miércoles, 10 de octubre de 2012

EL TRABAJO COMO SÍMBOLO


                                                        
Es cierto que tenemos que seguir luchando para que los legisladores, mediante leyes adecuadas, favorezcan unas condiciones objetivas de la vida de las mujeres que hagan posible -realmente y en todas partes- su igualdad con los hombres, su libertad efectiva y el ejercicio eficaz de los demás derechos humanos pero, si pretendemos que la construcción de una sociedad más justa sea consistente y estable, es necesario que, además, cambiemos el sistema de significados que subyace en el fondo secreto de nuestras “inconsciencias”. 
Las diferencias sociales, laborales, económicas, jurídicas e, incluso, religiosas que separan a los hombres y a las mujeres tienen unas raíces mentales profundas que penetran hasta el fondo de nuestro mundo de los símbolos. Éstos son, no olvidemos, los factores que determinan la formación de las ideas, el significado de las palabras, la adopción de las actitudes y el mantenimiento de las pautas de los comportamientos individuales, familiares y sociales. La eficacia y el peligro de estos símbolos son mayores cuanto menor es el conocimiento de su existencia y de su funcionamiento.
En la amplia bibliografía que se ha producido en los últimos cincuenta años sobre el feminismo, abundan los libros que describen los múltiples ámbitos de la vida ordinaria en los que se manifiestan tales desigualdades, pero son escasos aún los trabajos que ahondan en esos niveles de las representaciones, de los significados,  de los sentidos y de los símbolos. 
Estoy leyendo un breve libro colectivo titulado Una revolución inesperada. Simbolismo y sentido del trabajo de las mujeres, en el que cinco miembros de la Comunidad filosófica Diotima de la Universidad de Verona, analizan, de manera convergente, los cambios de significados que ha producido el acceso de las mujeres al mundo laboral y ámbito de los estudios. Constatan cómo, por ejemplo, a partir de esta presencia masiva femenina, todo cambia, comenzando por el propio espacio laboral: se alteran su posición en el mundo, las relaciones familiares, el valor del dinero, el significado del tiempo, el sentido de la actividad frente a la pasividad –incluso en las relaciones sexuales-, la concepción de la política y, también, la interpretación del hecho religioso. Nos recuerdan, por ejemplo, cómo, mientras la fascinación en imitar a Dios era algo típicamente masculino, cómo la concepción tradicional de la paternidad, de la actividad artística (creación) y de la política se orientaba hacia la meta de llegar a ser y a hacer como Dios, en el pensamiento femenino, por el contrario, prevalecía la relación amorosa o la relación unitiva con Dios. Opino que es el momento de preguntarnos si el modelo emergente de mujer que descalifica la pasividad generará también un nuevo tipo de interpretación filosófica, una alteración de modelos de relaciones sociales y una transformación de las reglas de juego en la política y en la religión.



José Antonio Hernández Guerrero

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