Corría el año 1981 lento y pausado y
dos coches rápidos y ligeros en sentido contrario, por la carretera que
discurre entre Medina y Casas viejas. Uno, en el que se dirige a Benalup, va
ocupado por cuatro monjas y un sacerdote al volante. El que viene en sentido
inverso está “dirigido” por un señor de Medina, maestro de profesión y amigo mío.
Dirigía su vehículo pero me cuentan que ya venía difunto. Algo muy fuerte le
había dado anteriormente en la cabeza. No tenía mas remedio, pues, con el que
viniera de frente, que chocar irremediablemente. Este fue, desgraciadamente, el
de las monjas del Beaterio. Resultado del accidente tres monjas difuntas y mi
amigo Gaspar, que ya lo era de antemano.
Tres monjas con hábito negro y blanco.
Tres rosas rojas en la blancura de sus hábitos. Tres vidas truncadas y plenas
de energía. Tres vocaciones al margen de una carretera comarcal. Frías,
inertes, sin vida. No sé si serian las tres de la tarde. Fue también la hora
trágica, hace dos mil años, del final del Salvador en la Cruz del Gólgota. Todo
esto se lo llevó en un solo segundo, un ruido espantoso, unos hierros retorcidos
y un silencio total y fatal, el débil hilo que separa la vida de la muerte
quedó roto en un instante. Ya no hablarían más sus bocas, ni cantarían sus
gargantas, ni harían más obras de caridad sus manos. Un solo choque se lo llevó
todo.
El
Beaterio quedó en suspenso, hueco, vacío. El Beaterio lloró, su alumnado lloró,
Alcalá lloró, la Plaza Alta lloró y la misma torre de la Parroquia, en cada
solemne y dilatada campanada, al ritmo lento de cada toque hiriente, también
lloró.
Las
campanas dan lentas y pausadas
las
tristes y dolientes campanadas.
Era
la tarde del funeral. Tres ataúdes a hombros en el breve y reducido recorrido
desde la Parroquia al Beaterio. en la Plaza Alta, eran las cinco de la tarde,
no cabía un alma. Todo el pueblo estaba allí y gente de fuera. No era para
menos. El sol brillaba en todo lo alto pero los corazones se encogían, la
tristeza se extendía y los ojos se humedecían. Solo hablaba el silencio. Un
silencio denso, profundo, hiriente. Era un silencio elocuente. Para qué hablar.
Las palabras sobraban y la ausencia faltaba. La ausencia de tres hermanas, así,
a secas, hermanas. Y a todos nos faltó algo aquella tarde. Ni una sola palabra,
ni un solo comentario, ni un rumor. Tarde cargada de presagios, tarde plena de
luz, tarde de alma oprimida. Era la expresión viva de todo un pueblo que amaba
a un convento. Y allí las dejaron. Y allí están. Y allí reposan. En su casa.
Algunas
alumnas no comprenderían por qué no les daban ya clase aquellas monjas. Algunas
monjas no comprenderían por qué lloraban aquellas niñas. Algunas madres no
comprenderían por qué estaban tristes sus hijas. Y es que la vida no se
comprende y menos la muerte. Y es que los seres humanos somos tan limitados,
que no conocemos el valor de la trascendencia, la inmortalidad, la eternidad.
Aquella
carretera del día anterior no conducía a Medina, era la senda recta que llevaba
al Cielo. Y así fue. Nadie, tal vez, lo vería. Pero aquella tarde, tres palomas
de plumas negras y blancas, volaron derechas al firmamento. Es el consuelo que
nos quedó y el recuerdo que nos queda. Y la lejanía y el silencio que tienden a
borrarlo todo. Pero aquella tragedia no. Tan gran funeral no se había conocido
nunca en San Jorge. Las autoridades y el pueblo llano. El Santo también
bendecería aquel acto, recordando que la prisa y la velocidad no son buenas.
El, con su caballo y su lanza, no habría podido sufrir accidente tan horroroso.
Pero el tiempo todo lo cambia y, aquella infausta tarde, cambió tres destinos.
Y no volveremos más a ver ni sus hábitos ni sus rostros. Al menos en esta vida.
Y la
muerte que nunca avisa
ya
segó con su triste guadaña,
cual
se lleva una fiera con saña,
a su
presa en rápida prisa.
Y la
Parca, de forma precisa,
y en
salvaje y manera extraña,
ya
actuó como cruel alimaña;
brusco
choque en tarde de brisa.
Y tres
féretros van con crespones
a su
casa de siempre, el Convento,
libres
ya de labor y atenciones.
En
sincero y sentido lamento,
con su
ausencia nos queda un consuelo:
tres
palomas volando al Cielo.
José Arjona
Atienza
Alcalá,
marzo de 2013
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