Los médicos, los
psiquiatras, los psicólogos e, incluso, los sociólogos coinciden con la mayoría
de nosotros -los hombres y las mujeres de la calle- en que dormir es una de las
mejores medicinas para conservar o para recuperar la salud del cuerpo y para
restablecer el equilibrio del alma.
El otro día, mi
amigo Luis me afirmaba sin ambages que los andaluces estamos más sanos y, sobre
todo, más contentos, porque dedicamos más tiempo a dormir que el resto de los
europeos. No tengo inconveniente en aceptar esta tesis, con la condición de que
en su concepto de "sueño" -en singular- incluya también la noción de
"los sueños" -en plural-. Estoy convencido de que, en este caso,
aunque no se alargue la mera existencia temporal de las personas, sí se
ensanchan y se profundizan sus vidas.
Los sueños, tanto
los que protagonizamos mientras dormimos, como los que elaboramos cuando
estamos despiertos, amplían los estrechos límites de nuestras experiencias
cotidianas, nos proporcionan mayores goces y nos producen dolores más agudos;
pero sin que suframos las consecuencias realmente negativas de los actos
realizados en plena vigilia: nos hacen protagonistas de acciones que
"realizadas realmente" nos harían correr peligros graves y
amenazarían nuestra salud o, incluso, nuestras vidas. Pero hemos de advertir
que, para mantener el equilibrio psíquico, sólo es necesario que aceptemos una
condición: que marquemos claramente los límites que separan la realidad del
sueño.
El que ignora las
fronteras entre estos dos mundos distintos y complementarios, en vez de
enriquecer la vida con alicientes y con atractivos, arruina su propia
existencia y la de los demás: si es un político, puede convertirse en un
dictador; si es un hombre de negocios, puede llegar a ser un ladrón; si es
religioso puede actuar como un fanático. En cualquier caso, hemos de reconocer
que el que confunde la realidad con sus sueños es un loco peligroso, un
paranoico y, posiblemente, un amargado.
José Antonio Hernández Guerrero
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