Estoy sorprendido por las interesantes preguntas y por
las sugerentes cuestiones que los lectores me han propuesto al hilo de las
ideas vertidas en el artículo sobre la existencia de la felicidad que se publicó
el mes de julio pasado. Como es natural, muchas de las opiniones no coinciden
con mis planteamientos, de la misma manera que las experiencias en las que
aquéllas se apoyan son diferentes e, incluso, opuestas a las mías. No caeré en
la pretensión -errónea e inútil- de defender con argumentos una convicción
basada, como ya indiqué, en mi experiencia personal sólo válida para mí y para
aquellos que la hayan vivido de manera análoga.
Aprovecho, sin embargo, la oportunidad para aclarar
algunas confusiones que en varios
comentarios sobre los obstáculos de la felicidad se repiten en las cartas que
he recibido. Hemos de reconocer que las enfermedades, los dolores y los
sufrimientos -aunque sean realidades humanas estrechamente relacionadas- nos
son manifestaciones idénticas.
Las enfermedades son afecciones comunes a todos los
seres vivientes -a las plantas, a los animales y a los humanos-; son unos
avisos que, amenazadores, nos anuncian la muerte; son las advertencias que,
insistentes, nos recuerdan que somos débiles frente a la fuerza agresora de la
naturaleza, y son unos síntomas que, claramente, nos revelan que llevamos
encerrados en el interior de nuestras entrañas los enemigos de nuestra propia
supervivencia. Los dolores los padecemos todos y sólo los seres animados –no
las plantas- y constituyen llamadas de atención de mal funcionamiento de las
piezas de nuestro complejo organismo; son las alertas que se encienden para
comunicar el fallo de algún órgano; son las señales que nos alertan de que
algún mecanismo corporal está estropeado.
Los sufrimientos, en el sentido estricto, son
propiedades peculiares de los seres humanos; son ambivalentes prerrogativas que
nos distinguen de los demás vivientes y nos afligen a los seres humanos; son
las resonancias negativas, los ecos profundos –racionales e irracionales- de
los dolores físicos, de las agresiones psicológicas o de los ataques morales:
los dolores atacan el cuerpo y los sufrimientos hieren el alma. El sufrimiento es una operación de la mente
que interpreta el dolor y mide sus dimensiones; es una reacción de la
conciencia a los estímulos desagradables; es una respuesta humana en la que
interviene de manera directa la inteligencia, la imaginación y, sobre todo, la
emotividad. Pero el sufrimiento es, además, una de las vías más seguras y
directas para penetrar en el fondo secreto de las realidades humanas, una clave
segura para conocer el sentido profundo de los sucesos. Baudelaire, con vigor,
entusiasmo y hondura, nos dice que la verdad reside en el sufrimiento, en el
dolor que es la nobleza más ilustre: la única aristocracia de este mundo, que
completa y humaniza turbadoramente la visión de las cosas.
José Antonio Hernández Guerrero
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