
Jesús Cuesta Arana
16 de Mayo de 2010
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