Ya
suenan los carnavales y las carnestolendas. Ya están ahí las máscaras del año
con sus atuendos. Febrero se viste de antifaces externos, de rostros falsos, de
seudofaces estafadoras… Parodian a los que se destacaron durante el año para
bien o para mal. Aparecen rostros alegres, tristes, bellos, horribles,
indiferentes, cursis, ridículos, pobres, ricos… Cada año cambian las máscaras
por unos días y se abandonan las parodias para el resto del año.
Sin
embargo, detrás de cada máscara, hay rostros impasibles, escondidos,
inmutables, porque saben que ellos no son las máscaras. Sus verdaderos rostros
sólo los conocen sus dioses, sus padres, sus familiares, sus amigos…No sonríen,
ni lloran, ni gesticulan, ni engañan, porque todos sabemos que es una parodia.
Engañamos durante el año, cuando vamos cambiando de rostro, según nos sopla el
alma, según va nuestro soporte, según nos trata la vida.
Cuando
los carnavaleros pasan ante un escaparate o ante un espejo, no se resisten a
mirarse y dicen hacia sus adentros: “Vaya antifaz que me he colocado este año;
¿Es verdad o es mentira?” E inmediatamente pasan de la seriedad. Porque ya lo
decían los romanos: “La verdad es amarga” (Veritas amara este). Muchas de las
máscaras, no obstante, quedan impresas para mucho tiempo en las fotografías.
Pero ninguna es la reproducción exacta del rostro que va detrás.
El
carnaval nos enseña a buscar en las personas la fisonomía interior, la
sicología escondida, la bondad discreta, la gente buena. Afortunadamente, en el
mundo hay más gente buena que mala. Pero la mala llama más la atención y sale
en los papeles, de forma que detectamos más la maldad que la bondad. Los niños
se hacen amigos inmediatamente porque son buenos; afortunadamente, no han
tenido tiempo de colocarse la máscara de la maldad.
Los
carnavales van llegando a todas las ciudades, a todos los pueblos, a todas las
aldeas. Se diría que nadie quiere renunciar a vivir unos días de libertad, a
prescindir de los atuendos en serie, a romper los horarios marcados, a reírse
de las instituciones establecidas, a no temer a nadie, ni siquiera al ridículo.
Los que gozan más de los carnavales son los niños, los adolescentes y los
jóvenes. Los mayores gozamos viendo a los jóvenes gozar.
Alguna
vez en los carnavales hemos visto aflorar la maldad tras las máscaras. No es lo
normal, pero se han dado casos desgraciados. Recuerdo, hace unos años, la
muerte de un joven de El Puerto de Santa María asesinado en los carnavales de Cádiz, allá por la Punta
de San Felipe, tras una discusión banal e inmotivada. Es la excepción miserable
de la que no nos libra ni el carnaval. Pero la madre del joven asesinado tuvo la grandeza de perdonar al asesino de su hijo
y borrar con lágrimas la sangre derramada. Y brilló el verdadero rostro, el de
la nobleza, el del amor y el de la misericordia.
JUAN LEIVA
0 comentarios:
Publicar un comentario