La lectura
-manantial, río y mar- es una de las actividades que más contribuyen a
ensanchar, a profundizar y a elevar la vida humana: nos proporciona un
conocimiento supraindividual y nos abre unos caminos anchos, dilatados y
divertidos; nos descubren unas verdes avenidas, que nos acercan a la libertad
verdadera; es un inagotable motor de superación personal y un mecanismo
impulsor de cambios saludables y de ilusiones nutritivas; es un lazo que liga
el pasado con el presente y con el futuro e, incluso, es una práctica
terapéutica que nos ayuda a reconciliarnos con nosotros mismos y nos empuja,
amigablemente, a luchar para no ser presas prematuras de una muerte inevitable.
Los libros
-monumentos y, simultáneamente, documentos- son veneros inagotables de
desmesuradas esperanzas y de obstinadas nostalgias; nos hacen sentir la
realidad actual y desentrañar su misterio interno; nos obligan para que no nos
limitemos simplemente a transitar por la vida sino a que la examinemos
detenidamente, para digerirla y para vivirla, y, además, nos descubre nuevos
mundos, nos relacionan con personas insólitas con las que, unas veces, nos
identificamos o con las que, otras veces, por el contrario, discrepamos. Son
resortes desencadenantes de pasiones sin fin, símbolos de una realidad que nos
trasciende y nos intriga; guías que nos orientan en la permanente búsqueda de
nuestra identidad, acompañantes que nos llevan al reencuentro con nosotros
mismos a través de los reflejos cambiantes en el espejo de los personajes
insólitos; son retratos en movimiento que nos facilitan el reconocimiento de
comportamientos nuestros.
La lectura
nos estimula la reflexión sobre nuestro ser y sobre nuestro actuar, sobre
nuestra realización humana y sobre nuestra trayectoria biográfica. Un buen
libro nos educa el buen gusto y nos enseña a valorar lo bello. Leer de manera
exigente y, al mismo tiempo, arbitraria, es la única forma de aprender a leer
aprendiendo y disfrutando: nos hace tomar conciencia de nuestra existencia y
estimula la capacidad crítica y racional que nos mantiene tensa esa inquietud
por el crecimiento espiritual, por la palabra precisa y por la imagen bella,
por la perfección estética que nace de la filosofía griega.
La lectura
nos hace herederos de inmensas fortunas que superan toda nuestra limitada
capacidad de disfrute. La lectura es la escuela más grata para la niñez, es el
taller y el hogar más acogedor para el adulto y es el asilo más confortable
para la vejez. Es la flecha que dirige nuestros anhelos; es el arco que impulsa
y concentra, en una armoniosa unidad, las múltiples voces de los personajes. Es
la voz que hace imposible el olvido y, por lo tanto, el silencio definitivo. La
lectura agrupa los mundos complementarios de la imaginación y de la realidad en
el universo unificador de la palabra y, cuando es atenta, proporciona una
felicidad más intensa, más honda, más completa y mejor repartida entre los
hombres. El libro, puente levadizo de encuentros y de desencuentros es una
prueba de amor y de respeto: es el mejor regalo y la expresión más elocuente de
gratitud y de afecto.
José Antonio
Hernández Guerrero
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